miércoles, 24 de octubre de 2012

Camaradas ocultistas, escondidos, opacados (respuesta al CIJ de Cuauhtémoc Medina)



He tenido en varias ocasiones el curioso privilegio de ser objeto de sus combativos comentarios. Por espíritu deportivo — el gozo de estar entre posiciones encontradas— no sentí necesidad de responderles.[1]. Su reciente reacción a la entrevista que Mariana Aguirre me aplicó par ael blog de Art21 [2]  la  forma sistemáticamente inexacta en que me citan y traducen no era algo ya tan fácil de pasar por alto. Además está la ventaja de que sus argumentos son propicios para advertir a colegas y lectores acerca de las simplificaciones que ocurren si uno se deja impregnar por la tendencia de soñar con el regreso de un “arte político”. Espero no se sientan del todo mal empleados. 
Con todo, me parecde que ustedes exageran al decir que yo los  “descarto“ por centrar todas sus críticas monótonamente en el temario de lo neliberal . Ciertamente, es de llamar la atención que su repertorio argumental siempre arribe a la misma conclusion, no importa qué objeto, exhibición o idea ustedes comenten. Mi alusión al Comité estaba más centrada en excitarlos a salir del closet. Sigo pensando que hay algo un tanto abusivo y fuera de sitio en el uso que ustedes hacen de su “invisibilidad”. Escondere no aparece para Jaltenco como una necesidad táctica, orientada a protegerse frente a una amenaza represiva. La invisibilidad es, por el contrario, en su caso, una estilización y un adorno que traza  una identificación no del todo crítica con el grupo de los Nueve de Tarmac en Francia. Ustedes atacan, peroran y agitan sin consecuencia. Los demás arriesgamos, al menos, el nombre y la viabilidad de los proyectos que llevamos a cabo. Yo prefiero seguir pensando que el uso de la clandestinidad debe  reservarse a los casos que políticamente la ameritan.
1. Traduttore, traditore...
En su último comunicado, ustedes han denunciado como “problemático” el modo en que discurro sobre el estatuto político de la cultura y el arte contemporaneo[3]. Les resulta incómodo que alguien escriba o hable acerca del carácter paradójico de los fenómenos culturales, en lugar de dar recetas. De hecho, el deseo de que los textos y las obras provean directivas de pensamiento y acción es algo que se expresa hasta en sus errores de traducción.
En la  entrevista de Mariana Aguirre   hay un punto en que sugiero que   “el arte contemporáneo tiene este momento un rol destacado  en definir qué puede ser  la práctica cultural políticamente informada”.[4]  Es divertido constatar cómo el inconsciente les gana cuando ustedes traducen la frase transformado lo que tiene de descripción en prescripción: 
...el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada”. [5]
Ese corrimiento del “puede” al “debe ser” no es cuestión menor.  Pero antes de ocuparnos de sus implicaciones permítanme llamar la atención sobre otro punto donde su aparato de citas es, por así decirlo, seductóramente creativo.  En la entrevista ya mencionada planteo que hay un giro muy significativo en la relación entre intelectuales y poder en México. En el antiguo régimen la clase intelectual era cooptada pues servía como grupo de presión: ser escuchada y eventualmente reclutada por el aparato de poder, era prueba de la importancia de su particpación en ese campo de las fuerzas políticas.  En cambio, desde la llamada “transición democrática”, me parece evidente que “el gobierno y la presidencia se han sacudido de la presión simbólica de los intelectuales” [6]  al punto que sus críticas no tienen efectos ni siquiera en el curriculum del gabinete: el terrible costo que tuvo para José Ángeles Córdoba Villalobos, ex-secretario de salud, al recomendar a la clase política leer El Principito  de Maquiavelo fue ser nombrado Secretario de Educación Pública.
Al citarme, sin embargo, ustedes introducen el hermoso acto fallido de una denegación, para hacerme decir exactamente lo contrario: “el PAN: ‘no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales’, sino que les permite amplia libertad de expresión”.[7]  Ese “no” que ustedes añaden a mis palabras es un hermoso portal por el que entra toda una maraña de distorsiones.
Pensando en el estallido del movimiento estudiantil en mayo pasado, y la movilización que le siguió, yo arguía que el desprecio del poder político por la clase intelectual contrastaba con la forma en que aspectos de orden cultural, como el cuestionamiento del  analfabetismo de Peña Nieto, habían tensado a la sociedad y provocado disenso. De ahí sacaba por conclusión que los ciudadanos esperan que la cultura tenga en esta república un papel político más allá de la caducidad del intelectual crítico.[8] Nuevamente, torciendo la lectura, ustedes me hacen decir que “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel político importante en la sociedad”. La  frase puesta entre paréntesis no solo no es mía, sino que no encaja en el texto ni gramaticalmente.   Que la sociedad atribuya a la cultura un valor político decisivo no significa que el arte contemporáneo vendrá a sustiuir a los intelectuales públicos, sino  en cuestiones tan trascendentales como la exigencia de revisar la función de la televisión en la construcción del poder local y la diferenciación de clase informática que hoy por hoy divide a los votantes en quienes obtienen su información de la tele y por otros medios. Esos temas tienen en México un efecto politizador. Al Comité, sospecho, no le parecen suficientemente “políticos”.
Mientras, si quieren pedestremente, intentaba hacer un balance sobre los juegos entre cultura, estado y ciudadanos, poniendo el  acento en sugerir  desplazamientos, mediaciones, vacíos y discontinuidades, en la versión del Comité de Jaltenco se me hace aparecer declarando al arte contemporáneo la plataforma discursiva y política de la nación. Esos actos de ventriloquismo no son del todo disculpables. Pero lo tendencioso del análisis del CIJ encierra una cuestión de mucha más trascendencia: implica en cada momento la noción anacrónica de “arte político” que el supuesto colectivo pretende defender.  
           
