lunes, 27 de julio de 2015

La violencia de género en la era de las industrias culturales y la incoherencia de la politización

El pasado 11 de julio, Tania Puente, exempleada del Museo de Arte Moderno, hizo pública una carta dirigida a la artista visual Lorena Wolffer, quien expone actualmente en ese recinto una recopilación de varios años de trabajo titulada: Expuestas: registros públicos en el Museo de Arte Moderno. El trabajo de Lorena Wolffer, podría categorizarse como artivismo en el campo de los derechos de las mujeres, buscando dar visibilidad y hacer conciencia de la violencia de género; ante la normalidad cultural de la agresión como fundamento de las relaciones sociales, especialmente las de género, Wolffer en su trabajo busca darles voz a las mujeres para que cuenten su historia, superen su estatus de víctimas, y se sientan empoderadas. En su carta, Puente denuncia su propio caso de agresión sexual por parte de un trabajador del MAM, y acusa a la administración y a los directivos del museo por el mal manejo de la situación, quienes nos dice, se limitaron a pedirle al personal masculino que trataran con más respeto a las mujeres. Puente acusa también a la administración del MAM de ignorar su petición de levantar un acta o protocolo para tener un registro de la agresión, y de despedirla por haber manifestado su inconformidad con la respuesta del Museo ante su situación, bajo el pretexto de recortes presupuestales.
El pobrísimo manejo del caso de Puente por parte del MAM – que acabó en injurias sumadas al haberla despedido – , evoca al caso de Emma Sulkowickz, una estudiante de la Universidad de Columbia, en Nueva York, quien fue agredida en su dormitorio estudiantil por un conocido en 2012, habiendo tenido antes sexo consensual con él. Las autoridades de la Universidad exoneraron al agresor y Sulkowickz hizo un performance,Carry that Weight”, en el cual llevó el colchón de su dormitorio a cuestas por todo el campus durante todo un año, con la consigna de cargarlo hasta que: fuere expulsaran a su agresor, o se graduara de la universidad. Lo último ocurrió, y la acción de Sulkowickz – quien llegó a la ceremonia de graduación cargando su colchón – desató una ola de denuncias por parte de una docena de estudiantes que también fuero agredidas en el campus de Columbia, y que sintieron que la administración tampoco respondió de forma adecuada o suficiente a sus casos de agresión sexual. Tanto el caso de Puente como los de la Universidad de Columbia y en otros campus en Estados Unidos – agresiones que han cobrado recientemente visibilidad al contrario de la mayoría de los casos, que permanecen invisibles – son signo, por un lado, de la aceptación cultural de la impunidad ante este tipo de crímenes, y de la falta de canales efectivos para darle voz a las mujeres y castigar a los agresores. En la mayoría de los casos, como en los que menciono, los agresores han sido incluso protegidos por las instituciones que le dieron marco a sus ataques. Esto es un signo alarmante de la manera en la que sigue operando el heteropatriarcado neoliberal: si en los últimos cuarenta años, el mundo cambió para las mujeres y los homosexuales al haberlos incorporado al mercado como trabajadores y consumidores, en algunos lugares, incluso con derechos legales igualitarios, los cambios fueron relativos. Esto se debe a que la estructura que le subyace a la sociedad permaneció intocable: homofóbica y misógina, se basa en el control sexual, en la desigualdad social y en el trabajo invisible y no remunerado de las mujeres. Además, mientras más independencia logramos las mujeres, más vulnerables nos hacemos ante una forma social de deseo que prevalece y que le da lugar a una masculinidad tóxica, violenta, asociada a la dominación, al control, al hambre de poder, al dinero y al sexo abusivo (los personajes masculinos de películas como Cosmopolis (2012), Le capital (2012) The Wolf of Wall Street (2013), o Fifty Shades of Grey (2014), son los nuevos arquetipos en este sentido).
