lunes, 31 de diciembre de 2012
viernes, 30 de noviembre de 2012
Sobre públicos imaginarios o ¿No hay mas ruta que la invisible?
Respuesta de Pablo Helguera a la reseña de su exposición Quodlibet (Bellas Artes, 2012)
Estimado Comité Jaltenco,
Les agradezco sinceramente que se
hayan ocupado críticamente de mi exposición Quodlibet, presentada este año en
el Palacio de Bellas Artes (pocos lo hicieron). Desafortunadamente para mí, que
no estoy inscrito a su blog, no me enteré de la existencia de su reseña sino
hasta ahora. He decidido sin embargo romper con dos reglas no escritas (entre
muchas otras) en el manual de etiqueta del arte, al que, como bien saben
ustedes, soy aficionado: una es que un artista no debe responder a una crítica
de su obra y la otra es que mucho menos debe responder meses después de que
esta haya sido escrita y cuando la exposición ya ha pasado a la amnesia
colectiva.
Decido responder más que nada porque
a eso me invita la naturaleza de su invisibilidad, que rompe ya de entrada con
las convenciones mismas de la crítica, y porque considero que es importante
cuestionar no su poca simpatía por mi obra (lo cual lamento pero acepto) sino
su ortodoxa interpretación de las ideas que subyacen en este proyecto y en las
prácticas artísticas actuales con las que encuentra afinidad. Lo hago porque en
sus argumentos se revelan obstinaciones teóricas caducas que subsisten no sólo
en México sino en Latinoamérica, y esta me parece una oportunidad importante
para confrontarlas de una vez por todas.
Comenzaré por decir que comparto
plenamente con ustedes la desilusión de presenciar una y otra vez la
complicidad del mundo del arte con el aparato neoliberal; coincido en que el
mercado del arte es quizá el peor ámbito para ejecutar la crítica o producir un
cambio social, y en que muchas obras que se autoadjudican el carácter de obras
políticas o de interacción social no tienden a ser sino ejercicios vacíos,
autocomplacientes, que posiblemente satisfacen una cierta culpabilidad burguesa
tanto del artista como del coleccionista. Creo que es importante, desde el ámbito
del quehacer artístico, la curaduría y la crítica, provocar acción, diálogo y
reflexión en torno a estos temas, pero sobre todo trascender estos temas y
proponer nuevos modelos de producción.
Sucede,
sin embargo, que sus ataques enmascarados con invisibilidad y el tipo de retórica
teórica que ustedes enarbolan sufren de tres grandes problemas. El primero es
el de atarse a una serie de valores abstractos (como lo es su Comité) que no
pueden ser satisfechos de ninguna manera. Imaginan en el mundo del arte un público
omnisciente, adentrado en los recovecos del post-estructuralismo, infiltrado en
los debates internos de October y Semiotext(e), produciendo y debatiendo obras
fuera de cualquier vínculo institucional y que ha sido ya eficientemente
iluminado y emancipado.
Este hipotético “público” y el
ambiente socioeconómico y cultural en el que supuestamente vive, siento
decirlo, no existen, ni en México ni en ningún otro lugar. Este es quizá un síndrome
de aquellos que están demasiado —y acríticamente— empapados por la teoría
francesa: que en el momento en que comenzamos a exigir una verdad absoluta a
cada obra, en el momento en que queremos instrumentalizarla para servir a una
serie de metas igualmente abstractas, todo se torna una pila de invocaciones
tanto inalcanzables como inarticulables. En otras palabras, si no somos capaces
de articular lo que es la “verdad” o la “justicia”, lo que tenemos que hacer
entonces es enfocarnos en los casos concretos de lo que consideramos verdadero
o justo y producir conocimiento en base a ello; no tiene mucho sentido perder
el tiempo en definir lo que hasta ahora ha sido indefinible1.
Esta
es una de las razones, creo, por las cuales al Comité se le dificulta tanto
ofrecer ejemplos de artistas trabajando de la manera que les satisface. Es
también, creo, la razón por la cual no pueden desenmascararse. Y es, concuerdo
con Cuauhtémoc Medina en este punto, la razón por la cual la retórica de
Jaltenco, en su extremo racionalismo, comienza asemejarse al estado
totalitario.
Pero
el peor efecto de esta obsesión con las categorías abstractas es la percepción
que ustedes tienen del público en México. Al hablar del público del Palacio de
Bellas Artes, citan el estudio de Néstor García Canclini de 2004 en que efectivamente
describe el carácter intimidante del recinto, sugiriendo que es un espacio
restringido a las élites. La cita no reconoce, sin embargo, el hecho de que el
Palacio es a la vez el recinto museístico más visitado en México. En el periodo
en que se presentó Quodlibet también estuvo la exposición de Fernando Botero,
la cual rompió récords de asistencia. Las familias que asistieron al Palacio en
esos días obviamente no estaban conformadas por teóricos ni mucho menos iban a
ver Quodlibet sino a las mujeres gordas retratadas por Botero. Sin embargo, quiéranlo
o no, ahí estaba esa muestra y muchos de ellos la vieron. Con ese hecho en
mente, el proyecto incluyó una serie de visitas guiadas tituladas “El palacio
perdido”, con las que se le daba a esos espectadores la oportunidad de visitar
secciones del Palacio que nunca habían permitido el acceso al público (el área
de vestuario, la sala de maquillaje, la parte trasera del escenario). De
acuerdo con la evaluación objetiva que se hizo, las visitas guiadas fueron muy
bien recibidas, cumpliendo una de las metas principales de la exposición,
entender mejor la historia de ese espacio.
