miércoles, 24 de octubre de 2012

Camaradas ocultistas, escondidos, opacados (respuesta al CIJ de Cuauhtémoc Medina)



He tenido en varias ocasiones el curioso privilegio de ser objeto de sus combativos comentarios. Por espíritu deportivo — el gozo de estar entre posiciones encontradas— no sentí necesidad de responderles.[1]. Su reciente reacción a la entrevista que Mariana Aguirre me aplicó par ael blog de Art21 [2]  la  forma sistemáticamente inexacta en que me citan y traducen no era algo ya tan fácil de pasar por alto. Además está la ventaja de que sus argumentos son propicios para advertir a colegas y lectores acerca de las simplificaciones que ocurren si uno se deja impregnar por la tendencia de soñar con el regreso de un “arte político”. Espero no se sientan del todo mal empleados. 
Con todo, me parecde que ustedes exageran al decir que yo los  “descarto“ por centrar todas sus críticas monótonamente en el temario de lo neliberal . Ciertamente, es de llamar la atención que su repertorio argumental siempre arribe a la misma conclusion, no importa qué objeto, exhibición o idea ustedes comenten. Mi alusión al Comité estaba más centrada en excitarlos a salir del closet. Sigo pensando que hay algo un tanto abusivo y fuera de sitio en el uso que ustedes hacen de su “invisibilidad”. Escondere no aparece para Jaltenco como una necesidad táctica, orientada a protegerse frente a una amenaza represiva. La invisibilidad es, por el contrario, en su caso, una estilización y un adorno que traza  una identificación no del todo crítica con el grupo de los Nueve de Tarmac en Francia. Ustedes atacan, peroran y agitan sin consecuencia. Los demás arriesgamos, al menos, el nombre y la viabilidad de los proyectos que llevamos a cabo. Yo prefiero seguir pensando que el uso de la clandestinidad debe  reservarse a los casos que políticamente la ameritan.
1. Traduttore, traditore...
En su último comunicado, ustedes han denunciado como “problemático” el modo en que discurro sobre el estatuto político de la cultura y el arte contemporaneo[3]. Les resulta incómodo que alguien escriba o hable acerca del carácter paradójico de los fenómenos culturales, en lugar de dar recetas. De hecho, el deseo de que los textos y las obras provean directivas de pensamiento y acción es algo que se expresa hasta en sus errores de traducción.
En la  entrevista de Mariana Aguirre   hay un punto en que sugiero que   “el arte contemporáneo tiene este momento un rol destacado  en definir qué puede ser  la práctica cultural políticamente informada”.[4]  Es divertido constatar cómo el inconsciente les gana cuando ustedes traducen la frase transformado lo que tiene de descripción en prescripción: 
...el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada”. [5]
Ese corrimiento del “puede” al “debe ser” no es cuestión menor.  Pero antes de ocuparnos de sus implicaciones permítanme llamar la atención sobre otro punto donde su aparato de citas es, por así decirlo, seductóramente creativo.  En la entrevista ya mencionada planteo que hay un giro muy significativo en la relación entre intelectuales y poder en México. En el antiguo régimen la clase intelectual era cooptada pues servía como grupo de presión: ser escuchada y eventualmente reclutada por el aparato de poder, era prueba de la importancia de su particpación en ese campo de las fuerzas políticas.  En cambio, desde la llamada “transición democrática”, me parece evidente que “el gobierno y la presidencia se han sacudido de la presión simbólica de los intelectuales” [6]  al punto que sus críticas no tienen efectos ni siquiera en el curriculum del gabinete: el terrible costo que tuvo para José Ángeles Córdoba Villalobos, ex-secretario de salud, al recomendar a la clase política leer El Principito  de Maquiavelo fue ser nombrado Secretario de Educación Pública.
Al citarme, sin embargo, ustedes introducen el hermoso acto fallido de una denegación, para hacerme decir exactamente lo contrario: “el PAN: ‘no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales’, sino que les permite amplia libertad de expresión”.[7]  Ese “no” que ustedes añaden a mis palabras es un hermoso portal por el que entra toda una maraña de distorsiones.
Pensando en el estallido del movimiento estudiantil en mayo pasado, y la movilización que le siguió, yo arguía que el desprecio del poder político por la clase intelectual contrastaba con la forma en que aspectos de orden cultural, como el cuestionamiento del  analfabetismo de Peña Nieto, habían tensado a la sociedad y provocado disenso. De ahí sacaba por conclusión que los ciudadanos esperan que la cultura tenga en esta república un papel político más allá de la caducidad del intelectual crítico.[8] Nuevamente, torciendo la lectura, ustedes me hacen decir que “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel político importante en la sociedad”. La  frase puesta entre paréntesis no solo no es mía, sino que no encaja en el texto ni gramaticalmente.   Que la sociedad atribuya a la cultura un valor político decisivo no significa que el arte contemporáneo vendrá a sustiuir a los intelectuales públicos, sino  en cuestiones tan trascendentales como la exigencia de revisar la función de la televisión en la construcción del poder local y la diferenciación de clase informática que hoy por hoy divide a los votantes en quienes obtienen su información de la tele y por otros medios. Esos temas tienen en México un efecto politizador. Al Comité, sospecho, no le parecen suficientemente “políticos”.
Mientras, si quieren pedestremente, intentaba hacer un balance sobre los juegos entre cultura, estado y ciudadanos, poniendo el  acento en sugerir  desplazamientos, mediaciones, vacíos y discontinuidades, en la versión del Comité de Jaltenco se me hace aparecer declarando al arte contemporáneo la plataforma discursiva y política de la nación. Esos actos de ventriloquismo no son del todo disculpables. Pero lo tendencioso del análisis del CIJ encierra una cuestión de mucha más trascendencia: implica en cada momento la noción anacrónica de “arte político” que el supuesto colectivo pretende defender.  
           