2.  En defensa del artefacto
No los acuso, camaradas, de hacer esas tropelías textuales por perversidad. Así como el lenguaje tiene la expresión por demás graciosa de que alguién “quiso decir” algo, uno podría decir que en sus interpretaciones hay un “querer leer” sobrfe un asunto que los hace ya no invisibles sino ciegos.    A saber, la idea de que todos deben entender a la obra de arte, o la cultura, como proveedora de recetas,  herramientas, vehículos de persuación o, en términos generrales, de toda clase de instrumentos.
En mis declaraciones a Aguirre, hice todo lo posible por no caer ni por error en la expresión gastada y contraproducente de “arte político.” Esa, les adelanto, es una categoría que plantea, a mi entender, la visión reaccionaria que ve en la obra de  arte un aparato comunicativo, que  porta (la mayor de las veces muy imperfectamente) alguna clase de mensaje o contenido. Ustedes me implican en ese dispositivo ajeno, al hacer la siguiente pregunta retórica:
Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de artistas y curadores?[9]
¡Por supuesto que no! Si aventuré la noción de un arte “informado políticamente” fue para implicar una elaboración muy distinta que, naturalmente, no elaboré en lo que era sólo una entrevista periodística. La expresión de un “arte informado políticamente” asume que es la obra de arte la que puede estar “informada”, de modo que en su poética, materiales y operación se haga cargo, introduzca y/o atraiga, tensiones, conflictos, dilemas y posibilidades políticas provenientes de un lugar y momento concretos. 
Conviene aquí desplegar más a fonodo el concepto. En un momento en que la obra de arte contiene, con una enorme frecuencia, procedimientos de montaje, apropiación, intervención y mimetismo con “lo real”, esto debe ser fácilmente interpretado en términos de concebir que las obras portan material y alegóricamente trozos de “realidad” por más falsificada o ideologizada que parezca. Como las obras de arte son “creaciones” de un autor, sino operaciones con signos, imágenes, estructuras sociales, materiales y formas de pensamiento preexistenets que el artista extrae de la sociedad, la historia y la política que lo circunda, esos “materiales” (en el sentido más amplio del término) aparecen introducas a la obra como su “información”. Son el momento social y colectivo que ingresa a la obra, independientemente de las condiciones de su factura.
Nada en mi argumentación permite pensar que esa “información” deba pasar por la cabeza del artista. Es empíricamente comprobable que el artista incluye en su obra fragmentos o prácticas que él o ella misma no puede articular verbal o intelectualmente. En última instancia, eso significa que las obras de arte sean, antes que construcciones semióticas, artefactos. El “cómo y de qué están hechas” es su contenido, y no la voluntad o intención del supuesto autor que no se inscribe ni siquiera en la superficie de ese aparato.
No es ocioso, por consiguiente, que quienes observamos, criticamos o pensamos esas obras ocupemos tanto tiempo en reflexionar sobre los ingredientes y los métodos que integran, por así decirlo, la base de la sopa. Los elementos tomados, desviados, transformados, e incluidos en la obra de arte son trozos de realidad social; los procedimientos, formas alegóricas, o transformaciones que esos fragmentos sufren, son responsables de transformar esa “información” en seres que son ya en todos los casos agentes sociales.[10] Apunto, por si acaso, que en el proceso de ese “bricolage” no hay nada estrictamente animista. La producción de un objeto, una situación, o una acción produce un agente que luego actúa, es el blanco de la reflexión, y afecta la pobre subjetividad del autor y de su receptor. En esa medida, espero, es que seguimos viendo a las obras de arte implicadas en la sociedad y la cultura y sin embargo desbordándola.
  En efecto, que la obra sea la que esté “informada” la estatuye como un aparato, un agente o una máquina de significado e implicaciones, con la que el público se ve enfrentado crítica, sensible y culturalmente. Hay aquí planteadas una serie de mediaciones y modificaciones que, afortunadamente, garantizan que el proceso no tenga nada que ver con enviar un email, un telegrama o expresar opiniones o convicciones.  Aclaro que lo que aquí despliego no sorprenderá a nadie que esté involucrado en la producción o reflexión artística. Si una entrevista no era lugar para sacar a la luz todas esas implicaciones, esta fenomenología donde la obra puede estar informada debe ser enteramente aproblemático a muchos de los lectores.  Con  excepción de aquellos que por motivos muy concretos quieren seguir viendo las obras como meros vehículos de un mensaje.
3. La ingeniería del espíritu.
Es en este punto que los (o el) amigo(s) del Comité se enredan en plantearnos una hipótesis tan inverosímil como escandalosa: una teoría institucional de la conspiración neoliberal.
Según ellos la UNESCO, dominada por una ideología neoliberal, ha definido a la cultura como un “derecho humano”. Esa directiva neoliberal se traduce en una cadena de comandos de política cultural que sin pérdida de información por entropía, malentendido, o interferencias, se aplica en México como política cultural pública. El comando de la UNESCO es, según Jaltenco, el motivo por el cual la política cultural del gobierno de Calderón entrega los museos a los patronatos de los ricos para difundir una ideología de “libre expresión” individual.  Si usted, colega o lector, sumergido en la sucia práctica, tiene la impresión de que los ordenamientos de UNESCO son letra muerta, que el gobierno panista dista de tener una política cultural más o menos coherente, o que los gestores culturales batallan en torno a las decisiones sobre qué clase de cultura producen, se equivoca. Según Jaltenco la correa del mecanismo es eficientísima y, en ese sentido, maquinaria torpes y humeantes como CONACULTA son  perfectas. El resultado final, por insultante que resulta a los agentes culturales de todo tipo, es que según Jaltenco los programas de las instituciones culturales las deciden los patronatos, aplicando la política del gobierno, que es a su vez, la política neoliberal que la UNESCO impone alrededor del mundo. Esto es lo que Jaltenco opone a mi intento u otros de describir una serie de articulaciones y diferendos batallando en el seno de una institucionalidad cambiante:
Argumentamos que la supuesta relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.[11]