Ya que el trabajo de Wolffer está del lado de los derechos de las mujeres, Puente esperaba que se solidarizara con ella en contra del MAM y que denunciara su caso. En su respuesta, Wolffer, a quien evidentemente no le interesa tomar una postura de antagonismo contra la institución que alberga su exposición – y quien no tiene en realidad la obligación moral de hacerlo, ya que hoy, ser politizado no exige coherencia entre acción y discurso, postura y gesto, como veremos más abajo – le recomienda a Puente presentar una denuncia, y la invita a donar un objeto y a dar testimonio para sumar su nombre a las de las mujeres con las que ha trabajado. En su análisis de la situación, la crítica Aline Hernández, desacredita la invitación de Wolffer a Puente a sumarse a la exposición al llamarla “pobre” y al declarar que “Wolffer debió haber tomado una postura más enérgica, hacerla pública e involucrarse en lo que está ocurriendo”; Hernández acusa a Wolffer de ni siquiera responderle personalmente a Puente y de “naive” por sugerirle interponer una demanda (que ya había hecho Puente, a pesar de su obvio escepticismo). En otras palabras, para Hernández, para que el trabajo de Wolffer pudiera tener coherencia y credibilidad, y que pudiera ir más allá del “asistencialismo” a las víctimas de agresión sexual, la artista debió haberse solidarizado con Puente en contra el MAM. Y sin embargo, la oferta de Wolffer a Puente de sumarse a su exposición, no hace más que humildemente demarcar los límites de su práctica artística; además, ¿no hubiera sido provocador y catalizador de visibilidad que justamente desde el seno del museo se evidenciara su hipocresía institucional a través del testimonio de Puente de su agresión dentro del MAM? Para muchos, sin embargo, la actitud de Wolffer ante Puente hizo que su exposición quedara completamente vaciada de potencial crítico y de efectividad en el campo socio-político, evidencia de la incoherencia de la artista entre su política y su discurso.
 Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que hoy en día, gesto simbólico (en el ámbito de la cultura), postura política y existencia cotidiana están completamente disociadas. Empapadas de la sensibilidad neoliberal, su disociación permite que se pueda denunciar la hambruna en África, pero tomar café en Starbucks; solidarizarse con los palestinos de Gaza, y reunirse a comentar el conflicto comiendo ostras y vinos importados carísimos; ir a una protesta contra la violencia en el país, pero explotar a sus empleados domésticos; tomar a los niños de la calle como sujeto de arte, pero darle la espalda a un mendigo; estar en contra de la esclavitud, pero comprar ropa manufacturada por esclavos en el Sureste de Asia; estar preocupado por el calentamiento global y comprar comida en los supermercados; o pedirle fondos del gobierno o a las corporaciones para hacer proyectos que los critican, etc. Por eso, en nuestra era post-ideológica y post-política, un gesto de solidaridad no implica ponerse del lado de lo blanco o de lo negro, sino operar dentro de la gama de los grises. Es decir, hacer arte politizado no implica que como persona pública, los artistas tomen necesariamente una postura política determinada, lo cual, dado el caso, implicaría ejecutar estrategias de visibilización de acuerdo con las demandas del mercado. Por cierto, no estamos hablando del gesto de Madonna de solidaridad con las Pussy Riot, ni de la renuncia de Octavio Paz como embajador de la India en el ‘68.