2.  En defensa del artefacto
No los acuso, camaradas, de hacer esas tropelías textuales por perversidad. Así como el lenguaje tiene la expresión por demás graciosa de que alguién “quiso decir” algo, uno podría decir que en sus interpretaciones hay un “querer leer” sobrfe un asunto que los hace ya no invisibles sino ciegos.    A saber, la idea de que todos deben entender a la obra de arte, o la cultura, como proveedora de recetas,  herramientas, vehículos de persuación o, en términos generrales, de toda clase de instrumentos.
En mis declaraciones a Aguirre, hice todo lo posible por no caer ni por error en la expresión gastada y contraproducente de “arte político.” Esa, les adelanto, es una categoría que plantea, a mi entender, la visión reaccionaria que ve en la obra de  arte un aparato comunicativo, que  porta (la mayor de las veces muy imperfectamente) alguna clase de mensaje o contenido. Ustedes me implican en ese dispositivo ajeno, al hacer la siguiente pregunta retórica:
Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de artistas y curadores?[9]
¡Por supuesto que no! Si aventuré la noción de un arte “informado políticamente” fue para implicar una elaboración muy distinta que, naturalmente, no elaboré en lo que era sólo una entrevista periodística. La expresión de un “arte informado políticamente” asume que es la obra de arte la que puede estar “informada”, de modo que en su poética, materiales y operación se haga cargo, introduzca y/o atraiga, tensiones, conflictos, dilemas y posibilidades políticas provenientes de un lugar y momento concretos. 
Conviene aquí desplegar más a fonodo el concepto. En un momento en que la obra de arte contiene, con una enorme frecuencia, procedimientos de montaje, apropiación, intervención y mimetismo con “lo real”, esto debe ser fácilmente interpretado en términos de concebir que las obras portan material y alegóricamente trozos de “realidad” por más falsificada o ideologizada que parezca. Como las obras de arte son “creaciones” de un autor, sino operaciones con signos, imágenes, estructuras sociales, materiales y formas de pensamiento preexistenets que el artista extrae de la sociedad, la historia y la política que lo circunda, esos “materiales” (en el sentido más amplio del término) aparecen introducas a la obra como su “información”. Son el momento social y colectivo que ingresa a la obra, independientemente de las condiciones de su factura.
Nada en mi argumentación permite pensar que esa “información” deba pasar por la cabeza del artista. Es empíricamente comprobable que el artista incluye en su obra fragmentos o prácticas que él o ella misma no puede articular verbal o intelectualmente. En última instancia, eso significa que las obras de arte sean, antes que construcciones semióticas, artefactos. El “cómo y de qué están hechas” es su contenido, y no la voluntad o intención del supuesto autor que no se inscribe ni siquiera en la superficie de ese aparato.
