viernes, 30 de noviembre de 2012

Sobre públicos imaginarios o ¿No hay mas ruta que la invisible?

Respuesta de Pablo Helguera a la reseña de su exposición Quodlibet (Bellas Artes, 2012)




Estimado Comité Jaltenco,

      Les agradezco sinceramente que se hayan ocupado críticamente de mi exposición Quodlibet, presentada este año en el Palacio de Bellas Artes (pocos lo hicieron). Desafortunadamente para mí, que no estoy inscrito a su blog, no me enteré de la existencia de su reseña sino hasta ahora. He decidido sin embargo romper con dos reglas no escritas (entre muchas otras) en el manual de etiqueta del arte, al que, como bien saben ustedes, soy aficionado: una es que un artista no debe responder a una crítica de su obra y la otra es que mucho menos debe responder meses después de que esta haya sido escrita y cuando la exposición ya ha pasado a la amnesia colectiva.
      Decido responder más que nada porque a eso me invita la naturaleza de su invisibilidad, que rompe ya de entrada con las convenciones mismas de la crítica, y porque considero que es importante cuestionar no su poca simpatía por mi obra (lo cual lamento pero acepto) sino su ortodoxa interpretación de las ideas que subyacen en este proyecto y en las prácticas artísticas actuales con las que encuentra afinidad. Lo hago porque en sus argumentos se revelan obstinaciones teóricas caducas que subsisten no sólo en México sino en Latinoamérica, y esta me parece una oportunidad importante para confrontarlas de una vez por todas.
      Comenzaré por decir que comparto plenamente con ustedes la desilusión de presenciar una y otra vez la complicidad del mundo del arte con el aparato neoliberal; coincido en que el mercado del arte es quizá el peor ámbito para ejecutar la crítica o producir un cambio social, y en que muchas obras que se autoadjudican el carácter de obras políticas o de interacción social no tienden a ser sino ejercicios vacíos, autocomplacientes, que posiblemente satisfacen una cierta culpabilidad burguesa tanto del artista como del coleccionista. Creo que es importante, desde el ámbito del quehacer artístico, la curaduría y la crítica, provocar acción, diálogo y reflexión en torno a estos temas, pero sobre todo trascender estos temas y proponer nuevos modelos de producción.
            Sucede, sin embargo, que sus ataques enmascarados con invisibilidad y el tipo de retórica teórica que ustedes enarbolan sufren de tres grandes problemas. El primero es el de atarse a una serie de valores abstractos (como lo es su Comité) que no pueden ser satisfechos de ninguna manera. Imaginan en el mundo del arte un público omnisciente, adentrado en los recovecos del post-estructuralismo, infiltrado en los debates internos de October y Semiotext(e), produciendo y debatiendo obras fuera de cualquier vínculo institucional y que ha sido ya eficientemente iluminado y emancipado.
      Este hipotético “público” y el ambiente socioeconómico y cultural en el que supuestamente vive, siento decirlo, no existen, ni en México ni en ningún otro lugar. Este es quizá un síndrome de aquellos que están demasiado —y acríticamente— empapados por la teoría francesa: que en el momento en que comenzamos a exigir una verdad absoluta a cada obra, en el momento en que queremos instrumentalizarla para servir a una serie de metas igualmente abstractas, todo se torna una pila de invocaciones tanto inalcanzables como inarticulables. En otras palabras, si no somos capaces de articular lo que es la “verdad” o la “justicia”, lo que tenemos que hacer entonces es enfocarnos en los casos concretos de lo que consideramos verdadero o justo y producir conocimiento en base a ello; no tiene mucho sentido perder el tiempo en definir lo que hasta ahora ha sido indefinible1.
            Esta es una de las razones, creo, por las cuales al Comité se le dificulta tanto ofrecer ejemplos de artistas trabajando de la manera que les satisface. Es también, creo, la razón por la cual no pueden desenmascararse. Y es, concuerdo con Cuauhtémoc Medina en este punto, la razón por la cual la retórica de Jaltenco, en su extremo racionalismo, comienza asemejarse al estado totalitario.