Independientemente de que se exhiba cierto tipo arte politizado para cubrir quotas de género, para evidenciar la corrección política de las instituciones, o para servir de escaparate de la democracia y de la libertad de expresión, exigirle a Wolffer coherencia entre su arte y su postura como figura pública en su relación con el MAM, es no ver tampoco la brecha entre la culturalización de la política vs. la acción política, o la problemática amalgama neoliberal entre cultura y política. Es pedirle al arte, un ámbito representativo y simbólico y por ende autónomo (en ese sentido), que sea efectivo en el campo social (si no, el arte socialmente comprometido estaría todo del lado de los problemáticos asistencialismo de Estado y de la responsabilidad social corporativa). Para Hernández, el gesto de Wolffer hacia Puente socava la lógica discursiva de la exposición e inclusive la curaduría, abriendo una brecha abismal entre teoría y práctica, “donde el objeto en cuanto tal se encuentra fuera de mí, es exterior y la vía para abordarlo es meramente discursiva.” Sin embargo, el compromiso de Wolffer con las mujeres con las que trabaja no es meramente discursivo; lleva a cabo una labor simbólica y de empoderamiento, lleva a cabo rituales de sanación personal en terapias colectivos cuyos vestigios se quedan petrificados como un archivo interminable dentro del museo. En cierto sentido, la de Wolffer y sus mujeres es una batalla de visibilidad y el museo no es más que un instrumento para darle visibilidad y voz a las mujeres violentadas.
A pesar de ello, no dejo de compartir la frustración de Hernández con que el arte y los artistas que trabajan con temas políticos se queden cortos como acciones políticas. El drama y la emoción que surgen al darle voz a las víctimas, la catarsis que deriva de la acción simbólica, puede producir experiencias personales transcendentales y curativas al igual que imágenes e instalaciones emotivas que le dan voz a las víctimas; a lo mucho, algo de pedagogía para paliar la misoginia. Sin embargo, más allá de la espectacularización sensible de la violencia y la victimización, ¿podemos realmente pedirle, exigirle al arte que sea eficaz en el campo político? El arte realizado en el campo social, es parte de la economía político-cultural, un producto de consumo para las élites que se despolitiza – al cambiar de naturaleza – en el momento en el que ingresa en las instituciones culturales como objeto de exhibición. Si bien Hernández tiene razón al notar que el arte politizado, dentro de un museo, es un discurso reductivo e ineficaz, no toma en cuenta que el arte politizado existe en una esfera distinta a la de la acción política, que transforma las posturas políticas en gestos simbólicos. Lo que debemos cuestionar aquí es justamente la conformidad de muchos con los gestos simbólicos sin exigir tomas de postura. Los gestos simbólicos politizados que prevalecen sobre el arte hecho políticamente.
Algo que es revelador aquí, es que la desigualdad de género y social son claves para entender las relaciones de poder en el heteropatriarcado neoliberal en las que está imbricada Tania Puente. En su carta se entrelee un gran chantaje; hablando desde un lugar de invisibilización, anulación y vulnerabilidad, Puente le reclama a Wolffer: “preferiste escuchar la voz de otros a pesar de que yo te llamé directamente para poder platicar y pedir consejo y asesoría”, al tiempo que le exige que le de visiblidad: “¿Por qué fue así de irrelevante lo que me sucedió? ¿Bajo qué norma o criterio el valor de mi persona no tuvo el peso suficiente para que se hiciera algo al respecto?” Su reclamo, al que le hace eco la blanda y reconciliante reflexión de Alejandro Gómez Escorcia y Alejandra Franco, quienes se mantienen al margen de juzgar la decisión tanto de la artista como del MAM de lavarse las manos ante la situación, revelan la cuestión de la jerarquías y valorización de las personas en nuestra sociedad de castas: “¿Cuál habría sido la reacción de esta misma comunidad si la víctima del acoso sexual en el MAM hubiera sido la propia directora o la artista en cuestión?” En esta sociedad, la justicia y visibilidad se logran de acuerdo con el estatus y la posición social. El hecho de que el agresor esté sindicalizado, y Puente no, es un factor más en este juego perverso de jerarquías y de poder que opera en las instituciones mexicanas.