No es ocioso, por consiguiente, que quienes observamos, criticamos o pensamos esas obras ocupemos tanto tiempo en reflexionar sobre los ingredientes y los métodos que integran, por así decirlo, la base de la sopa. Los elementos tomados, desviados, transformados, e incluidos en la obra de arte son trozos de realidad social; los procedimientos, formas alegóricas, o transformaciones que esos fragmentos sufren, son responsables de transformar esa “información” en seres que son ya en todos los casos agentes sociales.[10] Apunto, por si acaso, que en el proceso de ese “bricolage” no hay nada estrictamente animista. La producción de un objeto, una situación, o una acción produce un agente que luego actúa, es el blanco de la reflexión, y afecta la pobre subjetividad del autor y de su receptor. En esa medida, espero, es que seguimos viendo a las obras de arte implicadas en la sociedad y la cultura y sin embargo desbordándola.
  En efecto, que la obra sea la que esté “informada” la estatuye como un aparato, un agente o una máquina de significado e implicaciones, con la que el público se ve enfrentado crítica, sensible y culturalmente. Hay aquí planteadas una serie de mediaciones y modificaciones que, afortunadamente, garantizan que el proceso no tenga nada que ver con enviar un email, un telegrama o expresar opiniones o convicciones.  Aclaro que lo que aquí despliego no sorprenderá a nadie que esté involucrado en la producción o reflexión artística. Si una entrevista no era lugar para sacar a la luz todas esas implicaciones, esta fenomenología donde la obra puede estar informada debe ser enteramente aproblemático a muchos de los lectores.  Con  excepción de aquellos que por motivos muy concretos quieren seguir viendo las obras como meros vehículos de un mensaje.
3. La ingeniería del espíritu.
Es en este punto que los (o el) amigo(s) del Comité se enredan en plantearnos una hipótesis tan inverosímil como escandalosa: una teoría institucional de la conspiración neoliberal.
Según ellos la UNESCO, dominada por una ideología neoliberal, ha definido a la cultura como un “derecho humano”. Esa directiva neoliberal se traduce en una cadena de comandos de política cultural que sin pérdida de información por entropía, malentendido, o interferencias, se aplica en México como política cultural pública. El comando de la UNESCO es, según Jaltenco, el motivo por el cual la política cultural del gobierno de Calderón entrega los museos a los patronatos de los ricos para difundir una ideología de “libre expresión” individual.  Si usted, colega o lector, sumergido en la sucia práctica, tiene la impresión de que los ordenamientos de UNESCO son letra muerta, que el gobierno panista dista de tener una política cultural más o menos coherente, o que los gestores culturales batallan en torno a las decisiones sobre qué clase de cultura producen, se equivoca. Según Jaltenco la correa del mecanismo es eficientísima y, en ese sentido, maquinaria torpes y humeantes como CONACULTA son  perfectas. El resultado final, por insultante que resulta a los agentes culturales de todo tipo, es que según Jaltenco los programas de las instituciones culturales las deciden los patronatos, aplicando la política del gobierno, que es a su vez, la política neoliberal que la UNESCO impone alrededor del mundo. Esto es lo que Jaltenco opone a mi intento u otros de describir una serie de articulaciones y diferendos batallando en el seno de una institucionalidad cambiante:
Argumentamos que la supuesta relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.[11]