El tipo de obra que me acusan de
practicar —obra kitsch, condescendiente y cursi (supongo que ni siquiera puedo
aspirar al kitsch y a la cursilería de Botero)— sugiere que lo que el Comité
exige son obras que se liberen de toda referencia emocional para mejor
vincularse racionalmente con ese público utópico que imaginan. Tampoco es de
sorprenderse, por supuesto, que al Comité le irrite la presencia del retrato en
video de Rafael Galicia, el empleado más antiguo de Bellas Artes, en la
exposición: para el Comité, cualquier concreción visible y humana rompe con su
interpretación del Palacio como símbolo oscuro del Estado opresor —mientras que
por otra parte la opacidad política de la obra Ave Paria y el hecho de que no
haya insultos explícitos a Felipe Calderón en las paredes de la sala denota,
supuestamente, mi directa colaboración con el régimen para que me den un
velorio en Bellas Artes (aunque creo que para ello me tendría que haber muerto
en el sexenio que acaba de terminar: lamento no haberme apresurado).
El segundo problema que
encuentro en su postura es lo que aparenta ser un rechazo categórico a la práctica
simbólica del arte. Para no agotar al lector, mencionaré solo dos de las varias
razones por las cuales esta postura no es viable en el mundo real. La primera
es un argumento ético: en el momento en que uno adopta la idea de que el arte “debe”
de ser esto o aquello y condena las obras que no cumplen con equis exigencia
moral, uno entra en un territorio pantanoso sin límites, pues no hay manera de
trazar una línea definitiva donde supuestamente termina el arte “de verdad”. En
su caso, trazan la frontera ética en lo que ustedes definen como un arte “hecho
políticamente”, como dice Godard, y todo lo que queda fuera no es digno de
considerarse. Tal definición es de nuevo imprecisa y, como cualquier otra
dentro de este territorio, al final resulta inoperante: para el observador, el
hecho es que el arte continúa siendo hecho en el mundo, de todas formas y
estilos. Segundo, para abordar de manera crítica el arte de tipo social, no es
necesario descartar toda actividad que no sea explícitamente de intervención
social tipo Occupy. En textos anteriores2 he argumentado que, en vez de
establecer parámetros externos para validar una obra de interacción social, uno
tiene que enfocarse en las declaraciones explícitas que esta hace. Si la obra
no cumple objetivamente el propósito que se ha impuesto, no se le puede dar el
crédito de tener una acción o agencia real—continúa existiendo en el territorio
de lo simbólico. Pero esto no implica descartar por completo toda obra que
exista en el territorio de lo simbólico —obra que, dicho sea de paso, puede
estar “hecha políticamente”: una sola caricatura de Muhammad puede engendrar
manifestaciones y violencia. (Dicho esto, Quodlibet nunca declaró ser una “crítica”
al muralismo, como ustedes mencionan: su enfoque tiene que ver con el presente
y nuestra relación con los recintos y legados culturales creados por aquella
generación).
Me parece
particularmente paradójico haber sido colocado, de pronto, dentro del
territorio de los artistas que supuestamente “conspiran” con el Estado para
producir arte que satisfaga su agenda neoliberal, panista, calderonista, priísta
o lo que sea. Los proyectos principales que he realizado en la última década, y
que el Comité convenientemente olvidó, tienen que ver directamente con el
activismo y la formación de iniciativas autosustentables que no están
directamente vinculadas a una institución: entre otros, el Instituto de la
telenovela (2002-04), La Escuela panamericana del desasosiego (2003-2011), El
Club de Protesta (2011), The Dictator Game (2012) y Aelia Media (2011-), este último
una estación de radio en Bologna creada en colaboración con artistas y
activistas locales y que aborda tanto problemáticas locales como el legado del
movimiento estudiantil del 77 en Bologna. Estos proyectos han sido resultado de
una larga reflexión sobre lo institucional, que he tratado de promover en México
desde finales de los 90. En esos años me exasperaba que en México hubiera tan
poco interés en debatir la relación entre las prácticas artísticas locales y
las instituciones, debate que yo creía necesario porque veía exposiciones y
proyectos que empleaban esa retórica de forma acrítica, ingenua o simplemente
mimética. De ahí que organizara una serie de encuentros teóricos en México que
intentaron problematizar esa relación, primordialmente en torno al museo (que a
fin de cuentas, en el arte de esas décadas, era prácticamente sinónimo de
institución). El primero fue Lo ficticio dentro y fuera del museo (1999, Museo
Carrillo Gil); el segundo, El museo como medio (2002, Centro Nacional de las Artes),
al que asistieron Fred Wilson y Andrea Fraser, entre otros. Ya desde ese
momento tratamos el tema de la crisis de la retórica subyacente en la crítica
institucional. En el SITAC que organicé en 2005, y al que asistieron, entre
otros, Hans Haacke y Marina Abramovic, se volvió a tratar esa relación. A lo
largo de esos encuentros surgió la noción de que la retórica vinculada a
aquellos momentos de pleno posmodernismo no podía entender el momento presente
sin adquirir cierta distancia. Hoy, por otra parte, no se puede pretender que
los museos ya no existen y que sólo se debe operar desde fuera de ellos.
Resulta que esa actitud facilita que los Boteros del mundo del arte continúen
ocupando esos recintos.
En el caso de Quodlibet, el medio
para establecer un diálogo sustentable con el público (tanto con los visitantes
como con los muchos empleados del Palacio, que ayudaron activamente a elaborar
esta muestra) el vehículo lógico era del de una exposición y no, como en
proyectos anteriores, una escuela portátil, una estación de radio o una escuela
de música.