Otro tema urgentes en este contexto, es que la declaración de la segunda ola de feminismo que lo personal es político ha sido socavada por el hecho de que la política de las mujeres se ha reducido a lo meramente personal: quien quiera que seamos, nuestra noción de género, lucha política y noción de feminismo estarán determinados no sólo por nuestras experiencias en el amor y sexo (positivas o negativas), sino también por nuestros privilegios sociales y de clase. La pregunta que surge es, ¿cómo inspirar solidaridad con las víctimas de la violencia de género por parte de los no-victimizados más allá de la lástima y del sensacionalismo? Y la pregunta archi-feminista: ¿se puede articular una lucha de las mujeres que pueda trascender diferencias de clase y de experiencias de género? Le hago eco al llamado de Laurie Penny a amotinarse en contra de las reificadas y normalizadas divisiones de clase, de género, de sexo; también contra la construcción hollywoodense del amor heterosexual como pilar de la familia nuclear (y de la economía neoliberal), y hago un llamado a boicotear a todo ente o institución que florezcan irreflexivamente en la incoherencia conformista canalizada por la maldita amalgama, y por lo tanto, la confusión entre política culturalizada y acción política.

viernes, 24 de julio de 2015

Sobre "Contra el arte contemporáneo"

Estimados Javier y Verónica:
Les escribo para avisarles que he decidido no participar en la presentación de este jueves. Cuando acepté su invitación no estaba al tanto del marco de puesta en escena de antagonismo del evento (¡¿match de box?!), ni que la editorial gozara de subsidios de las principales instituciones culturales del Estado, ni de que se me fuera a atribuir una función de “investigadora atribulada”. Y hoy me entero de la acción de destruir cajas de zapatos. Tanto el marco como la acción, y el tono en general, me parecen superficiales, demagógicos, infantiles y que banalizan al problema en cuestión: el arte contemporáneo como engranaje central de la maquinaria neoliberal, como parque de diversiones de la élite y como escaparate legitimador de las políticas represivas y expoliadoras del Narco-estado-corporación. El formato que proponen se me hace comparable a un programa de televisión con el objetivo de entretener imposibilitando tomas de postura que pudieran tomarse en serio, neutralizando la complejidad crítica con una mera confrontación entre “entes narcisos” peleando por la última palabra y máxima visibilidad en el circo de la producción cultural “crítica”. No me había percatado tampoco que Tumbona editara al “Manual de estilo” de Pablo Helguera. Siento mucho no poder tomar parte en esta diseminación de hipocresía que es el combustible de la maquinaria cultural disfrazada de lucidez crítica, que permite auto-críticas y críticas institucionales dentro de límites pre-establecidos y bajo términos aceptados de antemano, obviando los problemas reales por cuestiones estratégicas. Siento también que tanto el evento como el libro de Javier sufren de falta de congruencia y de honestidad crítica, sobre todo ante un artworld subsidiado por un Narco-Estado-corporación que extrae dinero y poder con asesinatos de masa, soberanía selectiva, descomposición social, expoliación y despojo, terror de estado, transferencia masiva de riqueza y especulación, que ustedes pretenden simbólicamente deslegitimizar destruyendo cajas de zapatos, que al fin y al cabo, es también un comentario a la autonomía del arte bajo el espíritu de Duchamp y Warhol que para Javier tienen la culpa de la banalización de la estética y por lo tanto de la realidad. Ya lo han dicho por ahí: “La cultura es la profesión de criticar a la cultura”. Les incluyo abajo el guión para la entrevista que había preparado para la presentación.
Saludos,
ie

·      Contra el arte contemporáneo es un texto modesto, aunque ambicioso. Su tono es conservador, pero revoltoso y polemizante. Usa valientemente términos vintage como: sistema, ideología, estructura, sociedad del espectáculo, simulacro. El texto se divide en cuatro secciones: la primera y la última, abordan lo que Toscano describe como el ‘sistema del arte’, es decir, las condiciones de producción y la forma en la que se legitima al arte desde el punto de vista global con un pie nebuloso en México (aparte de una vaga crítica al CONACULTA citando a Cuauhtémoc Medina, Toscano no toma ninguna posición concreta con respecto al ‘sistema nacional de arte’, es más, la edición del libro es editada con subsidio del ‘sistema’).

