viernes, 30 de noviembre de 2012

Sobre públicos imaginarios o ¿No hay mas ruta que la invisible?

Respuesta de Pablo Helguera a la reseña de su exposición Quodlibet (Bellas Artes, 2012)




Estimado Comité Jaltenco,

      Les agradezco sinceramente que se hayan ocupado críticamente de mi exposición Quodlibet, presentada este año en el Palacio de Bellas Artes (pocos lo hicieron). Desafortunadamente para mí, que no estoy inscrito a su blog, no me enteré de la existencia de su reseña sino hasta ahora. He decidido sin embargo romper con dos reglas no escritas (entre muchas otras) en el manual de etiqueta del arte, al que, como bien saben ustedes, soy aficionado: una es que un artista no debe responder a una crítica de su obra y la otra es que mucho menos debe responder meses después de que esta haya sido escrita y cuando la exposición ya ha pasado a la amnesia colectiva.
      Decido responder más que nada porque a eso me invita la naturaleza de su invisibilidad, que rompe ya de entrada con las convenciones mismas de la crítica, y porque considero que es importante cuestionar no su poca simpatía por mi obra (lo cual lamento pero acepto) sino su ortodoxa interpretación de las ideas que subyacen en este proyecto y en las prácticas artísticas actuales con las que encuentra afinidad. Lo hago porque en sus argumentos se revelan obstinaciones teóricas caducas que subsisten no sólo en México sino en Latinoamérica, y esta me parece una oportunidad importante para confrontarlas de una vez por todas.
      Comenzaré por decir que comparto plenamente con ustedes la desilusión de presenciar una y otra vez la complicidad del mundo del arte con el aparato neoliberal; coincido en que el mercado del arte es quizá el peor ámbito para ejecutar la crítica o producir un cambio social, y en que muchas obras que se autoadjudican el carácter de obras políticas o de interacción social no tienden a ser sino ejercicios vacíos, autocomplacientes, que posiblemente satisfacen una cierta culpabilidad burguesa tanto del artista como del coleccionista. Creo que es importante, desde el ámbito del quehacer artístico, la curaduría y la crítica, provocar acción, diálogo y reflexión en torno a estos temas, pero sobre todo trascender estos temas y proponer nuevos modelos de producción.
            Sucede, sin embargo, que sus ataques enmascarados con invisibilidad y el tipo de retórica teórica que ustedes enarbolan sufren de tres grandes problemas. El primero es el de atarse a una serie de valores abstractos (como lo es su Comité) que no pueden ser satisfechos de ninguna manera. Imaginan en el mundo del arte un público omnisciente, adentrado en los recovecos del post-estructuralismo, infiltrado en los debates internos de October y Semiotext(e), produciendo y debatiendo obras fuera de cualquier vínculo institucional y que ha sido ya eficientemente iluminado y emancipado.
      Este hipotético “público” y el ambiente socioeconómico y cultural en el que supuestamente vive, siento decirlo, no existen, ni en México ni en ningún otro lugar. Este es quizá un síndrome de aquellos que están demasiado —y acríticamente— empapados por la teoría francesa: que en el momento en que comenzamos a exigir una verdad absoluta a cada obra, en el momento en que queremos instrumentalizarla para servir a una serie de metas igualmente abstractas, todo se torna una pila de invocaciones tanto inalcanzables como inarticulables. En otras palabras, si no somos capaces de articular lo que es la “verdad” o la “justicia”, lo que tenemos que hacer entonces es enfocarnos en los casos concretos de lo que consideramos verdadero o justo y producir conocimiento en base a ello; no tiene mucho sentido perder el tiempo en definir lo que hasta ahora ha sido indefinible1.
            Esta es una de las razones, creo, por las cuales al Comité se le dificulta tanto ofrecer ejemplos de artistas trabajando de la manera que les satisface. Es también, creo, la razón por la cual no pueden desenmascararse. Y es, concuerdo con Cuauhtémoc Medina en este punto, la razón por la cual la retórica de Jaltenco, en su extremo racionalismo, comienza asemejarse al estado totalitario.
            Pero el peor efecto de esta obsesión con las categorías abstractas es la percepción que ustedes tienen del público en México. Al hablar del público del Palacio de Bellas Artes, citan el estudio de Néstor García Canclini de 2004 en que efectivamente describe el carácter intimidante del recinto, sugiriendo que es un espacio restringido a las élites. La cita no reconoce, sin embargo, el hecho de que el Palacio es a la vez el recinto museístico más visitado en México. En el periodo en que se presentó Quodlibet también estuvo la exposición de Fernando Botero, la cual rompió récords de asistencia. Las familias que asistieron al Palacio en esos días obviamente no estaban conformadas por teóricos ni mucho menos iban a ver Quodlibet sino a las mujeres gordas retratadas por Botero. Sin embargo, quiéranlo o no, ahí estaba esa muestra y muchos de ellos la vieron. Con ese hecho en mente, el proyecto incluyó una serie de visitas guiadas tituladas “El palacio perdido”, con las que se le daba a esos espectadores la oportunidad de visitar secciones del Palacio que nunca habían permitido el acceso al público (el área de vestuario, la sala de maquillaje, la parte trasera del escenario). De acuerdo con la evaluación objetiva que se hizo, las visitas guiadas fueron muy bien recibidas, cumpliendo una de las metas principales de la exposición, entender mejor la historia de ese espacio.
      El tipo de obra que me acusan de practicar —obra kitsch, condescendiente y cursi (supongo que ni siquiera puedo aspirar al kitsch y a la cursilería de Botero)— sugiere que lo que el Comité exige son obras que se liberen de toda referencia emocional para mejor vincularse racionalmente con ese público utópico que imaginan. Tampoco es de sorprenderse, por supuesto, que al Comité le irrite la presencia del retrato en video de Rafael Galicia, el empleado más antiguo de Bellas Artes, en la exposición: para el Comité, cualquier concreción visible y humana rompe con su interpretación del Palacio como símbolo oscuro del Estado opresor —mientras que por otra parte la opacidad política de la obra Ave Paria y el hecho de que no haya insultos explícitos a Felipe Calderón en las paredes de la sala denota, supuestamente, mi directa colaboración con el régimen para que me den un velorio en Bellas Artes (aunque creo que para ello me tendría que haber muerto en el sexenio que acaba de terminar: lamento no haberme apresurado).
        El segundo problema que encuentro en su postura es lo que aparenta ser un rechazo categórico a la práctica simbólica del arte. Para no agotar al lector, mencionaré solo dos de las varias razones por las cuales esta postura no es viable en el mundo real. La primera es un argumento ético: en el momento en que uno adopta la idea de que el arte “debe” de ser esto o aquello y condena las obras que no cumplen con equis exigencia moral, uno entra en un territorio pantanoso sin límites, pues no hay manera de trazar una línea definitiva donde supuestamente termina el arte “de verdad”. En su caso, trazan la frontera ética en lo que ustedes definen como un arte “hecho políticamente”, como dice Godard, y todo lo que queda fuera no es digno de considerarse. Tal definición es de nuevo imprecisa y, como cualquier otra dentro de este territorio, al final resulta inoperante: para el observador, el hecho es que el arte continúa siendo hecho en el mundo, de todas formas y estilos. Segundo, para abordar de manera crítica el arte de tipo social, no es necesario descartar toda actividad que no sea explícitamente de intervención social tipo Occupy. En textos anteriores2 he argumentado que, en vez de establecer parámetros externos para validar una obra de interacción social, uno tiene que enfocarse en las declaraciones explícitas que esta hace. Si la obra no cumple objetivamente el propósito que se ha impuesto, no se le puede dar el crédito de tener una acción o agencia real—continúa existiendo en el territorio de lo simbólico. Pero esto no implica descartar por completo toda obra que exista en el territorio de lo simbólico —obra que, dicho sea de paso, puede estar “hecha políticamente”: una sola caricatura de Muhammad puede engendrar manifestaciones y violencia. (Dicho esto, Quodlibet nunca declaró ser una “crítica” al muralismo, como ustedes mencionan: su enfoque tiene que ver con el presente y nuestra relación con los recintos y legados culturales creados por aquella generación).
          Me parece particularmente paradójico haber sido colocado, de pronto, dentro del territorio de los artistas que supuestamente “conspiran” con el Estado para producir arte que satisfaga su agenda neoliberal, panista, calderonista, priísta o lo que sea. Los proyectos principales que he realizado en la última década, y que el Comité convenientemente olvidó, tienen que ver directamente con el activismo y la formación de iniciativas autosustentables que no están directamente vinculadas a una institución: entre otros, el Instituto de la telenovela (2002-04), La Escuela panamericana del desasosiego (2003-2011), El Club de Protesta (2011), The Dictator Game (2012) y Aelia Media (2011-), este último una estación de radio en Bologna creada en colaboración con artistas y activistas locales y que aborda tanto problemáticas locales como el legado del movimiento estudiantil del 77 en Bologna. Estos proyectos han sido resultado de una larga reflexión sobre lo institucional, que he tratado de promover en México desde finales de los 90. En esos años me exasperaba que en México hubiera tan poco interés en debatir la relación entre las prácticas artísticas locales y las instituciones, debate que yo creía necesario porque veía exposiciones y proyectos que empleaban esa retórica de forma acrítica, ingenua o simplemente mimética. De ahí que organizara una serie de encuentros teóricos en México que intentaron problematizar esa relación, primordialmente en torno al museo (que a fin de cuentas, en el arte de esas décadas, era prácticamente sinónimo de institución). El primero fue Lo ficticio dentro y fuera del museo (1999, Museo Carrillo Gil); el segundo, El museo como medio (2002, Centro Nacional de las Artes), al que asistieron Fred Wilson y Andrea Fraser, entre otros. Ya desde ese momento tratamos el tema de la crisis de la retórica subyacente en la crítica institucional. En el SITAC que organicé en 2005, y al que asistieron, entre otros, Hans Haacke y Marina Abramovic, se volvió a tratar esa relación. A lo largo de esos encuentros surgió la noción de que la retórica vinculada a aquellos momentos de pleno posmodernismo no podía entender el momento presente sin adquirir cierta distancia. Hoy, por otra parte, no se puede pretender que los museos ya no existen y que sólo se debe operar desde fuera de ellos. Resulta que esa actitud facilita que los Boteros del mundo del arte continúen ocupando esos recintos.
      En el caso de Quodlibet, el medio para establecer un diálogo sustentable con el público (tanto con los visitantes como con los muchos empleados del Palacio, que ayudaron activamente a elaborar esta muestra) el vehículo lógico era del de una exposición y no, como en proyectos anteriores, una escuela portátil, una estación de radio o una escuela de música.
          Finalmente, la tercera enfermedad de la que, creo, su Comité ha sido presa, y a la que ya he aludido, es la parálisis que les ocasiona su lealtad a ideas que, si bien muchos compartimos en espíritu, no ofrecen vías concretas de operación, ni dentro ni fuera del arte. Esta fue, en parte, la razón del aparente fracaso del movimiento Occupy —aunque se puede argumentar que, si bien Zuccotti Park fue evacuado, varios grupos que emergieron de aquellos debates han adoptado una estrategia de acción propositiva que está generando nuevos modelos y nuevas maneras de diálogo. Ese podría ser el caso, creo yo, del blog de ustedes, que puede tener el mismo potencial y generar diálogos que promuevan nuevas alternativas. Pero esto solo puede ocurrir si abandonan ese dogmatismo paralizante, sordo y particularmente nocivo para el medio cultural mexicano, donde es muy fácil estimular la sospecha, el rencor, el pesimismo y, sobre todo, las teorías de la conspiración.