Finalmente,
la tercera enfermedad de la que, creo, su Comité ha sido presa, y a la que ya
he aludido, es la parálisis que les ocasiona su lealtad a ideas que, si bien
muchos compartimos en espíritu, no ofrecen vías concretas de operación, ni
dentro ni fuera del arte. Esta fue, en parte, la razón del aparente fracaso del
movimiento Occupy —aunque se puede argumentar que, si bien Zuccotti Park fue
evacuado, varios grupos que emergieron de aquellos debates han adoptado una
estrategia de acción propositiva que está generando nuevos modelos y nuevas
maneras de diálogo. Ese podría ser el caso, creo yo, del blog de ustedes, que
puede tener el mismo potencial y generar diálogos que promuevan nuevas
alternativas. Pero esto solo puede ocurrir si abandonan ese dogmatismo
paralizante, sordo y particularmente nocivo para el medio cultural mexicano,
donde es muy fácil estimular la sospecha, el rencor, el pesimismo y, sobre
todo, las teorías de la conspiración.
Finalmente, creo que si en algo estamos todos de acuerdo es
que lo que falta en México es transparencia —y esta comienza con dar la cara.
Abrazos,
Pablo Helguera
1 Ver Richard Rorty y Pascal Engel, What’s the Use of Truth?
Columbia University Press, 2007.
2 Education for Socially Engaged Art (2011), Jorge Pinto
Books, New York.
lunes, 19 de noviembre de 2012
miércoles, 24 de octubre de 2012
Camaradas ocultistas, escondidos, opacados (respuesta al CIJ de Cuauhtémoc Medina)
He tenido en varias ocasiones el curioso privilegio de ser objeto de
sus combativos comentarios. Por espíritu deportivo — el gozo de estar entre
posiciones encontradas— no sentí necesidad de responderles.[1]. Su reciente reacción a la entrevista que Mariana
Aguirre me aplicó par ael blog de Art21 [2] la forma sistemáticamente inexacta en
que me citan y traducen no era algo ya tan fácil de pasar por alto. Además está
la ventaja de que sus argumentos son propicios para advertir a colegas y
lectores acerca de las simplificaciones que ocurren si uno se deja impregnar
por la tendencia de soñar con el regreso de un “arte político”. Espero no se
sientan del todo mal empleados.
Con todo, me parecde que ustedes exageran al decir
que yo los “descarto“ por centrar todas sus críticas monótonamente en el
temario de lo neliberal . Ciertamente, es de llamar la atención que su
repertorio argumental siempre arribe a la misma conclusion, no importa qué
objeto, exhibición o idea ustedes comenten. Mi alusión al Comité estaba más
centrada en excitarlos a salir del closet. Sigo pensando que hay algo un tanto
abusivo y fuera de sitio en el uso que ustedes hacen de su “invisibilidad”.
Escondere no aparece para Jaltenco como una necesidad táctica, orientada a
protegerse frente a una amenaza represiva. La invisibilidad es, por el
contrario, en su caso, una estilización y un adorno que traza una
identificación no del todo crítica con el grupo de los Nueve de Tarmac en
Francia. Ustedes atacan, peroran y agitan sin consecuencia. Los demás
arriesgamos, al menos, el nombre y la viabilidad de los proyectos que llevamos
a cabo. Yo prefiero seguir pensando que el uso de la clandestinidad debe
reservarse a los casos que políticamente la ameritan.
1. Traduttore, traditore...
En su último comunicado, ustedes han denunciado como
“problemático” el modo en que discurro sobre el estatuto político de la cultura
y el arte contemporaneo[3]. Les resulta incómodo que alguien escriba o hable
acerca del carácter paradójico de los fenómenos culturales, en lugar de dar
recetas. De hecho, el deseo de que los textos y las obras provean directivas de
pensamiento y acción es algo que se expresa hasta en sus errores de traducción.
En la entrevista de Mariana Aguirre
hay un punto en que sugiero que “el arte contemporáneo tiene este
momento un rol destacado en definir qué puede ser la práctica
cultural políticamente informada”.[4] Es divertido constatar cómo el inconsciente
les gana cuando ustedes traducen la frase transformado lo que tiene de
descripción en prescripción:
...el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según
Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual
definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada”.
[5]
Ese corrimiento del “puede” al “debe ser” no es cuestión menor.
Pero antes de ocuparnos de sus implicaciones permítanme llamar la atención
sobre otro punto donde su aparato de citas es, por así decirlo, seductóramente
creativo. En la entrevista ya mencionada planteo que hay un giro muy
significativo en la relación entre intelectuales y poder en México. En el
antiguo régimen la clase intelectual era cooptada pues servía como grupo de
presión: ser escuchada y eventualmente reclutada por el aparato de poder, era
prueba de la importancia de su particpación en ese campo de las fuerzas políticas.
En cambio, desde la llamada “transición democrática”, me parece evidente que “el
gobierno y la presidencia se han sacudido de la presión simbólica de los
intelectuales” [6] al punto que sus críticas no tienen efectos
ni siquiera en el curriculum del gabinete: el terrible costo que tuvo para José
Ángeles Córdoba Villalobos, ex-secretario de salud, al recomendar a la clase
política leer El Principito de Maquiavelo fue ser nombrado Secretario de
Educación Pública.