·      La segunda y la tercera secciones del libro, abordan las transgresiones de Duchamp y de Warhol, que se cristalizan en el [Brillo Box (1964)]: esta pieza inaugura una categoría de arte inventada por los readymades de Duchamp llamada “el arte en general”. Una crítica a la forma de producción y de legitimización del arte, los readymades consumaron el divorcio entre el arte y el oficio tradicional del artista con habilidades especializadas y hábitos artesanos. Representan el rechazo a la pintura, al sistema de Bellas Artes, al trazo único del artista como fuente de legitimación y valor de la obra arte. En sintonía con una sensibilidad industrial, los readymades dieron lugar a la ‘desprofesionalización’ y la ‘despersonalización’ en el arte, cambiando el paradigma de creación del arte, el cual hoy día es la norma. Para Toscano, la situación del “arte en general” legitimada por el “sistema del arte”, es el génesis de lo que él llama: “transestética”. Según, Toscano, la transestética es la banalización de la estética porque “cualquier cosa puede ser arte” y “cualquiera puede ser artista”; ello tiene como consecuencia que los museos estén poblados de simulaciones de irreverencia, dando pie a la colonización de la estética de la realidad. Para Toscano, si Duchamp “tiene la culpa”, Warhol marca el pasaje del artista a la “función de artista”: los productos visuales “puros” de Andy Warhol, son un “simulacro de función de artista” porque renuncia a producir significación. Aquí Toscano alumbra una paradoja que surge con Warhol: la  “subjetividad creadora” se anula con el gesto mecanizado con el que reproduce las imágenes que produce bajo su brand, haciendo que el artista desaparezca a favor de una mera “función de artista”. Para Toscano, la “función de artista” (una práctica de cultivo del yo auto-glorificante) y el “arte en general”, son la fuente principal de los vicios del actual “sistema del arte.”

·      Para mí, la crítica institucional de Duchamp y Warhol que consiste en renunciar a la referencialidad y en cuestionar a la autoría como fuente de legitimación, no bastan para iluminar la actual forma de funcionar del artworld, y es necesario incluir un análisis de la confluencia entre la economía política, la industria de la cultura, el capitalismo cultural, la especulación y las relaciones de poder para entenderlo.  En un texto clave de 1971, Linda Nochlin aborda las condiciones de producción del gran arte y los discursos que les subyacen: el elitismo romántico, lo sublime, el genio, la originalidad. Hoy en día, estos discursos han regresado con venganza no para legitimar al arte como arte, sino para inflar su valor en el mercado. Plinio le atribuye al pintor griego Lyppus las mismas habilidades mágicas que Max Bouchon a Courbet, Vasari a Giotto, de la misma manera que el mercado infla el valor de la obra de Damien Hirst con exposiciones, escándalos, publicaciones, eventos y transacciones secretas. La historia del arte y los precios en el mercado se basan en la mitología del Wunderkind autodidacta: si en el siglo XVI el genio descubierto era pastor, hoy en día es de clase obrera, y aunque sobresalir en el arte siempre ha sido cuestión de habilidad, trabajo e inteligencia, también sigue siendo indiscutiblemente cuestión de género, raza, clase, y conectes.

·      Lo que distingue al arte contemporáneo del arte de siglos anteriores es que hoy en día, el arte y la cultura se encuentran en el grueso de los procesos neoliberales: no sólo la cultura en general y el arte contemporáneo en particular son un ámbito o un brazo del poder [Forbes], sino que tanto Estados como corporaciones invierten en ellos porque los conciben como fuentes de plusvalía, crecimiento económico y paliativos para los estragos de las políticas neoliberales en el tejido social:

“El horror que nos circunda demuestra que vivimos en tiempos eminentemente shakespereanos. El arte y la cultura son el único bálsamo frente a la barbarie”
Jorge Volpi, inauguración del Festival Cervantino,
8 de octubre de 2014.