 No hay en ese relato espacio de disidencia o resistencia, tampoco para la reflexión, ni los tricksters, las fallas o el balbuceo. Las diferencias de concepción de estas instituciones, las batallas entre diversas versiones de obra de arte, la disidencia frente a ciertas tácticas culturales, e incluso la rebatinga por capital simbólico y dinero, todas esas fracturas son expresiones de la misma libertad vacía que la UNESCO ha dictado centralmente. Todo, según Jaltenco, es la aplicación de un marco normativo de libertad falsificado impuesto ni más ni menos que desde París, la capital cultural del capitalismo cognitivo del siglo XXI.
Cuando uno está por perder toda esperanza de encontrar alguna clase de oportunidad para alguna política en un mecanismo de relojería tan perfecto, el Comité saca de alguna de sus invisibles cuevas en Jaltenco una solución mágica, si bien un tanto vetusta: la estética del compromiso. Aclaro al lector que las cursivas son todas mías:
Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el  trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
Como pueden apreciar, la única libertad que Jaltenco parece valorar es la que provee na  directiva “pedagógica” y “visionaria” que, por medio del artista, debe llevar a la acción colectiva. El enemigo, en sus propias palabras, son “las fuerzas democráticas” encarnadas ni más ni menos que por ¡el capital monopolista! Me rindo: debo coincidir con el Comité en pensar que las obras de arte actuales tienden a ser un tanto cuanto reacias a tener esa “claridad visionaria” e “interés pedagógico”. Lamento constantar que los argumentos que el Comité ha venido emitiendo por tres años están presididos por una visión tan estrecha del campo cultural, donde cualquier significado cultural, de relaciones sociales, implicaciones económicas o sentido poético, deben ser subordinados al momento epifánico de la movilización. Tenemos aquí una visión de militancia y subordinación de la obra de arte al dictado político de viejo cuño.
Por un lado, prevalece en todo esto una notable ingenuidad. Si los dictados comunicativos ordinarios en el seno de los partidos o la moral son incapacies de movilizar a la gente con similar eficacia, pedir a las pobres obras de arte tamaña persuasión es, por lo menos, una quimera. La conclusión lógica es abandonar desde ya todo este aparato podrido, y dedicarnos a producir propaganda. Pero, me temo, los sujetos suelen ser mucho más complicados que este animal pavloviano que el CIJ proyecta.
No me escapa el que la aparición del patronazgo privado implica en México, como en otras partes del mundo, una nueva estructura de poder en torno a la producción cultural, y una serie de medios de control político en extremo poderosos. Pero no siento que esa transición deba resolverse en pensar nostálgicamente la subordinación del aparato cultural a la presidencia. Si pensar políticamente implica buscar opciones. Estamos, en efecto, ante una situación nueva: la normalización neoliberal del poder cultural nos enfrenta ahora no con una versión degradada de una polìtica cultural dictada por los ministerios, sino con un campo de tensiones y fricciones con el poder económico y la mercantilización de la cultura. Un aparato donde se conjuga el poder económico y el del deseo de espectáculos de masas, donde la representación nacional opera ahora como mercancia y medio de atracción de capitales, puede ser un campo de intervención politizada, donde uno aspiraría a que en el esquema de economía mixta del aparato cultural artistas y agentes pudieran hacer intervenir la disidencia y conflicto, incluso para defender el carácter público y profesional del aparato cultural de la voluntad tiránica que a veces expresan los “patrones”, como se ha visto recientemente de modo más que ilustrativo en el caso del Museo Tamayo o de la colección Blastein.
Aun así, la forma en que el Comité ha decidido hacer pública su nostalgia por un “arte comprometido” que señale a la gente la dirección de la lucha con un  valor “pedagógico,” es un giro argumental que, honestamente, me ha descolocado. Según Jaltenco, sus crítica al neoliberalismo hace eco de las teorizaciones de autores como Franco Berardi o Slavoj Zizek. Esos autores, suelen tener versiones de la operatividad de la ideología y la hegemonía que no dependen de que la estructura social sea una cadena de comandos conscientes y serviles. Un elemento que comparten los argumentos sobre la hegemonía es saber que carácter central de la cultura estriba en definir el sentido común que, luego, funda el consenso, lo que abarca no sólo los temarios “políticos”, sino el conjunto de las creencias e ideas, y los modos de relación entre sujetos. En ese contexto, la visión de una obra de arte como vehículo de pedagogía agitacional no tiene mucho sentido. Ingenuamente yo creí que era juzgado por una fracción de los operarios italianos que, cuando salía de su invisibilidad, se planteaba tácticas neo-espinozistas de orden afectivista en relación a la fuga política de la multitud. Me he dado de bruces con una reedición no del todo puesta al día de las prédicas realistas-socialistas.