Al citarme, sin embargo, ustedes introducen el
hermoso acto fallido de una denegación, para hacerme decir exactamente lo
contrario: “el PAN: ‘no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales’,
sino que les permite amplia libertad de expresión”.[7] Ese “no” que ustedes añaden a mis palabras es
un hermoso portal por el que entra toda una maraña de distorsiones.
Pensando en el estallido del movimiento estudiantil
en mayo pasado, y la movilización que le siguió, yo arguía que el desprecio del
poder político por la clase intelectual contrastaba con la forma en que
aspectos de orden cultural, como el cuestionamiento del analfabetismo de
Peña Nieto, habían tensado a la sociedad y provocado disenso. De ahí sacaba por
conclusión que los ciudadanos esperan que la cultura tenga en esta república un
papel político más allá de la caducidad del intelectual crítico.[8] Nuevamente, torciendo la lectura, ustedes me hacen
decir que “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un
papel político importante en la sociedad”. La frase puesta entre paréntesis
no solo no es mía, sino que no encaja en el texto ni gramaticalmente.
Que la sociedad atribuya a la cultura un valor político decisivo no significa
que el arte contemporáneo vendrá a sustiuir a los intelectuales públicos, sino
en cuestiones tan trascendentales como la exigencia de revisar la función de la
televisión en la construcción del poder local y la diferenciación de clase
informática que hoy por hoy divide a los votantes en quienes obtienen su
información de la tele y por otros medios. Esos temas tienen en México un
efecto politizador. Al Comité, sospecho, no le parecen suficientemente “políticos”.
Mientras, si quieren pedestremente, intentaba hacer
un balance sobre los juegos entre cultura, estado y ciudadanos, poniendo el
acento en sugerir desplazamientos, mediaciones, vacíos y
discontinuidades, en la versión del Comité de Jaltenco se me hace aparecer
declarando al arte contemporáneo la plataforma discursiva y política de la nación.
Esos actos de ventriloquismo no son del todo disculpables. Pero lo tendencioso del
análisis del CIJ encierra una cuestión de mucha más trascendencia: implica en
cada momento la noción anacrónica de “arte político” que el supuesto colectivo
pretende defender.
2. En defensa del artefacto
No los acuso, camaradas, de hacer esas tropelías textuales por
perversidad. Así como el lenguaje tiene la expresión por demás graciosa de que
alguién “quiso decir” algo, uno podría decir que en sus interpretaciones hay un
“querer leer” sobrfe un asunto que los hace ya no invisibles sino ciegos.
A saber, la idea de que todos deben entender a la obra de arte, o la cultura,
como proveedora de recetas, herramientas, vehículos de persuación o, en términos
generrales, de toda clase de instrumentos.
En mis declaraciones a Aguirre, hice todo lo posible
por no caer ni por error en la expresión gastada y contraproducente de “arte
político.” Esa, les adelanto, es una categoría que plantea, a mi entender, la
visión reaccionaria que ve en la obra de arte un aparato comunicativo,
que porta (la mayor de las veces muy imperfectamente) alguna clase de
mensaje o contenido. Ustedes me implican en ese dispositivo ajeno, al hacer la
siguiente pregunta retórica:
Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente
informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito
cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de
artistas y curadores?[9]
¡Por supuesto que no! Si
aventuré la noción de un arte “informado políticamente” fue para implicar una
elaboración muy distinta que, naturalmente, no elaboré en lo que era sólo una
entrevista periodística. La expresión de un “arte informado políticamente”
asume que es la obra de arte la que puede estar “informada”, de modo que en su
poética, materiales y operación se haga cargo, introduzca y/o atraiga,
tensiones, conflictos, dilemas y posibilidades políticas provenientes de un
lugar y momento concretos.
Conviene aquí desplegar más
a fonodo el concepto. En un momento en que la obra de arte contiene, con una
enorme frecuencia, procedimientos de montaje, apropiación, intervención y
mimetismo con “lo real”, esto debe ser fácilmente interpretado en términos de
concebir que las obras portan material y alegóricamente trozos de “realidad”
por más falsificada o ideologizada que parezca. Como las obras de arte son “creaciones”
de un autor, sino operaciones con signos, imágenes, estructuras sociales,
materiales y formas de pensamiento preexistenets que el artista extrae de la
sociedad, la historia y la política que lo circunda, esos “materiales” (en el
sentido más amplio del término) aparecen introducas a la obra como su “información”.
Son el momento social y colectivo que ingresa a la obra, independientemente de
las condiciones de su factura.
Nada en mi argumentación
permite pensar que esa “información” deba pasar por la cabeza del artista. Es
empíricamente comprobable que el artista incluye en su obra fragmentos o prácticas
que él o ella misma no puede articular verbal o intelectualmente. En última
instancia, eso significa que las obras de arte sean, antes que construcciones
semióticas, artefactos. El “cómo y de qué están hechas” es su contenido, y no
la voluntad o intención del supuesto autor que no se inscribe ni siquiera en la
superficie de ese aparato.
No es ocioso, por
consiguiente, que quienes observamos, criticamos o pensamos esas obras ocupemos
tanto tiempo en reflexionar sobre los ingredientes y los métodos que integran,
por así decirlo, la base de la sopa. Los elementos tomados, desviados,
transformados, e incluidos en la obra de arte son trozos de realidad social;
los procedimientos, formas alegóricas, o transformaciones que esos fragmentos
sufren, son responsables de transformar esa “información” en seres que son ya
en todos los casos agentes sociales.[10] Apunto, por si acaso, que en el proceso de ese “bricolage”
no hay nada estrictamente animista. La producción de un objeto, una situación,
o una acción produce un agente que luego actúa, es el blanco de la reflexión, y
afecta la pobre subjetividad del autor y de su receptor. En esa medida, espero,
es que seguimos viendo a las obras de arte implicadas en la sociedad y la
cultura y sin embargo desbordándola.