·      A mi modo de ver, con el concepto de ‘transestética’ y su argumento de que el arte neoliberal es fruto de una ‘función de artista’, lo que hace Toscano es tirar ‘al bebé’ de la categoría del arte en general (fusionándolo con la mercadotecnia y los mass media), junto con el ‘agua de baño’ de la autonomía del arte, para abogar por un tipo de arte democrático, grass roots y que se auto-legitima como arte pero fuera del ‘sistema del arte’ (¿Cómo sería eso posible? ¿Los artistas grass roots pueden pedirle becas del FONCA o no?)

·      Toscano argumenta también, que la autonomía del arte no es más que un ‘resabio metafísico’, sin embargo, el problema real tiene que ver con que el arte ya no designa un reino reproductivo ni representativo, sino que es un campo de producción y de poder sociales. Es decir, la autonomía del arte es de hecho un problema porque es un ámbito de producción de valor agregado, no porque legitime a cualquier cosa como arte y a cualquier persona como artista. Más allá de Warhol y Duchamp, ha habido una nueva transformación en la obra de arte; luego de Warhol viene Rikit Tiravanija vía Fluxus (desmaterialización en el arte): la obra de arte se ha disuelto y transformado en relaciones, espacio, contexto, extendiéndose en el tiempo. Es decir, el artworld es parte de una economía de especialización y de producción de relaciones sociales que se materializa en exposiciones, conferencias, simposios, vernissages, homenajes, fiestas VIP, presentaciones. Los lazos que se crean son más importantes que la obra en sí, por lo tanto el artworld no es un ‘sistema’ sino un contexto, una red social de distribución de la producción creativa que produce plusvalía. Al mismo tiempo, el arte contemporáneo es un parque de diversiones para los ricos con la función de embellecer al capitalismo y por eso el glamour del arte contemporáneo es indisociable de la precariedad laboral, la expoliación de modos y de formas de ganarse la vida, la guerra contra el crimen organizado y la guerra contra el terrorismo, las terapias de shock en las economías en crisis y de las burbujas inmobiliarias.

·      Para Toscano: “El ámbito del arte mantiene hoy una hermandad de vanguardia con el sistema económico neoliberal; (el dinero es la nueva religión y el arte contemporáneo provee los nuevos objetos y recursos para el culto del dinero)”. Esta declaración me parece conservadora e imprecisa; para mí, el arte contemporáneo es parte del complejo militar industrial global, los museos son fábricas sociales y campos de batalla, sirven para legitimar gobiernos y corporaciones, son el suplemento pacificador de la opinión pública, no es cuestión sólo de dinero sino también de poder simbólico y manufactura de consenso y opinión.

·      Hay un debate que se ha dado en el artworld en los últimos 15 años más o menos; está por un lado los que defienden al arte que se traduce a objetos u acciones que se exhiben en galerías o museos y por otro, los que lo critican y producen o valoran al arte útil, que opera fuera del estudio, museos y galerías, en el espacio público y que pretende tener injerencia en los procesos sociales y en la realidad. En los últimos 20 años o así, hemos visto aparecer arte parecido al que prescribe Toscano al final de su libro: extramuros, con un ánimo democrático, participatorio y relacional, que busca romper con la alienación capitalista (con colectivos como: Temporary Services, Colectivo Cambalache, Las agencias, Electronic Art Ensemble, etc. Y la mayoría del arte que se exhibió en la Dokumenta pasada) ¿Cómo situaríamos la noción de grass roots de Toscano en este debate?

·      Toscano define al artista narciso como su propio jefe, su propia autoridad, autodidacta y por eso mediocre y oportunista, apropiándose de referencias sin reconocerlas abiertamente, que sólo busca reconocimiento y visibilidad. Escucho un eco en su definición de ‘función de artista’ a la crítica que hizo Gilles Deleuze a los ‘nouveaux philosophes’ en los 1970s. Para Deleuze, Bernard-Henri Levy, Alain Finkielkraut, André Glucksman, entre otros, habían transformado la función creadora de la filosofía en función de autor. Después de que la autoridad de la autoría, la validez del significante fueron cuestionadas en el ’68 y por el postestructuralismo, Deleuze observa que el autor había regresado con venganza, pero vaciado de contenido, lleno de vanidad, repitiendo conceptos reducidos y estereotipados, con una fuerza enojosa y reaccionaria. Deleuze habla de figuras concretas, ¿por qué Toscano no nombra a sus ‘artistas narcisos’?