La exigencia de Jaltenco de producir  obras-directivas basadas en una transmisión pedagógica del compromiso político, tiene más que ver con las diatribas de Zhdanov y Stalin en el sentido de concebir a los escritores como “ingenieros de almas” a quienes  tocaba la  responsabilidad de la educación del pueblo y la juventud.[12] Como alguna vez exclamó el escritor Arturo Azuela, entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando un filósofo se le puso un tanto cavernícola: “¡Tanto Foucault para esto!”
Permítanme dejar de lado la ironía para expresar del modo más llano posible mi sensación de que no es sólo el Comité Invisible de Jaltenco el que al apelar a la idea de una obra instrumental, eficaz, pedagógica y ligada con las luchas anticapitalistas se despeña hacia la regresión estético-política. Cada vez con mayor frecuencia escucho argumentos, a veces entre jóvenes artistas, que esperan dar con la hechicería que les permita producir una obra de arte eficaz. La confusión no es sólo local: una multitud de frentes, en seminarios y debates remotos o presenciales, lo mismo que en las pseudoclínicas tropicales de Kassel, o la búsqueda de un “arte útil” en la última Bienal de Berlín, la hipótesis de un arte-herramienta ha venido apareciendo como una tendencia incontenible. Una norma de esas excitativas es la desmemoria sobre la historia de las teorizaciones previas sobre arte y política, lo que abre paso a redescubrir no el mediterráneo, pero sí a Siberia. Lo característico es que esas demandas formales ya no se articulam con una supuesta o real movilización, o con un régimen que pretende erigirse como el representante de la revolución mundial.
Este reflujo de la “estética del compromiso” es un reclamo que no puede ejemplificar en ninguna obra concreta su modelo de “arte político”, sino que se expresa en el rechazo universal de toda obra de arte que encuentra a su paso. Tampoco puede explicitar la forma en que esas obras se articulan con un movimiento social particular: se plantea, siempre, en el horizonte de una revolución final contra el estado, la mercancía y el capitalismo en su conjunto. Este “arte comprometido”, exiliado y desempleado, característicamente abstracto, aparece más como producto de un campo discursivo hecho de la demagogia de asertos que, ciertamente, acompañan una gran cantidad de obras contemporáneas, y la desesperación que acomete a quienes desde la llamada izquierda, quisieramos imaginar alternativas a una hegemonía social aparentemente dificil de desestabilizar.
Es muy distinto examinar el modo en que una práctica u otra alojan o prometen una cierta posibilidad de emancipación o crítica, que establecer (o resucitar) un modelo definitivo de arte político en ausencia de todos los factores que, en otro momento, aunque sea de modo finalmente cómplice y errado, hacían ese aserto política o estéticamente plausible. Hay un elemento melancólico en ver un impulso tan generalizado por encontrar obras militantes y afiliadas, prácticas y útiles, cuando no hay causa o proyecto al que sujetar ese reclutamiento. Tenemos, pues, una proliferación de revueltas invisibles, comités hipotéticos, compromisos fantasmagóricos, utopías sin imaginación, luchas ficción y críticos anónimos, en lugar de operaciones que tiene su curso abiertamente en la escena pública, con efectos y riesgos para los participantes. Lo único sólido en estas operetas  vaporosas es el discurso de quienes siguen empecinados en verse como exteriores, opuestos, antagónicos a una estructura de poder que, a falta de alguna práctica concreta para modificarla, compulsarla o desafiarla, aparece cada vez más fantasiosa y omnipotente. Este es el estatuto de una rebelión que regula la práctica cultural desde demandas que nada tienen que ver con la obra de arte disponible, ni con las confrontaciones históricas, sino que se imagina sitiada frente a castillos de arena.
Por cierto, tengo entendido que la etimología de Jaltenco es, precisamente,  “Lugar en la orilla de la Arena”. Creo que va siendo hora de salir de la trinchera y sacudir un poco los anteojos.