Finalmente, creo que si en algo estamos todos de acuerdo es que lo que falta en México es transparencia —y esta comienza con dar la cara.


Abrazos,

Pablo Helguera


1 Ver Richard Rorty y Pascal Engel, What’s the Use of Truth? Columbia University Press, 2007.
2 Education for Socially Engaged Art (2011), Jorge Pinto Books, New York.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Camaradas ocultistas, escondidos, opacados (respuesta al CIJ de Cuauhtémoc Medina)



He tenido en varias ocasiones el curioso privilegio de ser objeto de sus combativos comentarios. Por espíritu deportivo — el gozo de estar entre posiciones encontradas— no sentí necesidad de responderles.[1]. Su reciente reacción a la entrevista que Mariana Aguirre me aplicó par ael blog de Art21 [2]  la  forma sistemáticamente inexacta en que me citan y traducen no era algo ya tan fácil de pasar por alto. Además está la ventaja de que sus argumentos son propicios para advertir a colegas y lectores acerca de las simplificaciones que ocurren si uno se deja impregnar por la tendencia de soñar con el regreso de un “arte político”. Espero no se sientan del todo mal empleados. 
Con todo, me parecde que ustedes exageran al decir que yo los  “descarto“ por centrar todas sus críticas monótonamente en el temario de lo neliberal . Ciertamente, es de llamar la atención que su repertorio argumental siempre arribe a la misma conclusion, no importa qué objeto, exhibición o idea ustedes comenten. Mi alusión al Comité estaba más centrada en excitarlos a salir del closet. Sigo pensando que hay algo un tanto abusivo y fuera de sitio en el uso que ustedes hacen de su “invisibilidad”. Escondere no aparece para Jaltenco como una necesidad táctica, orientada a protegerse frente a una amenaza represiva. La invisibilidad es, por el contrario, en su caso, una estilización y un adorno que traza  una identificación no del todo crítica con el grupo de los Nueve de Tarmac en Francia. Ustedes atacan, peroran y agitan sin consecuencia. Los demás arriesgamos, al menos, el nombre y la viabilidad de los proyectos que llevamos a cabo. Yo prefiero seguir pensando que el uso de la clandestinidad debe  reservarse a los casos que políticamente la ameritan.
1. Traduttore, traditore...
En su último comunicado, ustedes han denunciado como “problemático” el modo en que discurro sobre el estatuto político de la cultura y el arte contemporaneo[3]. Les resulta incómodo que alguien escriba o hable acerca del carácter paradójico de los fenómenos culturales, en lugar de dar recetas. De hecho, el deseo de que los textos y las obras provean directivas de pensamiento y acción es algo que se expresa hasta en sus errores de traducción.
En la  entrevista de Mariana Aguirre   hay un punto en que sugiero que   “el arte contemporáneo tiene este momento un rol destacado  en definir qué puede ser  la práctica cultural políticamente informada”.[4]  Es divertido constatar cómo el inconsciente les gana cuando ustedes traducen la frase transformado lo que tiene de descripción en prescripción: 
...el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada”. [5]
Ese corrimiento del “puede” al “debe ser” no es cuestión menor.  Pero antes de ocuparnos de sus implicaciones permítanme llamar la atención sobre otro punto donde su aparato de citas es, por así decirlo, seductóramente creativo.  En la entrevista ya mencionada planteo que hay un giro muy significativo en la relación entre intelectuales y poder en México. En el antiguo régimen la clase intelectual era cooptada pues servía como grupo de presión: ser escuchada y eventualmente reclutada por el aparato de poder, era prueba de la importancia de su particpación en ese campo de las fuerzas políticas.  En cambio, desde la llamada “transición democrática”, me parece evidente que “el gobierno y la presidencia se han sacudido de la presión simbólica de los intelectuales” [6]  al punto que sus críticas no tienen efectos ni siquiera en el curriculum del gabinete: el terrible costo que tuvo para José Ángeles Córdoba Villalobos, ex-secretario de salud, al recomendar a la clase política leer El Principito  de Maquiavelo fue ser nombrado Secretario de Educación Pública.
Al citarme, sin embargo, ustedes introducen el hermoso acto fallido de una denegación, para hacerme decir exactamente lo contrario: “el PAN: ‘no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales’, sino que les permite amplia libertad de expresión”.[7]  Ese “no” que ustedes añaden a mis palabras es un hermoso portal por el que entra toda una maraña de distorsiones.
Pensando en el estallido del movimiento estudiantil en mayo pasado, y la movilización que le siguió, yo arguía que el desprecio del poder político por la clase intelectual contrastaba con la forma en que aspectos de orden cultural, como el cuestionamiento del  analfabetismo de Peña Nieto, habían tensado a la sociedad y provocado disenso. De ahí sacaba por conclusión que los ciudadanos esperan que la cultura tenga en esta república un papel político más allá de la caducidad del intelectual crítico.[8] Nuevamente, torciendo la lectura, ustedes me hacen decir que “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel político importante en la sociedad”. La  frase puesta entre paréntesis no solo no es mía, sino que no encaja en el texto ni gramaticalmente.   Que la sociedad atribuya a la cultura un valor político decisivo no significa que el arte contemporáneo vendrá a sustiuir a los intelectuales públicos, sino  en cuestiones tan trascendentales como la exigencia de revisar la función de la televisión en la construcción del poder local y la diferenciación de clase informática que hoy por hoy divide a los votantes en quienes obtienen su información de la tele y por otros medios. Esos temas tienen en México un efecto politizador. Al Comité, sospecho, no le parecen suficientemente “políticos”.
Mientras, si quieren pedestremente, intentaba hacer un balance sobre los juegos entre cultura, estado y ciudadanos, poniendo el  acento en sugerir  desplazamientos, mediaciones, vacíos y discontinuidades, en la versión del Comité de Jaltenco se me hace aparecer declarando al arte contemporáneo la plataforma discursiva y política de la nación. Esos actos de ventriloquismo no son del todo disculpables. Pero lo tendencioso del análisis del CIJ encierra una cuestión de mucha más trascendencia: implica en cada momento la noción anacrónica de “arte político” que el supuesto colectivo pretende defender.  
           