En
efecto, que la obra sea la que esté “informada” la estatuye como un aparato, un
agente o una máquina de significado e implicaciones, con la que el público se
ve enfrentado crítica, sensible y culturalmente. Hay aquí planteadas una serie
de mediaciones y modificaciones que, afortunadamente, garantizan que el proceso
no tenga nada que ver con enviar un email, un telegrama o expresar opiniones o
convicciones. Aclaro que lo que aquí despliego no sorprenderá a nadie que
esté involucrado en la producción o reflexión artística. Si una entrevista no
era lugar para sacar a la luz todas esas implicaciones, esta fenomenología
donde la obra puede estar informada debe ser enteramente aproblemático a muchos
de los lectores. Con excepción de aquellos que por motivos muy
concretos quieren seguir viendo las obras como meros vehículos de un mensaje.
3. La ingeniería del espíritu.
Es en este punto que los (o el) amigo(s) del Comité
se enredan en plantearnos una hipótesis tan inverosímil como escandalosa: una
teoría institucional de la conspiración neoliberal.
Según ellos la UNESCO, dominada por una ideología
neoliberal, ha definido a la cultura como un “derecho humano”. Esa directiva
neoliberal se traduce en una cadena de comandos de política cultural que sin pérdida
de información por entropía, malentendido, o interferencias, se aplica en México
como política cultural pública. El comando de la UNESCO es, según Jaltenco, el
motivo por el cual la política cultural del gobierno de Calderón entrega los
museos a los patronatos de los ricos para difundir una ideología de “libre
expresión” individual. Si usted, colega o lector, sumergido en la sucia
práctica, tiene la impresión de que los ordenamientos de UNESCO son letra
muerta, que el gobierno panista dista de tener una política cultural más o
menos coherente, o que los gestores culturales batallan en torno a las
decisiones sobre qué clase de cultura producen, se equivoca. Según Jaltenco la
correa del mecanismo es eficientísima y, en ese sentido, maquinaria torpes y
humeantes como CONACULTA son perfectas. El resultado final, por
insultante que resulta a los agentes culturales de todo tipo, es que según
Jaltenco los programas de las instituciones culturales las deciden los
patronatos, aplicando la política del gobierno, que es a su vez, la política
neoliberal que la UNESCO impone alrededor del mundo. Esto es lo que Jaltenco
opone a mi intento u otros de describir una serie de articulaciones y
diferendos batallando en el seno de una institucionalidad cambiante:
Argumentamos que la supuesta relevancia política de
la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de
la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura
recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano”
inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo
social y signo de una democracia saludable.[11]
No hay en ese relato espacio de disidencia o resistencia,
tampoco para la reflexión, ni los tricksters, las fallas o el balbuceo. Las
diferencias de concepción de estas instituciones, las batallas entre diversas
versiones de obra de arte, la disidencia frente a ciertas tácticas culturales,
e incluso la rebatinga por capital simbólico y dinero, todas esas fracturas son
expresiones de la misma libertad vacía que la UNESCO ha dictado centralmente.
Todo, según Jaltenco, es la aplicación de un marco normativo de libertad
falsificado impuesto ni más ni menos que desde París, la capital cultural del
capitalismo cognitivo del siglo XXI.
Cuando uno está por perder toda esperanza de encontrar alguna clase de
oportunidad para alguna política en un mecanismo de relojería tan perfecto, el
Comité saca de alguna de sus invisibles cuevas en Jaltenco una solución mágica,
si bien un tanto vetusta: la estética del compromiso. Aclaro al lector que las
cursivas son todas mías:
Dentro de este panorama, la llamada “politización”
del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la
libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son
abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si
la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de
los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado.
El resultado de la “gestión cultural” es que el trabajo intelectual
carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y
el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los
filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un
ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un
sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha
convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
Como pueden apreciar, la única libertad que Jaltenco
parece valorar es la que provee na directiva “pedagógica” y “visionaria”
que, por medio del artista, debe llevar a la acción colectiva. El enemigo, en
sus propias palabras, son “las fuerzas democráticas” encarnadas ni más ni menos
que por ¡el capital monopolista! Me rindo: debo coincidir con el Comité en
pensar que las obras de arte actuales tienden a ser un tanto cuanto reacias a
tener esa “claridad visionaria” e “interés pedagógico”. Lamento constantar que
los argumentos que el Comité ha venido emitiendo por tres años están presididos
por una visión tan estrecha del campo cultural, donde cualquier significado
cultural, de relaciones sociales, implicaciones económicas o sentido poético,
deben ser subordinados al momento epifánico de la movilización. Tenemos aquí
una visión de militancia y subordinación de la obra de arte al dictado político
de viejo cuño.
Por un lado, prevalece en todo esto una notable
ingenuidad. Si los dictados comunicativos ordinarios en el seno de los partidos
o la moral son incapacies de movilizar a la gente con similar eficacia, pedir a
las pobres obras de arte tamaña persuasión es, por lo menos, una quimera. La
conclusión lógica es abandonar desde ya todo este aparato podrido, y dedicarnos
a producir propaganda. Pero, me temo, los sujetos suelen ser mucho más
complicados que este animal pavloviano que el CIJ proyecta.