·      A mí me parece que el ‘narcisismo’ es una condición a todas las profesiones en general bajo el neoliberalismo. El trabajador es narciso porque la subjetividad del emprendedor neoliberal está basada en una imagen ideal: la de Steve Jobs o Mark Zuckeberg, a quien todos se buscan parecer. Por eso, en La carte et le territoire (2010) de Michel Houellebecq, Jed Martin, el personaje principal, un pintor exitoso hace retratos de emprendedores capitalistas millonarios, productores culturales celebrities puestos al mismo nivel que trabajadores de otros ámbitos que no son famosos.

·      Damien Hirst y Jeff Koons se reparten el mercado del arte, inacabada, óleo sobre tela  (120x150cm)
·      El arquitecto Jean-Pierre Martin dejando la dirección de su empresa, óleo sobre tela
·      Michel Houellebecq, escritor, óleo sobre tela
·      Bill Gates y Steve Jobs platican sobre el futuro de la informática - La conversación de Palo Alto, óleo sobre tela
·      Aimée, escort-girl, óleo sobre tela
·      Maya Dubois, asistente de telemantenimiento, óleo sobre tela
·      El periodista Jean-Pierre Pernault presidiendo una conferencia de redacción, óleo sobre tela
·      El ingeniero Ferdinand Pleich visitando los talleres de producción de Mosheim, óleo sobre tela
·      Ferdinand Desroches, carnicero de caballo, óleo sobre tela
·      Claude Vorilhon, gerente de la tienda de tabaco, óleo sobre tela

A mí me parece que colocando al narcisismo como condición específica de los artistas, Toscano denosta el trabajo de décadas de reflexión, experimentación, dedicación de algunos artistas (unos famosos y otros no), que además de ser talentosos, toman su trabajo más en serio que al artworld. Siento que la búsqueda de reconocimiento, visibilidad y éxito son pulsiones que dominan el ámbito de la cultura – pero no es exclusiva a los artistas.

Al comienzo del libro hay una cita de Stiegler sobre la gramatización. Para Stiegler, la gramatización son los efectos homogeneizadores de la industria de la cultura en el sentido estricto de la industria de la cultura según Horkheimer y Adorno (mass media, radio, cine, medios digitales). La gramatización es una forma de alienación, de masificación individuada, la creación de valores y deseos por medio del marketing, el hecho de que todo se haga consumible, desde la educación, la cultura, la salud etc. La producción estética se dirige a suplementar el mercado del entretenimiento con nuevas experiencias y sensaciones cultivadas, con la promesa de romper con la alienación capitalista (a través de la crítica, iluminación, excepcionalidad), prometiendo individualidad y singularidad ante la masificación de todo. ¿Llamaría Toscano a esa promesa del arte uno de los efectos de gramatización en el arte y por lo tanto también un simulacro? Hay una contradicción en su argumento: para mí que las prácticas antigramáticas por las que aboga Toscano necesitan proclamar un lugar de excepción – ante la gramatización – para poder efectuarse como tales –la autonomía del arte sería ese lugar de excepción ¿o si no, cuál?