2.  En defensa del artefacto
No los acuso, camaradas, de hacer esas tropelías textuales por perversidad. Así como el lenguaje tiene la expresión por demás graciosa de que alguién “quiso decir” algo, uno podría decir que en sus interpretaciones hay un “querer leer” sobrfe un asunto que los hace ya no invisibles sino ciegos.    A saber, la idea de que todos deben entender a la obra de arte, o la cultura, como proveedora de recetas,  herramientas, vehículos de persuación o, en términos generrales, de toda clase de instrumentos.
En mis declaraciones a Aguirre, hice todo lo posible por no caer ni por error en la expresión gastada y contraproducente de “arte político.” Esa, les adelanto, es una categoría que plantea, a mi entender, la visión reaccionaria que ve en la obra de  arte un aparato comunicativo, que  porta (la mayor de las veces muy imperfectamente) alguna clase de mensaje o contenido. Ustedes me implican en ese dispositivo ajeno, al hacer la siguiente pregunta retórica:
Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de artistas y curadores?[9]
¡Por supuesto que no! Si aventuré la noción de un arte “informado políticamente” fue para implicar una elaboración muy distinta que, naturalmente, no elaboré en lo que era sólo una entrevista periodística. La expresión de un “arte informado políticamente” asume que es la obra de arte la que puede estar “informada”, de modo que en su poética, materiales y operación se haga cargo, introduzca y/o atraiga, tensiones, conflictos, dilemas y posibilidades políticas provenientes de un lugar y momento concretos. 
Conviene aquí desplegar más a fonodo el concepto. En un momento en que la obra de arte contiene, con una enorme frecuencia, procedimientos de montaje, apropiación, intervención y mimetismo con “lo real”, esto debe ser fácilmente interpretado en términos de concebir que las obras portan material y alegóricamente trozos de “realidad” por más falsificada o ideologizada que parezca. Como las obras de arte son “creaciones” de un autor, sino operaciones con signos, imágenes, estructuras sociales, materiales y formas de pensamiento preexistenets que el artista extrae de la sociedad, la historia y la política que lo circunda, esos “materiales” (en el sentido más amplio del término) aparecen introducas a la obra como su “información”. Son el momento social y colectivo que ingresa a la obra, independientemente de las condiciones de su factura.
Nada en mi argumentación permite pensar que esa “información” deba pasar por la cabeza del artista. Es empíricamente comprobable que el artista incluye en su obra fragmentos o prácticas que él o ella misma no puede articular verbal o intelectualmente. En última instancia, eso significa que las obras de arte sean, antes que construcciones semióticas, artefactos. El “cómo y de qué están hechas” es su contenido, y no la voluntad o intención del supuesto autor que no se inscribe ni siquiera en la superficie de ese aparato.
No es ocioso, por consiguiente, que quienes observamos, criticamos o pensamos esas obras ocupemos tanto tiempo en reflexionar sobre los ingredientes y los métodos que integran, por así decirlo, la base de la sopa. Los elementos tomados, desviados, transformados, e incluidos en la obra de arte son trozos de realidad social; los procedimientos, formas alegóricas, o transformaciones que esos fragmentos sufren, son responsables de transformar esa “información” en seres que son ya en todos los casos agentes sociales.[10] Apunto, por si acaso, que en el proceso de ese “bricolage” no hay nada estrictamente animista. La producción de un objeto, una situación, o una acción produce un agente que luego actúa, es el blanco de la reflexión, y afecta la pobre subjetividad del autor y de su receptor. En esa medida, espero, es que seguimos viendo a las obras de arte implicadas en la sociedad y la cultura y sin embargo desbordándola.
  En efecto, que la obra sea la que esté “informada” la estatuye como un aparato, un agente o una máquina de significado e implicaciones, con la que el público se ve enfrentado crítica, sensible y culturalmente. Hay aquí planteadas una serie de mediaciones y modificaciones que, afortunadamente, garantizan que el proceso no tenga nada que ver con enviar un email, un telegrama o expresar opiniones o convicciones.  Aclaro que lo que aquí despliego no sorprenderá a nadie que esté involucrado en la producción o reflexión artística. Si una entrevista no era lugar para sacar a la luz todas esas implicaciones, esta fenomenología donde la obra puede estar informada debe ser enteramente aproblemático a muchos de los lectores.  Con  excepción de aquellos que por motivos muy concretos quieren seguir viendo las obras como meros vehículos de un mensaje.
3. La ingeniería del espíritu.
Es en este punto que los (o el) amigo(s) del Comité se enredan en plantearnos una hipótesis tan inverosímil como escandalosa: una teoría institucional de la conspiración neoliberal.
Según ellos la UNESCO, dominada por una ideología neoliberal, ha definido a la cultura como un “derecho humano”. Esa directiva neoliberal se traduce en una cadena de comandos de política cultural que sin pérdida de información por entropía, malentendido, o interferencias, se aplica en México como política cultural pública. El comando de la UNESCO es, según Jaltenco, el motivo por el cual la política cultural del gobierno de Calderón entrega los museos a los patronatos de los ricos para difundir una ideología de “libre expresión” individual.  Si usted, colega o lector, sumergido en la sucia práctica, tiene la impresión de que los ordenamientos de UNESCO son letra muerta, que el gobierno panista dista de tener una política cultural más o menos coherente, o que los gestores culturales batallan en torno a las decisiones sobre qué clase de cultura producen, se equivoca. Según Jaltenco la correa del mecanismo es eficientísima y, en ese sentido, maquinaria torpes y humeantes como CONACULTA son  perfectas. El resultado final, por insultante que resulta a los agentes culturales de todo tipo, es que según Jaltenco los programas de las instituciones culturales las deciden los patronatos, aplicando la política del gobierno, que es a su vez, la política neoliberal que la UNESCO impone alrededor del mundo. Esto es lo que Jaltenco opone a mi intento u otros de describir una serie de articulaciones y diferendos batallando en el seno de una institucionalidad cambiante:
Argumentamos que la supuesta relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.[11]