 No hay en ese relato espacio de disidencia o resistencia, tampoco para la reflexión, ni los tricksters, las fallas o el balbuceo. Las diferencias de concepción de estas instituciones, las batallas entre diversas versiones de obra de arte, la disidencia frente a ciertas tácticas culturales, e incluso la rebatinga por capital simbólico y dinero, todas esas fracturas son expresiones de la misma libertad vacía que la UNESCO ha dictado centralmente. Todo, según Jaltenco, es la aplicación de un marco normativo de libertad falsificado impuesto ni más ni menos que desde París, la capital cultural del capitalismo cognitivo del siglo XXI.
Cuando uno está por perder toda esperanza de encontrar alguna clase de oportunidad para alguna política en un mecanismo de relojería tan perfecto, el Comité saca de alguna de sus invisibles cuevas en Jaltenco una solución mágica, si bien un tanto vetusta: la estética del compromiso. Aclaro al lector que las cursivas son todas mías:
Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el  trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
Como pueden apreciar, la única libertad que Jaltenco parece valorar es la que provee na  directiva “pedagógica” y “visionaria” que, por medio del artista, debe llevar a la acción colectiva. El enemigo, en sus propias palabras, son “las fuerzas democráticas” encarnadas ni más ni menos que por ¡el capital monopolista! Me rindo: debo coincidir con el Comité en pensar que las obras de arte actuales tienden a ser un tanto cuanto reacias a tener esa “claridad visionaria” e “interés pedagógico”. Lamento constantar que los argumentos que el Comité ha venido emitiendo por tres años están presididos por una visión tan estrecha del campo cultural, donde cualquier significado cultural, de relaciones sociales, implicaciones económicas o sentido poético, deben ser subordinados al momento epifánico de la movilización. Tenemos aquí una visión de militancia y subordinación de la obra de arte al dictado político de viejo cuño.
Por un lado, prevalece en todo esto una notable ingenuidad. Si los dictados comunicativos ordinarios en el seno de los partidos o la moral son incapacies de movilizar a la gente con similar eficacia, pedir a las pobres obras de arte tamaña persuasión es, por lo menos, una quimera. La conclusión lógica es abandonar desde ya todo este aparato podrido, y dedicarnos a producir propaganda. Pero, me temo, los sujetos suelen ser mucho más complicados que este animal pavloviano que el CIJ proyecta.
No me escapa el que la aparición del patronazgo privado implica en México, como en otras partes del mundo, una nueva estructura de poder en torno a la producción cultural, y una serie de medios de control político en extremo poderosos. Pero no siento que esa transición deba resolverse en pensar nostálgicamente la subordinación del aparato cultural a la presidencia. Si pensar políticamente implica buscar opciones. Estamos, en efecto, ante una situación nueva: la normalización neoliberal del poder cultural nos enfrenta ahora no con una versión degradada de una polìtica cultural dictada por los ministerios, sino con un campo de tensiones y fricciones con el poder económico y la mercantilización de la cultura. Un aparato donde se conjuga el poder económico y el del deseo de espectáculos de masas, donde la representación nacional opera ahora como mercancia y medio de atracción de capitales, puede ser un campo de intervención politizada, donde uno aspiraría a que en el esquema de economía mixta del aparato cultural artistas y agentes pudieran hacer intervenir la disidencia y conflicto, incluso para defender el carácter público y profesional del aparato cultural de la voluntad tiránica que a veces expresan los “patrones”, como se ha visto recientemente de modo más que ilustrativo en el caso del Museo Tamayo o de la colección Blastein.
Aun así, la forma en que el Comité ha decidido hacer pública su nostalgia por un “arte comprometido” que señale a la gente la dirección de la lucha con un  valor “pedagógico,” es un giro argumental que, honestamente, me ha descolocado. Según Jaltenco, sus crítica al neoliberalismo hace eco de las teorizaciones de autores como Franco Berardi o Slavoj Zizek. Esos autores, suelen tener versiones de la operatividad de la ideología y la hegemonía que no dependen de que la estructura social sea una cadena de comandos conscientes y serviles. Un elemento que comparten los argumentos sobre la hegemonía es saber que carácter central de la cultura estriba en definir el sentido común que, luego, funda el consenso, lo que abarca no sólo los temarios “políticos”, sino el conjunto de las creencias e ideas, y los modos de relación entre sujetos. En ese contexto, la visión de una obra de arte como vehículo de pedagogía agitacional no tiene mucho sentido. Ingenuamente yo creí que era juzgado por una fracción de los operarios italianos que, cuando salía de su invisibilidad, se planteaba tácticas neo-espinozistas de orden afectivista en relación a la fuga política de la multitud. Me he dado de bruces con una reedición no del todo puesta al día de las prédicas realistas-socialistas.