No me escapa el que la aparición del patronazgo
privado implica en México, como en otras partes del mundo, una nueva estructura
de poder en torno a la producción cultural, y una serie de medios de control
político en extremo poderosos. Pero no siento que esa transición deba
resolverse en pensar nostálgicamente la subordinación del aparato cultural a la
presidencia. Si pensar políticamente implica buscar opciones. Estamos, en
efecto, ante una situación nueva: la normalización neoliberal del poder
cultural nos enfrenta ahora no con una versión degradada de una polìtica
cultural dictada por los ministerios, sino con un campo de tensiones y
fricciones con el poder económico y la mercantilización de la cultura. Un
aparato donde se conjuga el poder económico y el del deseo de espectáculos de
masas, donde la representación nacional opera ahora como mercancia y medio de
atracción de capitales, puede ser un campo de intervención politizada, donde
uno aspiraría a que en el esquema de economía mixta del aparato cultural
artistas y agentes pudieran hacer intervenir la disidencia y conflicto, incluso
para defender el carácter público y profesional del aparato cultural de la
voluntad tiránica que a veces expresan los “patrones”, como se ha visto
recientemente de modo más que ilustrativo en el caso del Museo Tamayo o de la
colección Blastein.
Aun así, la forma en que el Comité ha decidido hacer
pública su nostalgia por un “arte comprometido” que señale a la gente la
dirección de la lucha con un valor “pedagógico,” es un giro argumental
que, honestamente, me ha descolocado. Según Jaltenco, sus crítica al
neoliberalismo hace eco de las teorizaciones de autores como Franco Berardi o
Slavoj Zizek. Esos autores, suelen tener versiones de la operatividad de la
ideología y la hegemonía que no dependen de que la estructura social sea una
cadena de comandos conscientes y serviles. Un elemento que comparten los
argumentos sobre la hegemonía es saber que carácter central de la cultura
estriba en definir el sentido común que, luego, funda el consenso, lo que
abarca no sólo los temarios “políticos”, sino el conjunto de las creencias e
ideas, y los modos de relación entre sujetos. En ese contexto, la visión de una
obra de arte como vehículo de pedagogía agitacional no tiene mucho sentido.
Ingenuamente yo creí que era juzgado por una fracción de los operarios
italianos que, cuando salía de su invisibilidad, se planteaba tácticas
neo-espinozistas de orden afectivista en relación a la fuga política de la
multitud. Me he dado de bruces con una reedición no del todo puesta al día de
las prédicas realistas-socialistas.
La exigencia de Jaltenco de producir
obras-directivas basadas en una transmisión pedagógica del compromiso político,
tiene más que ver con las diatribas de Zhdanov y Stalin en el sentido de
concebir a los escritores como “ingenieros de almas” a quienes tocaba la
responsabilidad de la educación del pueblo y la juventud.[12] Como alguna vez exclamó el escritor Arturo Azuela,
entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando un filósofo se
le puso un tanto cavernícola: “¡Tanto Foucault para esto!”
Permítanme dejar de lado la ironía para expresar del
modo más llano posible mi sensación de que no es sólo el Comité Invisible de
Jaltenco el que al apelar a la idea de una obra instrumental, eficaz, pedagógica
y ligada con las luchas anticapitalistas se despeña hacia la regresión estético-política.
Cada vez con mayor frecuencia escucho argumentos, a veces entre jóvenes
artistas, que esperan dar con la hechicería que les permita producir una obra
de arte eficaz. La confusión no es sólo local: una multitud de frentes, en
seminarios y debates remotos o presenciales, lo mismo que en las pseudoclínicas
tropicales de Kassel, o la búsqueda de un “arte útil” en la última Bienal de
Berlín, la hipótesis de un arte-herramienta ha venido apareciendo como una
tendencia incontenible. Una norma de esas excitativas es la desmemoria sobre la
historia de las teorizaciones previas sobre arte y política, lo que abre paso a
redescubrir no el mediterráneo, pero sí a Siberia. Lo característico es que
esas demandas formales ya no se articulam con una supuesta o real movilización,
o con un régimen que pretende erigirse como el representante de la revolución
mundial.
Este reflujo de la “estética del compromiso” es un
reclamo que no puede ejemplificar en ninguna obra concreta su modelo de “arte
político”, sino que se expresa en el rechazo universal de toda obra de arte que
encuentra a su paso. Tampoco puede explicitar la forma en que esas obras se
articulan con un movimiento social particular: se plantea, siempre, en el
horizonte de una revolución final contra el estado, la mercancía y el
capitalismo en su conjunto. Este “arte comprometido”, exiliado y desempleado,
característicamente abstracto, aparece más como producto de un campo discursivo
hecho de la demagogia de asertos que, ciertamente, acompañan una gran cantidad
de obras contemporáneas, y la desesperación que acomete a quienes desde la
llamada izquierda, quisieramos imaginar alternativas a una hegemonía social
aparentemente dificil de desestabilizar.
Es muy distinto examinar el modo en que una práctica
u otra alojan o prometen una cierta posibilidad de emancipación o crítica, que
establecer (o resucitar) un modelo definitivo de arte político en ausencia de
todos los factores que, en otro momento, aunque sea de modo finalmente cómplice
y errado, hacían ese aserto política o estéticamente plausible. Hay un elemento
melancólico en ver un impulso tan generalizado por encontrar obras militantes y
afiliadas, prácticas y útiles, cuando no hay causa o proyecto al que sujetar
ese reclutamiento. Tenemos, pues, una proliferación de revueltas invisibles,
comités hipotéticos, compromisos fantasmagóricos, utopías sin imaginación,
luchas ficción y críticos anónimos, en lugar de operaciones que tiene su curso
abiertamente en la escena pública, con efectos y riesgos para los participantes.