 No hay en ese relato espacio de disidencia o resistencia, tampoco para la reflexión, ni los tricksters, las fallas o el balbuceo. Las diferencias de concepción de estas instituciones, las batallas entre diversas versiones de obra de arte, la disidencia frente a ciertas tácticas culturales, e incluso la rebatinga por capital simbólico y dinero, todas esas fracturas son expresiones de la misma libertad vacía que la UNESCO ha dictado centralmente. Todo, según Jaltenco, es la aplicación de un marco normativo de libertad falsificado impuesto ni más ni menos que desde París, la capital cultural del capitalismo cognitivo del siglo XXI.
Cuando uno está por perder toda esperanza de encontrar alguna clase de oportunidad para alguna política en un mecanismo de relojería tan perfecto, el Comité saca de alguna de sus invisibles cuevas en Jaltenco una solución mágica, si bien un tanto vetusta: la estética del compromiso. Aclaro al lector que las cursivas son todas mías:
Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el  trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
Como pueden apreciar, la única libertad que Jaltenco parece valorar es la que provee na  directiva “pedagógica” y “visionaria” que, por medio del artista, debe llevar a la acción colectiva. El enemigo, en sus propias palabras, son “las fuerzas democráticas” encarnadas ni más ni menos que por ¡el capital monopolista! Me rindo: debo coincidir con el Comité en pensar que las obras de arte actuales tienden a ser un tanto cuanto reacias a tener esa “claridad visionaria” e “interés pedagógico”. Lamento constantar que los argumentos que el Comité ha venido emitiendo por tres años están presididos por una visión tan estrecha del campo cultural, donde cualquier significado cultural, de relaciones sociales, implicaciones económicas o sentido poético, deben ser subordinados al momento epifánico de la movilización. Tenemos aquí una visión de militancia y subordinación de la obra de arte al dictado político de viejo cuño.
Por un lado, prevalece en todo esto una notable ingenuidad. Si los dictados comunicativos ordinarios en el seno de los partidos o la moral son incapacies de movilizar a la gente con similar eficacia, pedir a las pobres obras de arte tamaña persuasión es, por lo menos, una quimera. La conclusión lógica es abandonar desde ya todo este aparato podrido, y dedicarnos a producir propaganda. Pero, me temo, los sujetos suelen ser mucho más complicados que este animal pavloviano que el CIJ proyecta.
No me escapa el que la aparición del patronazgo privado implica en México, como en otras partes del mundo, una nueva estructura de poder en torno a la producción cultural, y una serie de medios de control político en extremo poderosos. Pero no siento que esa transición deba resolverse en pensar nostálgicamente la subordinación del aparato cultural a la presidencia. Si pensar políticamente implica buscar opciones. Estamos, en efecto, ante una situación nueva: la normalización neoliberal del poder cultural nos enfrenta ahora no con una versión degradada de una polìtica cultural dictada por los ministerios, sino con un campo de tensiones y fricciones con el poder económico y la mercantilización de la cultura. Un aparato donde se conjuga el poder económico y el del deseo de espectáculos de masas, donde la representación nacional opera ahora como mercancia y medio de atracción de capitales, puede ser un campo de intervención politizada, donde uno aspiraría a que en el esquema de economía mixta del aparato cultural artistas y agentes pudieran hacer intervenir la disidencia y conflicto, incluso para defender el carácter público y profesional del aparato cultural de la voluntad tiránica que a veces expresan los “patrones”, como se ha visto recientemente de modo más que ilustrativo en el caso del Museo Tamayo o de la colección Blastein.
Aun así, la forma en que el Comité ha decidido hacer pública su nostalgia por un “arte comprometido” que señale a la gente la dirección de la lucha con un  valor “pedagógico,” es un giro argumental que, honestamente, me ha descolocado. Según Jaltenco, sus crítica al neoliberalismo hace eco de las teorizaciones de autores como Franco Berardi o Slavoj Zizek. Esos autores, suelen tener versiones de la operatividad de la ideología y la hegemonía que no dependen de que la estructura social sea una cadena de comandos conscientes y serviles. Un elemento que comparten los argumentos sobre la hegemonía es saber que carácter central de la cultura estriba en definir el sentido común que, luego, funda el consenso, lo que abarca no sólo los temarios “políticos”, sino el conjunto de las creencias e ideas, y los modos de relación entre sujetos. En ese contexto, la visión de una obra de arte como vehículo de pedagogía agitacional no tiene mucho sentido. Ingenuamente yo creí que era juzgado por una fracción de los operarios italianos que, cuando salía de su invisibilidad, se planteaba tácticas neo-espinozistas de orden afectivista en relación a la fuga política de la multitud. Me he dado de bruces con una reedición no del todo puesta al día de las prédicas realistas-socialistas.
La exigencia de Jaltenco de producir  obras-directivas basadas en una transmisión pedagógica del compromiso político, tiene más que ver con las diatribas de Zhdanov y Stalin en el sentido de concebir a los escritores como “ingenieros de almas” a quienes  tocaba la  responsabilidad de la educación del pueblo y la juventud.[12] Como alguna vez exclamó el escritor Arturo Azuela, entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando un filósofo se le puso un tanto cavernícola: “¡Tanto Foucault para esto!”
Permítanme dejar de lado la ironía para expresar del modo más llano posible mi sensación de que no es sólo el Comité Invisible de Jaltenco el que al apelar a la idea de una obra instrumental, eficaz, pedagógica y ligada con las luchas anticapitalistas se despeña hacia la regresión estético-política. Cada vez con mayor frecuencia escucho argumentos, a veces entre jóvenes artistas, que esperan dar con la hechicería que les permita producir una obra de arte eficaz. La confusión no es sólo local: una multitud de frentes, en seminarios y debates remotos o presenciales, lo mismo que en las pseudoclínicas tropicales de Kassel, o la búsqueda de un “arte útil” en la última Bienal de Berlín, la hipótesis de un arte-herramienta ha venido apareciendo como una tendencia incontenible. Una norma de esas excitativas es la desmemoria sobre la historia de las teorizaciones previas sobre arte y política, lo que abre paso a redescubrir no el mediterráneo, pero sí a Siberia. Lo característico es que esas demandas formales ya no se articulam con una supuesta o real movilización, o con un régimen que pretende erigirse como el representante de la revolución mundial.
Este reflujo de la “estética del compromiso” es un reclamo que no puede ejemplificar en ninguna obra concreta su modelo de “arte político”, sino que se expresa en el rechazo universal de toda obra de arte que encuentra a su paso. Tampoco puede explicitar la forma en que esas obras se articulan con un movimiento social particular: se plantea, siempre, en el horizonte de una revolución final contra el estado, la mercancía y el capitalismo en su conjunto. Este “arte comprometido”, exiliado y desempleado, característicamente abstracto, aparece más como producto de un campo discursivo hecho de la demagogia de asertos que, ciertamente, acompañan una gran cantidad de obras contemporáneas, y la desesperación que acomete a quienes desde la llamada izquierda, quisieramos imaginar alternativas a una hegemonía social aparentemente dificil de desestabilizar.
Es muy distinto examinar el modo en que una práctica u otra alojan o prometen una cierta posibilidad de emancipación o crítica, que establecer (o resucitar) un modelo definitivo de arte político en ausencia de todos los factores que, en otro momento, aunque sea de modo finalmente cómplice y errado, hacían ese aserto política o estéticamente plausible. Hay un elemento melancólico en ver un impulso tan generalizado por encontrar obras militantes y afiliadas, prácticas y útiles, cuando no hay causa o proyecto al que sujetar ese reclutamiento. Tenemos, pues, una proliferación de revueltas invisibles, comités hipotéticos, compromisos fantasmagóricos, utopías sin imaginación, luchas ficción y críticos anónimos, en lugar de operaciones que tiene su curso abiertamente en la escena pública, con efectos y riesgos para los participantes. Lo único sólido en estas operetas  vaporosas es el discurso de quienes siguen empecinados en verse como exteriores, opuestos, antagónicos a una estructura de poder que, a falta de alguna práctica concreta para modificarla, compulsarla o desafiarla, aparece cada vez más fantasiosa y omnipotente. Este es el estatuto de una rebelión que regula la práctica cultural desde demandas que nada tienen que ver con la obra de arte disponible, ni con las confrontaciones históricas, sino que se imagina sitiada frente a castillos de arena.
Por cierto, tengo entendido que la etimología de Jaltenco es, precisamente,  “Lugar en la orilla de la Arena”. Creo que va siendo hora de salir de la trinchera y sacudir un poco los anteojos.

Abrazos de aire

Cuauhtémoc Medina




[1] Me contuve, por ejemplo, en diciembre de 2010, cuando un tanto magisterialmente ustedes pretendieron reprocharme usar el concepto de “subalternos” porque, según ustedes afirmaron, "la 'subalternidad' es un término específico a los estudios post-coloniales.” (Comité Invisible Jaltenco, “Liberalismo Apocalíptico y Arte después del poetismo neo-con”, 14 de diciembre del 2010, en: http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2010_12_01_archive.html) En un medio donde todo mundo se siente al día en teoría porque consume  importaciones de la marca  Semiotext(e), parece que remontarse  en la historia del pensamiento más allá de 2001 se ha vuelto una hazaña. Espero me perdonen si aprovecho esta ocasión para recordarles que “grupos sociales subalternos” es un concepto acuñado desde la cárcel en los años 30 del siglo pasado por Antonio Gramsci para referir a los dominados en general, cuya historia fragmentada e inarticulada planteaba un muy difícil rescate. (Ver: Antonio Gramsci,Cuadernos de la cárcel. Tomo 6, Ed. Crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones ERA, 2000, p. 173 ss.) El uso que la subalternidad tiene en los estudios postcoloniales tiene su origen, claro, en un dialogo con ese texto.
[2]  Mariana Aguirre, “Interview with critic, curator and art historian Cuauhtémoc Medina”, Agosto 3, 2012, en Art21 blog.  Primera parte; http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/; Segunda parte: http://blog.art21.org/2012/08/07/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-2/

[3] Comité Invisible Jaltenco, “El papel cultural y politico del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina”, Octubre 11 2012. http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2012/10/el-papel-cultural-y-politico-del-arte.html
[4] En el original, el texto en inglés dice: “... contemporary art has for the moment a major role in defining what a politically informed cultural practice can be” Mariana Aguirre, “Interview with…, Parte 1.  http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/  En la traducción que aquí pongo las cursivas son mías (CM)
[5] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado. Las cursivas son mías, CM.
[6] La cita original dice a la letra: “the government and the presidency got rid of the symbolic pressure of intellectuals. They have effectively dismissed the role of the intelligentsia, they don’t try to co-opt dissidents.”
[7] Las cursivas son mías, CM
[8] “(...) the field of culture in Mexico is no longer as immediately enmeshed in questioning the political structure as it used to be, but people expect culture to have an important political role in society.”
[9] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado.
[10] Sin entrar en lo que sería, finalmente, una cuestión muy técnica, debo confesar que esto pudiera formularse como una reescritura de la argumentación de Theodor Adorno que, tomando el concepto de Leibiniz, ve a la obra como “mónada sin ventanas” pero en una fase artística donde los materiales ya no están “espiritualizados”. Cfr: Theodor W. Adorno, Teoria Estética,  trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 65.
[11] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citada.
[12] Andrei Zhdanov, “El papel del partido en el dominio de la literatura”, en: Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo,  México, Ediciones ERA, 1970, p. 398.

jueves, 11 de octubre de 2012

El papel cultural y político del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina


En una entrevista reciente con Mariana Aguirre para Art21Blog, el crítico y curador Cuauhtémoc Medina plantea problemáticamente al arte contemporáneo como un tipo de esfera pública politizada. Según el crítico, la mejora de las instituciones museográficas, el incremento del subsidio del gobierno y la nueva tendencia de la elite de apoyar al arte contemporáneo, le han dado una visibilidad sin precedentes en la sociedad. Los productores de arte contemporáneo, argumenta Medina, son apoyados por el gobierno y por la elite a pesar de que el trabajo de muchos artistas es crítico del sistema social y económico.