            Pero el peor efecto de esta obsesión con las categorías abstractas es la percepción que ustedes tienen del público en México. Al hablar del público del Palacio de Bellas Artes, citan el estudio de Néstor García Canclini de 2004 en que efectivamente describe el carácter intimidante del recinto, sugiriendo que es un espacio restringido a las élites. La cita no reconoce, sin embargo, el hecho de que el Palacio es a la vez el recinto museístico más visitado en México. En el periodo en que se presentó Quodlibet también estuvo la exposición de Fernando Botero, la cual rompió récords de asistencia. Las familias que asistieron al Palacio en esos días obviamente no estaban conformadas por teóricos ni mucho menos iban a ver Quodlibet sino a las mujeres gordas retratadas por Botero. Sin embargo, quiéranlo o no, ahí estaba esa muestra y muchos de ellos la vieron. Con ese hecho en mente, el proyecto incluyó una serie de visitas guiadas tituladas “El palacio perdido”, con las que se le daba a esos espectadores la oportunidad de visitar secciones del Palacio que nunca habían permitido el acceso al público (el área de vestuario, la sala de maquillaje, la parte trasera del escenario). De acuerdo con la evaluación objetiva que se hizo, las visitas guiadas fueron muy bien recibidas, cumpliendo una de las metas principales de la exposición, entender mejor la historia de ese espacio.
      El tipo de obra que me acusan de practicar —obra kitsch, condescendiente y cursi (supongo que ni siquiera puedo aspirar al kitsch y a la cursilería de Botero)— sugiere que lo que el Comité exige son obras que se liberen de toda referencia emocional para mejor vincularse racionalmente con ese público utópico que imaginan. Tampoco es de sorprenderse, por supuesto, que al Comité le irrite la presencia del retrato en video de Rafael Galicia, el empleado más antiguo de Bellas Artes, en la exposición: para el Comité, cualquier concreción visible y humana rompe con su interpretación del Palacio como símbolo oscuro del Estado opresor —mientras que por otra parte la opacidad política de la obra Ave Paria y el hecho de que no haya insultos explícitos a Felipe Calderón en las paredes de la sala denota, supuestamente, mi directa colaboración con el régimen para que me den un velorio en Bellas Artes (aunque creo que para ello me tendría que haber muerto en el sexenio que acaba de terminar: lamento no haberme apresurado).
        El segundo problema que encuentro en su postura es lo que aparenta ser un rechazo categórico a la práctica simbólica del arte. Para no agotar al lector, mencionaré solo dos de las varias razones por las cuales esta postura no es viable en el mundo real. La primera es un argumento ético: en el momento en que uno adopta la idea de que el arte “debe” de ser esto o aquello y condena las obras que no cumplen con equis exigencia moral, uno entra en un territorio pantanoso sin límites, pues no hay manera de trazar una línea definitiva donde supuestamente termina el arte “de verdad”. En su caso, trazan la frontera ética en lo que ustedes definen como un arte “hecho políticamente”, como dice Godard, y todo lo que queda fuera no es digno de considerarse. Tal definición es de nuevo imprecisa y, como cualquier otra dentro de este territorio, al final resulta inoperante: para el observador, el hecho es que el arte continúa siendo hecho en el mundo, de todas formas y estilos. Segundo, para abordar de manera crítica el arte de tipo social, no es necesario descartar toda actividad que no sea explícitamente de intervención social tipo Occupy. En textos anteriores2 he argumentado que, en vez de establecer parámetros externos para validar una obra de interacción social, uno tiene que enfocarse en las declaraciones explícitas que esta hace. Si la obra no cumple objetivamente el propósito que se ha impuesto, no se le puede dar el crédito de tener una acción o agencia real—continúa existiendo en el territorio de lo simbólico. Pero esto no implica descartar por completo toda obra que exista en el territorio de lo simbólico —obra que, dicho sea de paso, puede estar “hecha políticamente”: una sola caricatura de Muhammad puede engendrar manifestaciones y violencia. (Dicho esto, Quodlibet nunca declaró ser una “crítica” al muralismo, como ustedes mencionan: su enfoque tiene que ver con el presente y nuestra relación con los recintos y legados culturales creados por aquella generación).