Abrazos de aire

Cuauhtémoc Medina




[1] Me contuve, por ejemplo, en diciembre de 2010, cuando un tanto magisterialmente ustedes pretendieron reprocharme usar el concepto de “subalternos” porque, según ustedes afirmaron, "la 'subalternidad' es un término específico a los estudios post-coloniales.” (Comité Invisible Jaltenco, “Liberalismo Apocalíptico y Arte después del poetismo neo-con”, 14 de diciembre del 2010, en: http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2010_12_01_archive.html) En un medio donde todo mundo se siente al día en teoría porque consume  importaciones de la marca  Semiotext(e), parece que remontarse  en la historia del pensamiento más allá de 2001 se ha vuelto una hazaña. Espero me perdonen si aprovecho esta ocasión para recordarles que “grupos sociales subalternos” es un concepto acuñado desde la cárcel en los años 30 del siglo pasado por Antonio Gramsci para referir a los dominados en general, cuya historia fragmentada e inarticulada planteaba un muy difícil rescate. (Ver: Antonio Gramsci,Cuadernos de la cárcel. Tomo 6, Ed. Crítica del Instituto Gramsci a cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones ERA, 2000, p. 173 ss.) El uso que la subalternidad tiene en los estudios postcoloniales tiene su origen, claro, en un dialogo con ese texto.
[2]  Mariana Aguirre, “Interview with critic, curator and art historian Cuauhtémoc Medina”, Agosto 3, 2012, en Art21 blog.  Primera parte; http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/; Segunda parte: http://blog.art21.org/2012/08/07/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-2/