Para Medina, el aspecto crítico del arte es precisamente lo que le ha dado mayor visibilidad en el campo social, al haber creado escándalos que dieron lugar a controversias y debates que llegaron a la escena pública. Además, el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada” (mis cursivas). En la misma entrevista, el crítico y curador indica la diferencia entre las políticas culturales del PRI y del PAN: mientras que el primero reprimía o co-optaba la disidencia al incorporar artistas, escritores e intelectuales a su sistema de favores, el PAN: “no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales”, sino que les permite amplia libertad de expresión. Y ello ha llevado a la paradójica tendencia de que mientras que la cultura “ha dejado de estar inmediatamente involucrada en cuestionar como antes la estructura política”, “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel político importante en la sociedad”.
En otras palabras, para Medina, el arte contemporáneo es “politizado” pero no se trata de una politización que cuestione la estructura política sino la social. Y ya que el arte contemporáneo es politizado, a su modo de ver, la cultura se ha convertido en una práctica política. Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de artistas y curadores? Además, la “libertad de expresión” garantizada por el gobierno y aplaudida por la elite y por Medina, sólo aplica al campo cultural: recordemos que México es el país más peligroso para periodistas en todo el mundo, sólo en el último sexenio, se han asesinado a más de ochenta en toda la República.
Los ejemplos de obras de arte que menciona el crítico y curador que han tenido un “papel político” importante en la sociedad, “por haber causado escándalos y controversia en la esfera pública”, son la exposición Cantos cívicos de Miguel Ventura (2008-09) en el MUAC y ¿De qué otra cosa podemos hablar?, la contribución Teresa Margolles al Pabellón mexicano en la Bienal de Venecia (2009). Lo que ambas exposiciones tienen en común es que estuvieron a punto de ser clausuradas; por parte de los directivos del MUAC, en el caso de Ventura, y por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el caso de Margolles. Y sin embargo, en ambos casos se llevaron a cabo las exposiciones ya que el menor de los males que encaraban las instituciones involucradas, fue la reacción negativa que pudieron haberle arrancado las exposiciones al público y a sus patrocinadores corporativos y estatales. Es decir, las instituciones temieron más involucrarse en un escándalo de censura en el ámbito cultural a nivel internacional que invocara al fantasma del totalitarismo, que a la reacción del público al trabajo de Ventura (que es altamente politizado por su ambigüedad discursiva) y Margolles (cuya ética de testimonio por procuración es una fórmula que no cesa de repetirse). De esta manera, el aspecto antagónico o contestatario del trabajo de los artistas fue instrumentalizado para dar cuenta de la “salud democrática” del país. Habría que considerar también que la libertad de expresión que la sociedad le confiere al arte contemporáneo es relativa y limitada, ya que Miguel Ventura fue acusado por una de las personas que aparecía en uno de los collages de Cantos cívicos que mostraban a la elite socio-económica, política y del artworld de México de una manera poco halagadora; Ventura perdió la demanda, –en lenguaje jurídico– por “abuso de libertad de expresión”. Éste es un ejemplo claro de la confusión entre Libertad y “libertad de expresión”. En nuestra democracia, el derecho a la disidencia y a la crítica social, valida (de forma incómoda) las constelaciones políticas que garantizan estos derechos (lo que Marcuse llamó “tolerancia represiva”). Mientras que por un lado el gobierno apoya el desarrollo cultural y los artistas tienen “libertad de expresión”, valida, por otro lado, su propio derecho al poder (recordemos la parte fraudulenta de la subida de Felipe Calderón y Peña Nieto al poder), a la economía de libre mercado y a la política de seguridad militarizada. Evidentemente, los que tienen libertad de expresión son los que no amenazan el status quo, ya que la verdadera disidencia es marginalizada por medio de los controles sociales pre-establecidos.
Hoy en día, la Ciudad de México es una de las mayores concentraciones de instituciones de arte en el mundo. El arte contemporáneo comenzó a ser apoyado en México a finales de los años noventa, cuando surgió La Colección Jumex. Aunado a la apertura de un espacio para exponer su colección en 2001, la Jumex empezó a apoyar a jóvenes artistas junto con proyectos, otros espacios y curadores. A la vez que la iniciativa privada, el gobierno de Vicente Fox incentivó la difusión y producción de arte y de cultura más que los sexenios Priístas que le precedieron. El modelo de administración de la cultura que comenzó a implementarse con el Foxismo, comprende a la cultura como una máquina de crear símbolos para elucidar las preguntas colectivamente, ¿qué pasa en nuestro entorno? ¿cuál es la interpretación de nuestro contexto?
Las políticas de gestión cultural se basan en prescripciones de la UNESCO, la cual dictamina que la cultura tiene un papel clave en el desarrollo económico y social de los países ya que genera empleos, atrae inversiones y genera ingresos con las industrias creativas y culturales. Bajo este modelo, la cultura es cuestión prioritaria por razones creativas, educativas, económicas y políticas e implica democratizar el acceso a los bienes culturales (reforzando los canales de difusión), fomentar la creación y capacitar profesionales en los campos de la cultura y de la comunicación.[1]
Más allá de la filantropía corporativa y del subsidio estatal para la aplicación del modelo globalizado de “gestión cultural”, con Felipe Calderón se consolidó un nuevo modelo que consiste en “dejar de pensar en términos de administración de la cultura y asumir una política pública, inscrita en el debate de la reforma de estado”.[2] La “política pública” de cultura de Calderón implica, según el especialista en economía cultural, Carlos Lara González, elaborar un nuevo “pacto sociocultural entre Estado, mercado y sociedad civil que garantice, no sólo la armonía entre la democracia y la diversidad cultural, sino un entendimiento pleno entre lo político, lo económico, lo jurídico y lo institucional”[3]. Para Lara González, el modelo de gestión cultural de Calderón busca recuperar el liderazgo que tuvo México en las políticas culturales antaño a nivel global. De igual manera, intenta insertar la “diversidad cultural” en la dinámica de los campos político, económico y social, planteando a la cultura como un elemento de unidad nacional. La relación entre cultura y política establecido por este modelo de gestión cultural comprende a la cultura como “derecho humano” para garantizar la armonía democrática por medio de la diversidad cultural. La “libertad de expresión cultural”, sirve además, para subrayar las libertades individuales en los regimenes de democracia participativa, que por principio, se oponen a los regimenes represivos (totalitarios y fascistas) del siglo XX. Al contrario que en los regimenes represivos, bajo las democracias, se tiene amplia “libertad cultural” para poder elegir una identidad propia y expresarse respetando a los demás para vivir una vida plena. Dentro de este esquema, el antagonismo y la protesta son evidencia de la libre expresión, lo que confirma que la libertad de expresión es respetada, y que se puede lograr consenso (unidad nacional) por medio del diálogo entre individuos y comunidades.
De esta manera, el arte contemporáneo juega un papel político en México sin tener injerencia ni roce con los procesos sociales reales, sin siquiera murmurar lo que está en juego en un momento tan complejo como el que vive México hoy. Hay que tomar en cuenta también que el incremento de los incentivos culturales ha ido de la mano con la crisis en la educación pública, ya que mientras más se ha invertido en cultura, el presupuesto para la educación ha sido reducido dramáticamente. Este desequilibrio constituye una rama más del aparato neoliberal de control y de exclusión, impartido por la cultura y propiciada por la falta de posibilidades de educación respectivamente. Desde este punto de vista, la afirmación de Medina de que el arte está “políticamente informado” y que por ello juega un papel político en la sociedad, equivale a la apología que hace Jorge G. Castañeda de la reciente emergencia en México de una sociedad mayoritariamente de clase media, fruto de una economía abierta y de la democracia representativa.[4]
En la misma entrevista para Art21Blog, Cuauhtémoc Medina descarta al Comité Invisible de Jaltenco por centrar su crítica al arte y a la cultura en la ideología neoliberal que les subyace. A riesgo de ensayar el mismo argumento una y otra vez, sigo la intuición de teóricos como Jonathan Nitzan y Bichler Shimson, Jodi Dean, Slavoj Zizek, Franco Berardi, para quienes efectivamente, el neoliberalismo es la ideología del libre mercado la cual afecta todos los aspectos de nuestras vidas, privadas y colectivas. Argumentamos que la supuesta relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.
Discutiblemente, el neoliberalismo implica la muerte de los “intelectuales públicos”. Escritores, artistas, museos y curadores están hoy en día sujetos a intereses y demandas del Estado, del mercado y de los patronos. El mejor ejemplo de la colusión de estas tres entidades y su injerencia en la cultura es ejemplificada por la constitución de un patronato del MUAC. Sus miembros son miembros de la elite industrial y corporativa de México y su “invitada especial”, Lulú Creel, es la representante de la casa de subastas Sortherby’s en México. El papel del patronato es aportar recursos para suplementar al presupuesto de la Universidad para realizar exposiciones y adquisiciones. Ellos deciden en qué proyectos que les proponga el museo participar, aunque supuestamente, las exposiciones las decida un “comité académico”. De allí que otra de las afirmaciones de Medina en la entrevista, que los museos son el sitio propicio para crear un espacio de crítica del arte, es altamente sospechosa.