          Me parece particularmente paradójico haber sido colocado, de pronto, dentro del territorio de los artistas que supuestamente “conspiran” con el Estado para producir arte que satisfaga su agenda neoliberal, panista, calderonista, priísta o lo que sea. Los proyectos principales que he realizado en la última década, y que el Comité convenientemente olvidó, tienen que ver directamente con el activismo y la formación de iniciativas autosustentables que no están directamente vinculadas a una institución: entre otros, el Instituto de la telenovela (2002-04), La Escuela panamericana del desasosiego (2003-2011), El Club de Protesta (2011), The Dictator Game (2012) y Aelia Media (2011-), este último una estación de radio en Bologna creada en colaboración con artistas y activistas locales y que aborda tanto problemáticas locales como el legado del movimiento estudiantil del 77 en Bologna. Estos proyectos han sido resultado de una larga reflexión sobre lo institucional, que he tratado de promover en México desde finales de los 90. En esos años me exasperaba que en México hubiera tan poco interés en debatir la relación entre las prácticas artísticas locales y las instituciones, debate que yo creía necesario porque veía exposiciones y proyectos que empleaban esa retórica de forma acrítica, ingenua o simplemente mimética. De ahí que organizara una serie de encuentros teóricos en México que intentaron problematizar esa relación, primordialmente en torno al museo (que a fin de cuentas, en el arte de esas décadas, era prácticamente sinónimo de institución). El primero fue Lo ficticio dentro y fuera del museo (1999, Museo Carrillo Gil); el segundo, El museo como medio (2002, Centro Nacional de las Artes), al que asistieron Fred Wilson y Andrea Fraser, entre otros. Ya desde ese momento tratamos el tema de la crisis de la retórica subyacente en la crítica institucional. En el SITAC que organicé en 2005, y al que asistieron, entre otros, Hans Haacke y Marina Abramovic, se volvió a tratar esa relación. A lo largo de esos encuentros surgió la noción de que la retórica vinculada a aquellos momentos de pleno posmodernismo no podía entender el momento presente sin adquirir cierta distancia. Hoy, por otra parte, no se puede pretender que los museos ya no existen y que sólo se debe operar desde fuera de ellos. Resulta que esa actitud facilita que los Boteros del mundo del arte continúen ocupando esos recintos.
      En el caso de Quodlibet, el medio para establecer un diálogo sustentable con el público (tanto con los visitantes como con los muchos empleados del Palacio, que ayudaron activamente a elaborar esta muestra) el vehículo lógico era del de una exposición y no, como en proyectos anteriores, una escuela portátil, una estación de radio o una escuela de música.
          Finalmente, la tercera enfermedad de la que, creo, su Comité ha sido presa, y a la que ya he aludido, es la parálisis que les ocasiona su lealtad a ideas que, si bien muchos compartimos en espíritu, no ofrecen vías concretas de operación, ni dentro ni fuera del arte. Esta fue, en parte, la razón del aparente fracaso del movimiento Occupy —aunque se puede argumentar que, si bien Zuccotti Park fue evacuado, varios grupos que emergieron de aquellos debates han adoptado una estrategia de acción propositiva que está generando nuevos modelos y nuevas maneras de diálogo. Ese podría ser el caso, creo yo, del blog de ustedes, que puede tener el mismo potencial y generar diálogos que promuevan nuevas alternativas. Pero esto solo puede ocurrir si abandonan ese dogmatismo paralizante, sordo y particularmente nocivo para el medio cultural mexicano, donde es muy fácil estimular la sospecha, el rencor, el pesimismo y, sobre todo, las teorías de la conspiración.

Finalmente, creo que si en algo estamos todos de acuerdo es que lo que falta en México es transparencia —y esta comienza con dar la cara.


Abrazos,

Pablo Helguera


1 Ver Richard Rorty y Pascal Engel, What’s the Use of Truth? Columbia University Press, 2007.
2 Education for Socially Engaged Art (2011), Jorge Pinto Books, New York.