·      Para Toscano, la “transestética” es un reflejo de la banalidad del arte en el mundo exterior, un ‘simulacro’ de estilo de vida consumible, la alienación creada por la masificación. En los 1980s y en los 1990s, artistas como Damien Hirst, Richard Prince, Haim Steinbach, bajo la influencia de Warhol y Duchamp, hicieron arte precisamente sobre la vacuidad simulacral en el arte y la realidad. Esta vacuidad, como Toscano lo menciona, ha sido perfectamente incorporada al mercado y a los mass media. Sin embargo, ni la noción de ‘Sociedad del espectáculo’ (el momento histórico y en la producción capitalista en el que las relaciones humanas son mediadas por imágenes) ni el concepto de simulacro[1] que Toscano menciona son suficientes para describir la complejidad de la actual relación entre las imágenes y la realidad, la estética y su producción. No sólo significados y símbolos han sido colonizados por el capitalismo, sino que lo perceptible que le da forma a nuestra experiencia –la aiesthesis: está colonizado. Una consecuencia de ello es el fenómeno del coleccionismo sin gusto: los patronos compran obra de Daniel Guzmán como una inversión, aunque lo que realmente les gusta es el bodegón neocolonial que pintó la abuela o las esculturas de Juan Soriano o de Jorge Marín. Hay que considerar también los cambios masivos traídos por el nuevo régimen de los medios digitales: no trajeron sólo formas diferentes de manufacturar y de producir, sino también formas nuevas de articular la experiencia vivida. Siguiendo a Stephen Shaviro, los nuevos medios dan lugar a una sensibilidad que flota en el ambiente y que permea nuestra sociedad: la “expresan” a través de lo sensible, generando afecto para extraer valor de allí. Ya no es cuestión de ideología ni de superestructuras marxistas, sino de procesos que están en el corazón de la producción, circulación y distribución social. Es decir, el afecto genera subjetividades y juega un papel crucial en la valorización del capital. El afecto es capturado, reducido y calificado como emoción, creando mapas afectivos que no representan sino que ejecutan activamente relaciones sociales. De forma distinta al pasado régimen simulacral, la realidad ya no está poblada de imágenes y símbolos vacuos, sino que las imágenes, como lo indica Hito Steyerl, han comenzado a filtrarse por las pantallas y a invadir la materia objetiva y subjetiva, teniendo como consecuencia que la realidad esté “postproducida”, es decir, hecha de imágenes, procesos y constelaciones antes pertinentes a las imágenes (montaje, copy-paste, etc.). Esto tiene consecuencias mayores para la producción estética contemporánea y para entender cómo funciona bajo el marco de la economía política neoliberal.

Bibliografía

·      Thierry de Duve, “An Ethics: Putting Aesthetic Transmission in its Proper Place in the Art World,” Art School (Propositions for the 21st Century), ed. Stephen Madoff (Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2009)

·      Brian Massumi, “The Autonomy of Affect” disponible en red: http://www.brianmassumi.com/textes/Autonomy%20of%20Affect.PDF

·      Lynda Nochlin, “Why Have There Not Been Great Women Artists?” (1971) disponible en red: http://davidrifkind.org/fiu/library_files/Linda%20Nochlin%20%20Why%20have%20there%20been%20no%20Great%20Women%20Artists.pdf

·      Stephen Shaviro, “Post-Cinematic Affect; On Grace Jones, Boarding Gate and Southland Tales,” Film Philosophy 14.1 (2010)

·      Hito Steyerl, “Too Much World: Is the Internet Dead” e-flux journal #49 (November 2013), disponible en red: http://www.e-flux.com/journal/too-much-world-is-the-internet-dead/

·      Bernard Stiegler, “Suffocated Desire, or How the Cultural Industry Destroys the Individual: Contribution to a Theory of Mass Consumption” trans. Johann Rossouw Parrhesia No. 13 (2011), pp. 52-61

·      Bernard Stigler, “Interview: From Libidinal Economy to the Ecology of the Spirit” with Frédeeric Nayrat, trans. Arne De Boever Pharresia 14, (2012), pp. 9-15.

·      Javier Toscano, Contra el arte contemporáneo (México DF, Tumbona, 2014)



[1] Para Jean Baudrillard, los medios y la cultura han saturado a la sociedad con construcciones de signos y de símbolos de la realidad percibida; la saturación es tal, que dichos signos y símbolos se han hecho vacuos e intercambiables y no hacen más que referir unos a los otros, señalando la falta de una realidad profunda y vacía.