Lo único sólido en estas operetas vaporosas es el discurso de quienes
siguen empecinados en verse como exteriores, opuestos, antagónicos a una
estructura de poder que, a falta de alguna práctica concreta para modificarla,
compulsarla o desafiarla, aparece cada vez más fantasiosa y omnipotente. Este
es el estatuto de una rebelión que regula la práctica cultural desde demandas
que nada tienen que ver con la obra de arte disponible, ni con las
confrontaciones históricas, sino que se imagina sitiada frente a castillos de
arena.
Por cierto, tengo entendido que la etimología de
Jaltenco es, precisamente, “Lugar en la orilla de la Arena”. Creo que va
siendo hora de salir de la trinchera y sacudir un poco los anteojos.
Abrazos de aire
Cuauhtémoc Medina
[1] Me contuve, por ejemplo, en diciembre de 2010,
cuando un tanto magisterialmente ustedes pretendieron reprocharme usar el
concepto de “subalternos” porque, según ustedes afirmaron, "la 'subalternidad' es un término específico a los
estudios post-coloniales.” (Comité Invisible Jaltenco, “Liberalismo Apocalíptico
y Arte después del poetismo neo-con”, 14 de diciembre del 2010, en: http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2010_12_01_archive.html)
En un medio donde todo mundo se siente al día en teoría porque consume
importaciones de la marca Semiotext(e), parece que remontarse en la
historia del pensamiento más allá de 2001 se ha vuelto una hazaña. Espero me
perdonen si aprovecho esta ocasión para recordarles que “grupos sociales
subalternos” es un concepto acuñado desde la cárcel en los años 30 del siglo
pasado por Antonio Gramsci para referir a los dominados en general, cuya
historia fragmentada e inarticulada planteaba un muy difícil rescate. (Ver: Antonio
Gramsci,Cuadernos de la cárcel. Tomo 6, Ed. Crítica del Instituto Gramsci a
cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones ERA, 2000, p. 173 ss.) El uso
que la subalternidad tiene en los estudios postcoloniales tiene su origen,
claro, en un dialogo con ese texto.
[2] Mariana
Aguirre, “Interview with critic, curator and art historian Cuauhtémoc Medina”,
Agosto 3, 2012, en Art21 blog. Primera parte; http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/; Segunda
parte: http://blog.art21.org/2012/08/07/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-2/
[3] Comité Invisible Jaltenco, “El papel cultural y
politico del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina”, Octubre 11
2012. http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2012/10/el-papel-cultural-y-politico-del-arte.html
[4] En el original, el
texto en inglés dice: “... contemporary art has for the moment a major role in
defining what a politically informed cultural practice can be” Mariana
Aguirre, “Interview with…, Parte 1. http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/ En la
traducción que aquí pongo las cursivas son mías (CM)
[5] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citado.
Las cursivas son mías, CM.
[6] La cita original dice a
la letra: “the government and the presidency got rid of the symbolic pressure
of intellectuals. They have effectively dismissed the role of the intelligentsia,
they don’t try to co-opt dissidents.”
[7] Las cursivas son mías, CM
[8] “(...) the field of
culture in Mexico is no longer as immediately enmeshed in questioning the
political structure as it used to be, but people expect culture to have an
important political role in society.”
[9] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citado.
[10] Sin entrar en lo que sería, finalmente, una cuestión
muy técnica, debo confesar que esto pudiera formularse como una reescritura de
la argumentación de Theodor Adorno que, tomando el concepto de Leibiniz, ve a
la obra como “mónada sin ventanas” pero en una fase artística donde los
materiales ya no están “espiritualizados”. Cfr: Theodor W. Adorno, Teoria Estética,
trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 65.
[11] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citada.
[12] Andrei Zhdanov, “El papel del partido en el dominio
de la literatura”, en: Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo, México,
Ediciones ERA, 1970, p. 398.
jueves, 11 de octubre de 2012
El papel cultural y político del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina
En una entrevista
reciente con Mariana Aguirre para Art21Blog, el crítico y curador Cuauhtémoc
Medina plantea problemáticamente al arte contemporáneo como un tipo de esfera
pública politizada. Según el crítico, la mejora de las instituciones
museográficas, el incremento del subsidio del gobierno y la nueva tendencia de
la elite de apoyar al arte contemporáneo, le han dado una visibilidad sin
precedentes en la sociedad. Los productores de arte contemporáneo, argumenta
Medina, son apoyados por el gobierno y por la elite a pesar de que el
trabajo de muchos artistas es crítico del sistema social y económico.
Para Medina, el aspecto
crítico del arte es precisamente lo que le ha dado mayor visibilidad en el
campo social, al haber creado escándalos que dieron lugar a controversias y
debates que llegaron a la escena pública. Además, el hecho de que la obra de
muchos artistas sea politizada, según Medina, hace que el arte contemporáneo
sea relevante como lugar desde el cual definir “lo que debe ser la práctica
cultural políticamente informada” (mis cursivas). En la
misma entrevista, el crítico y curador indica la diferencia entre las políticas
culturales del PRI y del PAN: mientras que el primero reprimía o co-optaba la
disidencia al incorporar artistas, escritores e intelectuales a su sistema de
favores, el PAN: “no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales”,
sino que les permite amplia libertad de expresión. Y ello ha llevado a la
paradójica tendencia de que mientras que la cultura “ha dejado de estar
inmediatamente involucrada en cuestionar como antes la estructura política”,
“el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un papel
político importante en la sociedad”.