Miembros del Patronato del MUAC, septiembre 2012

Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el  trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.



[1] Alfons Martinell, “La gestión cultural en la universidad” en Práctica artística y políticas culturales: algunas propuestas desde la universidad,  coordinada por José A. Sánchez y José A. Gómez (Universidad de Murcia, 2003) disponible en red: http://www.um.es/campusdigital/Libros/textoCompleto/poliCultural/08Martinell.pdf

[2] Carlos Lara González, “Un año de gestión cultural y perspectivas para el desarrollo de la política cultural del sexenio” disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf

[3] Un año de gestión cultural y perspectivas para el desarrollo de la política cultural del sexenio” disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf

[4] Jorge G. Castañeda, Mañana o pasado: el misterio de los mexicanos (México: Aguilar, 2011)

Poster que uno encuentra el metro de Washington D.C. y Nueva York



sábado, 4 de agosto de 2012

Pablo Helguera: ‘post-post’-crítica institucional: la institución como medio y la ‘cultura’ como fin



"I recognize the power of at least culture and a few other things ... if you could learn anything from the economic history of the world it’s this: Culture makes all the difference."[1]
Mitt Romney, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en julio de 2012 en el Hotel King David en Jerusalén.

Según George Yúdice, la cultura se ha expandido sin precedentes hacia lo político y lo económico y por eso las nociones convencionales de cultura han sido parcialmente vaciadas. Desde hace un par de décadas, la cultura se ha usado como recurso para la mejora sociopolítica y económica y para incrementar la participación de los ciudadanos en una era en la que el compromiso político se desvanece. La cultura se ha convertido también en una frontera más, franqueada para la extracción de plusvalía – lo que Jameson llama capitalismo cultural, que es lo mismo que Bifo llama “Semiocapitalismo”: la explotación de los procesos vitales y culturales por medio de su codificación para hacerlos consumibles. En otras palabras, la predominancia del intercambio de bienes simbólicos en esta etapa del capitalismo, le han dado a la esfera cultural un mayor protagonismo que en otros momentos de la modernidad. Yúdice traza los orígenes del uso de la cultura como recurso al uso de la cultura como medio de la esfera social al siglo XVIII, momento en el que comenzó a usarse políticamente para promover ideologías en particular, resolver problemas sociales o moldear a ciudadanos adecuados; por ejemplo, el apoyo clientelista del estado mexicano al muralismo en los 1920s y 1930s. El comentario decimonónicamente racista de Romney citado arriba, le atribuye a las ‘diferencias culturales’ el hecho de que la economía Palestina sea menos eficiente que la Israelí (no la ocupación ni las políticas restrictivas de movimiento de bienes y personas que Israel les ha impuesto a los palestinos). Este comentario denota la relevancia que ha adquirido la idea de cultura en la política económica al igual que lo vacío del uso del término hoy en día. Además, la instrumentalización de la ‘cultura’ para propiciar el desarrollo, la mejora y la pacificación social ha tenido consecuencias devastadoras en la producción estética, la cual se caracteriza además del exceso de producción, de ser blanda, ambigua, banal y formalmente de poca calidad.

La teoría y arte críticos han sufrido golpes severos en la última década. Especialmente bajo Calderón, la necesidad de afirmar al sistema y su complemento moral disfrazado de cultura se hizo más que evidente. Ha quedado muy poco espacio para la crítica, incluyendo universidades y museos. Tanto a nivel local como global, la cultura del pensamiento crítico se ha esfumado: artistas, curadores y demás funcionarios de la cultura dependen de apoyos corporativos o gubernamentales para operar y por ello reina la autocensura. ¿Qué nos queda? ¿Celebrar o desdeñar la belleza? ¿Transmitir afecto? ¿Esperar la ‘redistribución de lo sensible’? ¿Sentirse revindicados al facilitar ‘participación’ del espectador? ¿Absorber el mal de la violencia transmitido por el arte? ¿Identificarnos con las víctimas de crímenes de la violencia sistémica? ¿Informar y estar informados para transmitir indignación sobre las atrocidades del capitalismo?

De acuerdo con Hal Foster, estamos viviendo la condición post-crítica, que en apariencia, nos ha liberado de camisas de fuerza históricas, teóricas y políticas. Esta condición se basa en renunciar al derecho moral de hacer evaluaciones críticas, es decir, de emitir juicios para decir si una obra de arte es buena o mala. Este tipo de juicios fueron sustituidos por una evaluación para decidir si un objeto, gesto o intervención cumple con los requisitos para ser arte. La condición post-crítica se le debe también a la renuncia de intelectuales y artistas al privilegio político que tenían de hablar en nombre de otros. Esto ha imposibilitado que se pueda adoptar un punto de vista crítico fuera de los esquemas pre-establecidos de ‘arte politizado’, en un momento en que la situación se hace más y más urgente. Por un lado, la post-crítica ha creado arte vacío y relativo, ya que tiene que ver más con el posicionamiento del curador o del artista con respecto a modelos críticos predeterminados, por ejemplo: ‘subalterno’, ‘crítica institucional’, ‘participación’, ‘activismo’, ‘crítica del sujeto’. Por otro lado, si el arte crítico, según Hal Foster, se propone hacer conciencia de los mecanismos de dominación para transformar al espectador en agente consciente de la transformación del mundo, es una conciencia reducida. Reducida a revelar los signos del capital escondidos en objetos y hábitos (ver por ejemplo, la exposición “Fetiches Críticos”), considerando a un espectador pasivo e ignorante que necesita ser iluminado.

En los años 1970s, una de las estratégicas políticas del arte fue desmaterializarse para no ser co-optado por el mercado, es decir, la base de la representación trascendió la materia para convertirse en una lógica, y esta lógica se convirtió en la base de todas las variaciones posibles de expresiones estéticas abiertas a una sustancia física. Esta lógica trascendió la especificidad del medio (por ejemplo, el lienzo pictórico), el arte se convirtió en idea y el medio desapareció. Rosalind Krauss llamó a esta condición del arte ‘post-medio’, y la crítica-teórica propuso como parámetro para el juicio estético, la medida en la que el artista crea un medio para su propio trabajo por medio de agenciamientos o ensamblajes de elementos dispares.

Tomando en cuenta la condición post-medio del arte, vemos actualmente al arte contemporáneo dar por hecha su condición ‘post-medio’ (y dejar de innovar en ese sentido) y bifurcarse en dos tendencias. Por un lado, está el arte que se concretiza en un objeto o en la acción sobre un objeto, en una imagen fija o en movimiento (documentando acciones dentro o fuera del museo) y que son expuestos en el recinto museográfico. Por otro lado, está el arte que se lleva a cabo extramuros fusionado por completo con la realidad, el arte “socialmente comprometido”, cuyos materiales son la calle, las relaciones personales, la esfera pública, la participación, el “tejido social”. La Institución puede albergar o no vestigios documentales, mesas de trabajo, talleres o conferencias de el arte social. Hoy en día, las prácticas sociales pasan por arte crítico ya que liberan a la intervención estética de la efectividad social. Es decir, el arte activista está basado en autonomía estética y sin embargo, insiste en insertarse en la categoría del arte, aunque no tenga nada que ver con asuntos formales ya que está completamente desmaterializado y toma la forma de ‘eventos’, ‘redes’ o ‘relaciones humanas’. Además, esta forma de hacer se ha convertido en herramienta de la agenda neoliberal; como lo dijo Olivier Marchart, lo que el trabajo social artístico hace es sustituir al trabajo político. Es decir, en el arte social-intervencionista la política entra en escena como arte en nombre del ‘interés público’ en términos de una política de ingeniería para ‘administrar’ problemas sociales. De esta manera, el arte público se convierte en la versión privada del estado de bienestar. Tomando en cuenta la condición post-medio de la producción estética, se hace evidente que muy pocos artistas se comprometen a explorar cuestiones de medio y de tradición, ya que la gran mayoría recurre a esquemas pre-hechos, a conceptualismos manieristas que hace que sus gestos, instalaciones e intervenciones sean poco honestas.