La exigencia de Jaltenco de producir  obras-directivas basadas en una transmisión pedagógica del compromiso político, tiene más que ver con las diatribas de Zhdanov y Stalin en el sentido de concebir a los escritores como “ingenieros de almas” a quienes  tocaba la  responsabilidad de la educación del pueblo y la juventud.[12] Como alguna vez exclamó el escritor Arturo Azuela, entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando un filósofo se le puso un tanto cavernícola: “¡Tanto Foucault para esto!”
Permítanme dejar de lado la ironía para expresar del modo más llano posible mi sensación de que no es sólo el Comité Invisible de Jaltenco el que al apelar a la idea de una obra instrumental, eficaz, pedagógica y ligada con las luchas anticapitalistas se despeña hacia la regresión estético-política. Cada vez con mayor frecuencia escucho argumentos, a veces entre jóvenes artistas, que esperan dar con la hechicería que les permita producir una obra de arte eficaz. La confusión no es sólo local: una multitud de frentes, en seminarios y debates remotos o presenciales, lo mismo que en las pseudoclínicas tropicales de Kassel, o la búsqueda de un “arte útil” en la última Bienal de Berlín, la hipótesis de un arte-herramienta ha venido apareciendo como una tendencia incontenible. Una norma de esas excitativas es la desmemoria sobre la historia de las teorizaciones previas sobre arte y política, lo que abre paso a redescubrir no el mediterráneo, pero sí a Siberia. Lo característico es que esas demandas formales ya no se articulam con una supuesta o real movilización, o con un régimen que pretende erigirse como el representante de la revolución mundial.
Este reflujo de la “estética del compromiso” es un reclamo que no puede ejemplificar en ninguna obra concreta su modelo de “arte político”, sino que se expresa en el rechazo universal de toda obra de arte que encuentra a su paso. Tampoco puede explicitar la forma en que esas obras se articulan con un movimiento social particular: se plantea, siempre, en el horizonte de una revolución final contra el estado, la mercancía y el capitalismo en su conjunto. Este “arte comprometido”, exiliado y desempleado, característicamente abstracto, aparece más como producto de un campo discursivo hecho de la demagogia de asertos que, ciertamente, acompañan una gran cantidad de obras contemporáneas, y la desesperación que acomete a quienes desde la llamada izquierda, quisieramos imaginar alternativas a una hegemonía social aparentemente dificil de desestabilizar.
Es muy distinto examinar el modo en que una práctica u otra alojan o prometen una cierta posibilidad de emancipación o crítica, que establecer (o resucitar) un modelo definitivo de arte político en ausencia de todos los factores que, en otro momento, aunque sea de modo finalmente cómplice y errado, hacían ese aserto política o estéticamente plausible. Hay un elemento melancólico en ver un impulso tan generalizado por encontrar obras militantes y afiliadas, prácticas y útiles, cuando no hay causa o proyecto al que sujetar ese reclutamiento. Tenemos, pues, una proliferación de revueltas invisibles, comités hipotéticos, compromisos fantasmagóricos, utopías sin imaginación, luchas ficción y críticos anónimos, en lugar de operaciones que tiene su curso abiertamente en la escena pública, con efectos y riesgos para los participantes. Lo único sólido en estas operetas  vaporosas es el discurso de quienes siguen empecinados en verse como exteriores, opuestos, antagónicos a una estructura de poder que, a falta de alguna práctica concreta para modificarla, compulsarla o desafiarla, aparece cada vez más fantasiosa y omnipotente. Este es el estatuto de una rebelión que regula la práctica cultural desde demandas que nada tienen que ver con la obra de arte disponible, ni con las confrontaciones históricas, sino que se imagina sitiada frente a castillos de arena.
Por cierto, tengo entendido que la etimología de Jaltenco es, precisamente,  “Lugar en la orilla de la Arena”. Creo que va siendo hora de salir de la trinchera y sacudir un poco los anteojos.