[3] Comité Invisible Jaltenco, “El papel cultural y politico del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina”, Octubre 11 2012. http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2012/10/el-papel-cultural-y-politico-del-arte.html
[4] En el original, el texto en inglés dice: “... contemporary art has for the moment a major role in defining what a politically informed cultural practice can be” Mariana Aguirre, “Interview with…, Parte 1.  http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/  En la traducción que aquí pongo las cursivas son mías (CM)
[5] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado. Las cursivas son mías, CM.
[6] La cita original dice a la letra: “the government and the presidency got rid of the symbolic pressure of intellectuals. They have effectively dismissed the role of the intelligentsia, they don’t try to co-opt dissidents.”
[7] Las cursivas son mías, CM
[8] “(...) the field of culture in Mexico is no longer as immediately enmeshed in questioning the political structure as it used to be, but people expect culture to have an important political role in society.”
[9] CIJ, “El papel cultural y politico…”,  citado.
[10] Sin entrar en lo que sería, finalmente, una cuestión muy técnica, debo confesar que esto pudiera formularse como una reescritura de la argumentación de Theodor Adorno que, tomando el concepto de Leibiniz, ve a la obra como “mónada sin ventanas” pero en una fase artística donde los materiales ya no están “espiritualizados”. Cfr: Theodor W. Adorno, Teoria Estética,  trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 65.
[11] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citada.
[12] Andrei Zhdanov, “El papel del partido en el dominio de la literatura”, en: Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo,  México, Ediciones ERA, 1970, p. 398.

jueves, 11 de octubre de 2012

El papel cultural y político del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina


En una entrevista reciente con Mariana Aguirre para Art21Blog, el crítico y curador Cuauhtémoc Medina plantea problemáticamente al arte contemporáneo como un tipo de esfera pública politizada. Según el crítico, la mejora de las instituciones museográficas, el incremento del subsidio del gobierno y la nueva tendencia de la elite de apoyar al arte contemporáneo, le han dado una visibilidad sin precedentes en la sociedad. Los productores de arte contemporáneo, argumenta Medina, son apoyados por el gobierno y por la elite a pesar de que el trabajo de muchos artistas es crítico del sistema social y económico.