Hay que tomar en cuenta también que la recepción de exposiciones y obras de arte no tiene lugar ni en reseñas ni en comentarios sino en una diseminación sin fin de comunicados de prensa, entrevistas con la artista o curador ya sea en videos en la red, revistas especializadas, panfletos de exposición, blogs, etc. En estos medios, la obra se explica, su génesis se mitifica, se cuentan anécdotas de la instalación y del artista. Dicha existencia de una exposición, crea un hueco de recepción crítica y hace aparente que la visibilidad de la obra predomina sobre el diálogo que ésta pudiera crear. El arte existe, se disemina, se discute dentro de la institución sin trascender más allá, ni siquiera en comentarios. Lo que tienen en común las ‘prácticas sociales’ y el arte ‘objetual’ es que ambos toman a la institución como el medio propio del arte cuyo fin se ha convertido la ‘cultura’ en sí.

Un ejemplo de artista que usa a la institución – considerada como un entramado de relaciones sociales, discursos, un espacio físico –  tanto como medio como tema en su trabajo, es Pablo Helguera. Su obra tiene un aspecto performático ya que el artista tiende a ejecutar varios roles: artista, comentarista, profesor, espectador, curador y en su trabajo el arte y el comentario sobre el arte, realidad y ficción se confunden. Está por ejemplo su blog The Estheticist (2010-11), en el que Helguera da consejos a artistas para que logren ser aceptados por la institución, les explica cuál es la vía para hacerse famosos, el cómo no perder su integridad artística ante las demandas del mercado, si es pertinente o no hacer un MFA, cómo lograr ser representado por una galería, cómo explotar la historia personal en su obra para ser exitosos, etc. Está también su Manual de estilo de arte contemporáneo (2007), en el que explica “el juego” del mundo del arte, quiénes son protagonistas, cuál la manera de socializar y navegar este mundo, la etiqueta para auto-promocionarse, lo que implica el éxito y fracaso en el arte y la ‘etiqueta de la controversia’. En su manual, Helguera reduce al arte crítico a la ‘controversia’, la cual define como un arma de doble filo que debe ser tratada con cuidado ya que tiene límites pre-establecidos por la institución. Además escribe: “El artista debe de tomar ciertas consideraciones si es que el gobierno dictatorial es patrocinador parcial o total de su obra”. En suma, con un tono pedagógico e irónico, The Estheticist y el Manual tratan de cómo navegar la institución a fin de ser canonizado como artista. Debatiblemente, el trabajo de Helguera, en lugar de expandir el medio de arte a la institución, queda atrapado dentro de sus confines. Es por eso que su obra bordea en lo kitsch y es mucho más sospechosa que la canonización post-revolucionaria de los muralistas en el Palacio de Bellas Artes – objeto de ‘crítica’ en su más reciente intervención, Quodlibet (2012).

Para su intervención en el Palacio de Bellas Artes, Helguera usó la estructura del Quodlibet o potpurrí, es decir, la combinación de varias canciones para ‘recuperar’ historias ausentes del Palacio de Bellas Artes. El resultado es la exhibición de un conjunto de objetos y documentos provenientes de los archivos y bodegas de utilería de Bellas Artes: un camello, una reproducción a escala del Ángel de la columna de la Independencia, un par de columnas salomónicas en papel maché, una máquina para hacer efectos especiales sonoros, programas de mano, vestidos, etc. Incluye también reproducciones serigrafiadas montadas a modo de cuadros del poema La suave patria de Ramón López Velarde (1921) y de la música de Sinfonía proletaria de Carlos Chávez (1934) ilustrada por Diego Rivera. Ambos textos fueron intervenidos por el artista al estilo de la literatura restringida de manera que aparecen uno fragmentado y el otro invertido. La exposición incluye también un críptico y espectacular video en el que vemos tomas del artista recitando su versión de La suave patria (Ave paria) en la sala de espectáculos del Palacio intercaladas con tomas de un funeral en el vestíbulo presidido por el camello y el Ángel. A través de esta combinación de elementos, Helguera buscaba recuperar episodios y anécdotas del recinto para reconstruir la ‘Historia oficial’ del Palacio ofreciéndole al espectador una historia ‘menor’ filtrada por su propia subjetividad. Yuxtaponiendo elementos dispares, el artista juega a dislocar el sentido impuesto por el paso de los años que se ha convertido en la historia oficial.

Al utilizar los archivos y las bodegas como material de base para su intervención, Helguera ejecuta la función del historiador-etnógrafo disfrazado de archivista en jefe que estuvo en boga en los años noventa. Según Hal Foster, esta figura de artista emergió para conferirle respetabilidad académica al artista – para lograr más legitimidad como historiador que los historiadores. Sobre estas líneas, en una entrevista reciente Helguera promociona al ‘giro etnográfico’, argumentando que las instituciones deberían considerar abrir sus archivos a los artistas ya que ellos pueden hacer grandes cosas con ellos. El campo de referencia del artista-historiador es la cultura, su ámbito es la contextualidad y para Quodlibet, Helguera utilizó un método análogo al que se convirtió en la marca de Fred Wilson a partir de su intervención en la Maryland Historical Society en Baltimore en 1992: Mining the Museum. En un acercamiento etnográfico, Wilson reinstaló objetos de la colección y bodegas de la Sociedad Histórica para recontextualizarlos, dislocando su sentido para ofrecer una nueva lectura enfocada a la experiencia afro-americana de Baltimore que evidentemente no era parte de la historia oficial. Como Quodlibet de Helguera, Mining the Museum es un proyecto InSitu para reinterpretar aspectos de la arquitectura, historia y colección del edificio para invitar al espectador a reconsiderar el espacio. La diferencia entre ambas intervenciones es que lo que está en juego en términos de política en Wilson, no es comparable con la ‘crítica’ solipsista de Helguera ni con el pacto faustiano que firma con el Palacio de Bellas Artes, como lo veremos más adelante. La intervención de Wilson es una variante de la crítica institucional que trascendió al museo para hacer proyectos bajo un modelo antropológicos basado en el trabajo de campo. Este modelo ha sido aplicado por un amplio número de artistas desde los años 1970. Por ejemplo, Hans Haacke cuestionó las autoridades sociales explorando los orígenes de los fondos de museos, o el destino de obras de arte maestras y sus lazos con el capitalismo corporativo, etc. Está también Lothar Baumgarten, quien se dio la tarea política de hacer visible las culturas indígenas excluidas de los museos de arte. En suma, el arte etnográfico (Andrea Fraser, Mark Lombardi, Fred Wilson, René Green, Mark Dion, etc.) tiene como objetivo poner en evidencia las historias menores reprimidas por la hegemonía. A casi 20 años de su institucionalización, uno de los problemas de este tipo de crítica es que tiende a sustituir un análisis real de la relación entre el recinto en cuestión con lo que ocurre fuera de él.

En los gestos constitutivos de Quodlibet se transparenta el imperativo liberal de ‘desideologizar’ al Palacio junto con los documentos que alberga, y un esfuerzo por ‘deconstruir’ la identidad nacional que supuestamente simboliza el Palacio. Como lo dijo Helguera, con Quodlibet “[persigue] una especie de humanismo social en la historia que ayudara a contrarrestar el oficialismo que se apropia de los edificios y de movimientos artísticos.” Esto implica que los espacios oficiales también son espacios humanos pero esta historia es invisible, y esta historia es la que le interesa visualizar. Para Helguera, el Palacio de Bellas Artes tiene un lugar simbólico en el imaginario nacional en cuanto a que es la sede nacional de las artes y de la cultura y simboliza la ‘revolución institucionalizada’ en cultura y en política, la ‘consagración canónica’ (de artistas e intelectuales), y es ‘símbolo popular’, al igual que escenario de construcción de la identidad nacional cultural. Sin embargo, este ‘imaginario nacional’ se reduce a unos cuantos miembros de la clase privilegiada del país, y la noción de ‘identidad nacional’ simbolizada por el Palacio no es orgánica sino hegemónica, impuesta desde arriba. Esto se hace evidente en una serie de entrevistas realizadas en 2004 lideradas por Néstor García Canclini sobre la recepción del Palacio de Bellas artes se concluyó:

[…] un buen número de entrevistas […] hablaron del carácter “intimidante” del Palacio, que aleja a muchos paseantes de la Alameda vecina o les hace sentir que un lugar tan imponente no es para ellos […] si bien  el palacio “atrapa visualmente”, la magnificencia del edificio, los guardias y los detectores de metales a la entrada son obstáculos para un ingreso más confiado. […] gran número de los que se acercan tienen pocos años de estudio y ven al Palacio como “elitista”. […] algunos visitantes al Palacio antes de conocerlo creían que era un edificio religioso, y “a la hora de entrar se persignan”.