Abrazos de aire

Cuauhtémoc Medina




[1] Me contuve, por ejemplo, en diciembre de 2010, cuando un tanto magisterialmente ustedes pretendieron reprocharme usar el concepto de “subalternos” porque, según ustedes afirmaron, "la 'subalternidad' es un término específico a los estudios post-coloniales.” (Comité Invisible Jaltenco, “Liberalismo Apocalíptico y Arte después del poetismo neo-con”, 14 de diciembre del 2010, en: http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2010_12_01_archive.html) En un medio donde todo mundo se siente al día en teoría porque consume  importaciones de la marca  Semiotext(e), parece que remontarse  en la historia del pensamiento más allá de 2001 se ha vuelto una hazaña. Espero me perdonen si aprovecho esta ocasión para recordarles que “grupos sociales subalternos” es un concepto acuñado desde la cárcel en los años 30 del siglo pasado por Antonio Gramsci para referir a los dominados en general, cuya historia fragmentada e inarticulada planteaba un muy difícil rescate. (Ver: Antonio Gramsci,Cuadernos de la cárcel. Tomo 6, Ed. Crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones ERA, 2000, p. 173 ss.) El uso que la subalternidad tiene en los estudios postcoloniales tiene su origen, claro, en un dialogo con ese texto.
[2]  Mariana Aguirre, “Interview with critic, curator and art historian Cuauhtémoc Medina”, Agosto 3, 2012, en Art21 blog.  Primera parte; http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/; Segunda parte: http://blog.art21.org/2012/08/07/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-2/

[3] Comité Invisible Jaltenco, “El papel cultural y politico del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina”, Octubre 11 2012. http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2012/10/el-papel-cultural-y-politico-del-arte.html
[4] En el original, el texto en inglés dice: “... contemporary art has for the moment a major role in defining what a politically informed cultural practice can be” Mariana Aguirre, “Interview with…, Parte 1.  http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/  En la traducción que aquí pongo las cursivas son mías (CM)
[5] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado. Las cursivas son mías, CM.
[6] La cita original dice a la letra: “the government and the presidency got rid of the symbolic pressure of intellectuals. They have effectively dismissed the role of the intelligentsia, they don’t try to co-opt dissidents.”
[7] Las cursivas son mías, CM
[8] “(...) the field of culture in Mexico is no longer as immediately enmeshed in questioning the political structure as it used to be, but people expect culture to have an important political role in society.”
[9] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado.
[10] Sin entrar en lo que sería, finalmente, una cuestión muy técnica, debo confesar que esto pudiera formularse como una reescritura de la argumentación de Theodor Adorno que, tomando el concepto de Leibiniz, ve a la obra como “mónada sin ventanas” pero en una fase artística donde los materiales ya no están “espiritualizados”. Cfr: Theodor W. Adorno, Teoria Estética,  trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 65.
[11] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citada.
[12] Andrei Zhdanov, “El papel del partido en el dominio de la literatura”, en: Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo,  México, Ediciones ERA, 1970, p. 398.

1 comentario:

  1. Hola amigos/camaradas, no estaba al tanto de esta polémica, leo esta respuesta por el momento, y antes de avanzar en el origen de los articulos, quería comentarles que discuten cosas que me preocupan como a ustedes, como artista que intenta encontrar un lugar posible desde donde producir arte y a la vez intervenir políticamente en el mundo donde nos toca operar.
    Yo la respuesta que encontré fue la de tratar a los instrumentos políticos como obras de arte. Es decir tomar el panfleto, el periódico, el poster, la bandera, etc. como soportes de un despliegue artístico, es decir que invertí la formula: "una política al servicio del arte". Esto en el sentido de los desplazamientos filosóficos que podrían desarrollarse como para combatir mas efectivamente al capitalismo o al menos hacerle algun daño.
    Del otro lado, con frecuencia los colectivos a los que yo ofrecía mi apoyo, (sindicatos, asambleas, movimientos piqueteros, etc.), desaprobaban ciertas obras... que me quedaba sin hacer por la decisión "democrática" de una mayoría. Eso me llevó a producir por mi cuenta descubrir que el arte es una actividad única, específica, que cuando no puede operar colectivamente, puede hacerlo de forma individual.
    Un abrazo
    Magdalena desde Argentina
    http://orquestarojasepresenta.blogspot.com.ar/

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