Para Medina, el aspecto crítico del arte es precisamente lo que le ha dado mayor visibilidad en el campo social, al haber creado escándalos que dieron lugar a controversias y debates que llegaron a la escena pública. Además, el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada” (mis cursivas). En la misma entrevista, el crítico y curador indica la diferencia entre las políticas culturales del PRI y del PAN: mientras que el primero reprimía o co-optaba la disidencia al incorporar artistas, escritores e intelectuales a su sistema de favores, el PAN: “no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales”, sino que les permite amplia libertad de expresión. Y ello ha llevado a la paradójica tendencia de que mientras que la cultura “ha dejado de estar inmediatamente involucrada en cuestionar como antes la estructura política”, “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel político importante en la sociedad”.
En otras palabras, para Medina, el arte contemporáneo es “politizado” pero no se trata de una politización que cuestione la estructura política sino la social. Y ya que el arte contemporáneo es politizado, a su modo de ver, la cultura se ha convertido en una práctica política. Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de artistas y curadores? Además, la “libertad de expresión” garantizada por el gobierno y aplaudida por la elite y por Medina, sólo aplica al campo cultural: recordemos que México es el país más peligroso para periodistas en todo el mundo, sólo en el último sexenio, se han asesinado a más de ochenta en toda la República.
Los ejemplos de obras de arte que menciona el crítico y curador que han tenido un “papel político” importante en la sociedad, “por haber causado escándalos y controversia en la esfera pública”, son la exposición Cantos cívicos de Miguel Ventura (2008-09) en el MUAC y ¿De qué otra cosa podemos hablar?, la contribución Teresa Margolles al Pabellón mexicano en la Bienal de Venecia (2009). Lo que ambas exposiciones tienen en común es que estuvieron a punto de ser clausuradas; por parte de los directivos del MUAC, en el caso de Ventura, y por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el caso de Margolles. Y sin embargo, en ambos casos se llevaron a cabo las exposiciones ya que el menor de los males que encaraban las instituciones involucradas, fue la reacción negativa que pudieron haberle arrancado las exposiciones al público y a sus patrocinadores corporativos y estatales. Es decir, las instituciones temieron más involucrarse en un escándalo de censura en el ámbito cultural a nivel internacional que invocara al fantasma del totalitarismo, que a la reacción del público al trabajo de Ventura (que es altamente politizado por su ambigüedad discursiva) y Margolles (cuya ética de testimonio por procuración es una fórmula que no cesa de repetirse). De esta manera, el aspecto antagónico o contestatario del trabajo de los artistas fue instrumentalizado para dar cuenta de la “salud democrática” del país. Habría que considerar también que la libertad de expresión que la sociedad le confiere al arte contemporáneo es relativa y limitada, ya que Miguel Ventura fue acusado por una de las personas que aparecía en uno de los collages de Cantos cívicos que mostraban a la elite socio-económica, política y del artworld de México de una manera poco halagadora; Ventura perdió la demanda, –en lenguaje jurídico– por “abuso de libertad de expresión”. Éste es un ejemplo claro de la confusión entre Libertad y “libertad de expresión”. En nuestra democracia, el derecho a la disidencia y a la crítica social, valida (de forma incómoda) las constelaciones políticas que garantizan estos derechos (lo que Marcuse llamó “tolerancia represiva”). Mientras que por un lado el gobierno apoya el desarrollo cultural y los artistas tienen “libertad de expresión”, valida, por otro lado, su propio derecho al poder (recordemos la parte fraudulenta de la subida de Felipe Calderón y Peña Nieto al poder), a la economía de libre mercado y a la política de seguridad militarizada. Evidentemente, los que tienen libertad de expresión son los que no amenazan el status quo, ya que la verdadera disidencia es marginalizada por medio de los controles sociales pre-establecidos.
Hoy en día, la Ciudad de México es una de las mayores concentraciones de instituciones de arte en el mundo. El arte contemporáneo comenzó a ser apoyado en México a finales de los años noventa, cuando surgió La Colección Jumex. Aunado a la apertura de un espacio para exponer su colección en 2001, la Jumex empezó a apoyar a jóvenes artistas junto con proyectos, otros espacios y curadores. A la vez que la iniciativa privada, el gobierno de Vicente Fox incentivó la difusión y producción de arte y de cultura más que los sexenios Priístas que le precedieron. El modelo de administración de la cultura que comenzó a implementarse con el Foxismo, comprende a la cultura como una máquina de crear símbolos para elucidar las preguntas colectivamente, ¿qué pasa en nuestro entorno? ¿cuál es la interpretación de nuestro contexto?
Las políticas de gestión cultural se basan en prescripciones de la UNESCO, la cual dictamina que la cultura tiene un papel clave en el desarrollo económico y social de los países ya que genera empleos, atrae inversiones y genera ingresos con las industrias creativas y culturales. Bajo este modelo, la cultura es cuestión prioritaria por razones creativas, educativas, económicas y políticas e implica democratizar el acceso a los bienes culturales (reforzando los canales de difusión), fomentar la creación y capacitar profesionales en los campos de la cultura y de la comunicación.[1]