La noción de identidad ya sea nacional o cultural que explora Helguera en Quodlibet, se basa en la premisa post-estructuralista de la construcción social de un sujeto. Influenciado por el post-estructuralismo, predominaron en las teorías del arte y estudios culturales de los ochenta y noventa discusiones sobre la construcción social de un sujeto. Esto se convirtió en el dogma identitario que postula que la subjetividad no es nata sino que se construye a partir de estereotipos culturales provenientes del campo visual, auditivo y textual. Dentro de este esquema, la emancipación implica reconstruir y socavar los estereotipos culturales. Así, la premisa de Quodlibet es una identidad cultural impuesta construida a partir de símbolos que datan del porfirismo, de una tradición modernista con la que ningún artista dialoga hoy en día (por ‘panfletaria’ – además la innovación en términos de lenguaje pictórico de Sequeiros y Orozco no ha sido igualada todavía en México desde entonces) y por lo tanto, con identidades con las que nadie se identifica. Lo que la exposición de Helguera hace evidente es una desconexión absoluta entre el ‘pueblo’ y el arte de hoy en día, ya que en el arte, no se renovó el compromiso que tuvieron los muralistas con el pueblo y por eso ‘el pueblo’ dejó de existir en el arte. El gesto de Helguera de mostrar una fotografía del trabajador más antiguo del Palacio de Bellas Artes retratado delante de El hombre en el cruce de caminos (1934) de Diego Rivera, es condescendiente y cursi. La anécdota es tan encantadora como políticamente correcta, afín a la sensibilidad neoliberal de nuestros tiempos:

El señor Rafael Galicia, último empleado en vida de la era en que se inauguró el palacio de bellas ates, tenía como responsabilidad trabajar como guardia en la sala donde Diego pintaba El hombre en el cruce de caminos. Al finalizar la jornada de trabajo, en la noche, Galicia apagaba las luces mientras que Diego y sus asistentes salían del recinto entonando La internacional.

Otra anécdota que cuenta Helguera es representativa de la restauración simbolizada por el Palacio en los 1930s: luego de la expropiación petrolera, miles de mexicanos acudieron al Palacio convocados por la primera dama, Amalia Solórzano (esposa de Lázaro Cárdenas) a donar bienes para contribuir a saldar la deuda externa. La narrativa hilada por las pequeñas historias contadas por Quodlibet, en lugar de poner bajo la luz las implicaciones políticas del pasado que pudieran actualizarse para darnos una mirada enriquecida o crítica del presente, fetichiza las anécdotas que cuenta. Debatiblemente, Helguera peca del mismo extranjerismo del porfiriato con discusiones además caducas sobre arte etnográfico o basado en archivos y de autosolipsismo autocomplaciente. La insistencia de Helguera en ‘la historia’ del Palacio de Bellas Artes, nos recuerda al positivismo decimonónico, no para crear, justificar o elucidar la identidad nacional sino para supuestamente deconstruirla (el resultado de esta ‘deconstrucción’ es bastante opaco).

Parte de la empresa ‘crítica’ de Quodlibet es supuestamente poner bajo sospecha el poder canonizador del Palacio de Bellas Artes, sobre todo, el hecho que entronizó al arte politizado durante el periodo post-revolucionario (y reaccionario) de los años 1930s. Esto nos lleva a la caricatura que pinta Quodlibet de los valores morales plasmados por los muralistas (con la fotografía de Dn. Rafael), Sinfonía proletaria y La suave patria, y al punto ciego de la exposición: el tema de las relaciones entre el poder y los intelectuales.
La posición de Helguera respecto a la cultura oficial del estado resulta extremadamente ambigua, sobre todo tomando en cuenta lo que  Helguera predica tanto en The Estheticist como en el Manual de estilo de arte contemporáneo, ya que Quodlibet falla en plantear la interrogación clave que le correspondería al proyecto de archivo que supuestamente abandera: ¿Cuáles son los mecanismos de poder que perpetúan y mantienen hermética la identidad cultural para validarse históricamente por medio de la producción cultural? Abordar de manera realmente crítica al tema de los intelectuales y artistas bajo la ‘dictadura perfecta’ y de la compra de conciencias del gobierno con probadas de poder y de dinero para validar moralmente al sistema político, excedería los límites de la tolerancia a la ‘controversia’ del mundo del arte, sobre todo en tan cargado recinto.

En México existe la tradición intelectual de respaldar al régimen por medio del silencio a-político o asumiendo directamente puestos gubernamentales o ‘independientes’. Una vez que los intelectuales se hacen los muertos, se garantizan la posibilidad de ser homenajeados con un funeral de estado en el Palacio de Bellas Artes. Esta costumbre nacional única en el mundo consiste en hacer funerales de intelectuales oficiales de cuerpo presente. A ellos sólo tienen acceso políticos, intelectuales y otros VIP. El féretro se coloca normalmente al centro del vestíbulo y se le cubre con la bandera nacional (en el funeral de Frida Kahlo hubo una controversia cuando Diego Rivera sustituyó la bandera nacional con la soviética). Durante estos rituales, los colegas del difunto leen discursos para enaltecerlo, y a veces se deja entrar a la gente común al recinto para  que reclamen a los intelectuales como del pueblo, después de hacer largas filas afuera del Palacio. De esta manera, el Palacio simboliza la ‘cultura oficial’ en tanto a que es un mausoleo hierático sin cultura viva, ya que lo que entra allí no va a morir para ser canonizado, sino que entra ya muerto. Como lo dijo el mismo Helguera: “[El Palacio es] lo más cercano que tenemos a la posteridad artística, este espacio que consagra y coloca al artista en el nicho más alto posible y que va más allá de lo terrenal.” Como ya vimos, el video de Quodlibet muestra tomas del artista recitando Ave paria (la versión alterada del poema La suave patria) en el escenario principal del Palacio intercaladas con tomas de un funeral presidido por el camello y el Ángel de la Independencia que Helguera sacó de las bodegas de danza del palacio. Debatiblemente, el video es la materialización de la fantasía de posteridad artística del artista, quien pone en escena su propio funeral. Como lo dijo: “Los artistas de hoy somos Salomé, queriendo besar esa eternidad aparentemente inalcanzable convirtiéndonos en Edipo para ser tocados por Midas.” Sin embargo, matar al padre para auto-canonizarse dentro de los límites de la controversia no es matar al padre, sino darle cuchilladitas con mala puntería y firmar un pacto faustiano para que lo sigan invitando a hacer exposiciones, dar conferencias, hacer catálogos...

Fuentes

  • Aurelio Asiain, “Quodlibet: Toda frase es ya otra” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes, 2012)

  • Yves-Alain Bois, et. al. Art Since 1900 (Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2005)

  • Hal Foster, “The Artist as Ethnographer” The Return of the Real (Canbridge, Mass.: The MIT Press, 1996)

  • Hal Foster, “Post-Critical” October 139 (Winter 2012)

  • Néstor García Canclini, “Modos de mirar los murales”, Quimera de los murales del Palacio de Bellas Artes (Concaulta-INBA, México 2004)


  • Pablo Helguera, Manual de estilo de arte contemporáneo (Nueva York: Jorge Pinto Books, 2007)

  • Rosalind Krauss, Under Blue Cup (Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2012)

  • Olivier Marchart, “Art, Space and the Public Sphere(s)” disponible en red: http://eipcp.net/transversal/0102/marchart/en/

  • Carlos Monsiváis, Los rituales del caos (México DF: Era, 1995)

  • Quodlibet Guía infantil (Palacio de Bellas Artes, 2012)

  • Paula Santoscoy, “Pablo Helguera: Arte como acontecimiento” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes, 2012)


  • George Yúdice, The Expediency of Culture (Durham: Duke University Press, 2003)


[1] “Reconozco el poder por lo menos de la cultura y de otras cosas… si pudiéramos aprender algo de la historia de la economía del mundo sería lo siguiente: la cultura hace toda la diferencia”.