Más allá de la filantropía corporativa y del subsidio estatal para la aplicación del modelo globalizado de “gestión cultural”, con Felipe Calderón se consolidó un nuevo modelo que consiste en “dejar de pensar en términos de administración de la cultura y asumir una política pública, inscrita en el debate de la reforma de estado”.[2] La “política pública” de cultura de Calderón implica, según el especialista en economía cultural, Carlos Lara González, elaborar un nuevo “pacto sociocultural entre Estado, mercado y sociedad civil que garantice, no sólo la armonía entre la democracia y la diversidad cultural, sino un entendimiento pleno entre lo político, lo económico, lo jurídico y lo institucional”[3]. Para Lara González, el modelo de gestión cultural de Calderón busca recuperar el liderazgo que tuvo México en las políticas culturales antaño a nivel global. De igual manera, intenta insertar la “diversidad cultural” en la dinámica de los campos político, económico y social, planteando a la cultura como un elemento de unidad nacional. La relación entre cultura y política establecido por este modelo de gestión cultural comprende a la cultura como “derecho humano” para garantizar la armonía democrática por medio de la diversidad cultural. La “libertad de expresión cultural”, sirve además, para subrayar las libertades individuales en los regimenes de democracia participativa, que por principio, se oponen a los regimenes represivos (totalitarios y fascistas) del siglo XX. Al contrario que en los regimenes represivos, bajo las democracias, se tiene amplia “libertad cultural” para poder elegir una identidad propia y expresarse respetando a los demás para vivir una vida plena. Dentro de este esquema, el antagonismo y la protesta son evidencia de la libre expresión, lo que confirma que la libertad de expresión es respetada, y que se puede lograr consenso (unidad nacional) por medio del diálogo entre individuos y comunidades.
De esta manera, el arte contemporáneo juega un papel político en México sin tener injerencia ni roce con los procesos sociales reales, sin siquiera murmurar lo que está en juego en un momento tan complejo como el que vive México hoy. Hay que tomar en cuenta también que el incremento de los incentivos culturales ha ido de la mano con la crisis en la educación pública, ya que mientras más se ha invertido en cultura, el presupuesto para la educación ha sido reducido dramáticamente. Este desequilibrio constituye una rama más del aparato neoliberal de control y de exclusión, impartido por la cultura y propiciada por la falta de posibilidades de educación respectivamente. Desde este punto de vista, la afirmación de Medina de que el arte está “políticamente informado” y que por ello juega un papel político en la sociedad, equivale a la apología que hace Jorge G. Castañeda de la reciente emergencia en México de una sociedad mayoritariamente de clase media, fruto de una economía abierta y de la democracia representativa.[4]
En la misma entrevista para Art21Blog, Cuauhtémoc Medina descarta al Comité Invisible de Jaltenco por centrar su crítica al arte y a la cultura en la ideología neoliberal que les subyace. A riesgo de ensayar el mismo argumento una y otra vez, sigo la intuición de teóricos como Jonathan Nitzan y Bichler Shimson, Jodi Dean, Slavoj Zizek, Franco Berardi, para quienes efectivamente, el neoliberalismo es la ideología del libre mercado la cual afecta todos los aspectos de nuestras vidas, privadas y colectivas. Argumentamos que la supuesta relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.
Discutiblemente, el neoliberalismo implica la muerte de los “intelectuales públicos”. Escritores, artistas, museos y curadores están hoy en día sujetos a intereses y demandas del Estado, del mercado y de los patronos. El mejor ejemplo de la colusión de estas tres entidades y su injerencia en la cultura es ejemplificada por la constitución de un patronato del MUAC. Sus miembros son miembros de la elite industrial y corporativa de México y su “invitada especial”, Lulú Creel, es la representante de la casa de subastas Sortherby’s en México. El papel del patronato es aportar recursos para suplementar al presupuesto de la Universidad para realizar exposiciones y adquisiciones. Ellos deciden en qué proyectos que les proponga el museo participar, aunque supuestamente, las exposiciones las decida un “comité académico”. De allí que otra de las afirmaciones de Medina en la entrevista, que los museos son el sitio propicio para crear un espacio de crítica del arte, es altamente sospechosa.

Miembros del Patronato del MUAC, septiembre 2012

Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el  trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.



[1] Alfons Martinell, “La gestión cultural en la universidad” en Práctica artística y políticas culturales: algunas propuestas desde la universidad,  coordinada por José A. Sánchez y José A. Gómez (Universidad de Murcia, 2003) disponible en red: http://www.um.es/campusdigital/Libros/textoCompleto/poliCultural/08Martinell.pdf

[2] Carlos Lara González, “Un año de gestión cultural y perspectivas para el desarrollo de la política cultural del sexenio” disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf

[3] Un año de gestión cultural y perspectivas para el desarrollo de la política cultural del sexenio” disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf

[4] Jorge G. Castañeda, Mañana o pasado: el misterio de los mexicanos (México: Aguilar, 2011)

Poster que uno encuentra el metro de Washington D.C. y Nueva York