En otras palabras, para
Medina, el arte contemporáneo es “politizado” pero no se trata de una
politización que cuestione la estructura política sino la social. Y ya que el
arte contemporáneo es politizado, a su modo de ver, la cultura se ha convertido
en una práctica política. Con respecto a lo que Medina llama la “práctica
cultural políticamente informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica
política en el ámbito cultural a informar políticamente al espectador, a la
transmisión de opinión de artistas y curadores? Además, la “libertad de
expresión” garantizada por el gobierno y aplaudida por la elite y por Medina,
sólo aplica al campo cultural: recordemos que México es el país más peligroso
para periodistas en todo el mundo, sólo en el último sexenio, se han asesinado
a más de ochenta en toda la República.
Los ejemplos de obras de
arte que menciona el crítico y curador que han tenido un “papel político”
importante en la sociedad, “por haber causado escándalos y controversia en la
esfera pública”, son la exposición Cantos cívicos de Miguel
Ventura (2008-09) en el MUAC y ¿De qué otra cosa podemos hablar?, la
contribución Teresa Margolles al Pabellón mexicano en la Bienal de
Venecia (2009). Lo que ambas exposiciones tienen en común es que estuvieron a
punto de ser clausuradas; por parte de los directivos del MUAC, en el caso de
Ventura, y por parte de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el caso de
Margolles. Y sin embargo, en ambos casos se llevaron a cabo las exposiciones ya
que el menor de los males que encaraban las instituciones
involucradas, fue la reacción negativa que pudieron haberle arrancado las
exposiciones al público y a sus patrocinadores corporativos y estatales. Es
decir, las instituciones temieron más involucrarse en un escándalo de censura
en el ámbito cultural a nivel internacional que invocara al fantasma del
totalitarismo, que a la reacción del público al trabajo de Ventura (que es
altamente politizado por su ambigüedad discursiva) y Margolles (cuya ética de
testimonio por procuración es una fórmula que no cesa de repetirse). De esta
manera, el aspecto antagónico o contestatario del trabajo de los artistas fue
instrumentalizado para dar cuenta de la “salud democrática” del país. Habría
que considerar también que la libertad de expresión que la sociedad le confiere
al arte contemporáneo es relativa y limitada, ya que Miguel Ventura fue acusado
por una de las personas que aparecía en uno de los collages de Cantos
cívicos que mostraban a la elite socio-económica, política y del artworld de
México de una manera poco halagadora; Ventura perdió la demanda, –en lenguaje
jurídico– por “abuso de libertad de expresión”. Éste es un ejemplo claro de la
confusión entre Libertad y “libertad de expresión”. En nuestra democracia, el
derecho a la disidencia y a la crítica social, valida (de forma incómoda) las
constelaciones políticas que garantizan estos derechos (lo que Marcuse llamó
“tolerancia represiva”). Mientras que por un lado el gobierno apoya el
desarrollo cultural y los artistas tienen “libertad de expresión”, valida, por
otro lado, su propio derecho al poder (recordemos la parte fraudulenta de la
subida de Felipe Calderón y Peña Nieto al poder), a la economía de libre
mercado y a la política de seguridad militarizada. Evidentemente, los que
tienen libertad de expresión son los que no amenazan el status quo, ya que la
verdadera disidencia es marginalizada por medio de los controles sociales
pre-establecidos.
Hoy en día, la Ciudad de
México es una de las mayores concentraciones de instituciones de arte en el
mundo. El arte contemporáneo comenzó a ser apoyado en México a finales de los
años noventa, cuando surgió La Colección Jumex. Aunado a la apertura de un
espacio para exponer su colección en 2001, la Jumex empezó a apoyar a jóvenes
artistas junto con proyectos, otros espacios y curadores. A la vez que la
iniciativa privada, el gobierno de Vicente Fox incentivó la difusión y
producción de arte y de cultura más que los sexenios Priístas que le
precedieron. El modelo de administración de la cultura que comenzó a
implementarse con el Foxismo, comprende a la cultura como una máquina de crear
símbolos para elucidar las preguntas colectivamente, ¿qué pasa en nuestro
entorno? ¿cuál es la interpretación de nuestro contexto?
Las
políticas de gestión cultural se basan en prescripciones de la UNESCO, la cual
dictamina que la cultura tiene un papel clave en el desarrollo económico y
social de los países ya que genera empleos, atrae inversiones y genera ingresos
con las industrias creativas y culturales. Bajo este modelo, la
cultura es cuestión prioritaria por razones creativas, educativas, económicas y
políticas e implica democratizar el acceso a los bienes culturales (reforzando
los canales de difusión), fomentar la creación y capacitar profesionales en los
campos de la cultura y de la comunicación.[1]
Más allá de la
filantropía corporativa y del subsidio estatal para la aplicación del modelo
globalizado de “gestión cultural”, con Felipe Calderón se consolidó un nuevo
modelo que consiste en “dejar de pensar en términos de administración de la
cultura y asumir una política pública, inscrita en el debate de la reforma de
estado”.[2]
La “política pública” de cultura de Calderón implica, según el especialista en
economía cultural, Carlos Lara González, elaborar un nuevo “pacto sociocultural
entre Estado, mercado y sociedad civil que garantice, no sólo
la armonía entre la democracia y la diversidad cultural, sino
un entendimiento pleno entre lo político, lo económico, lo jurídico y lo
institucional”[3]. Para Lara
González, el modelo de gestión cultural de Calderón busca recuperar el
liderazgo que tuvo México en las políticas culturales antaño a nivel global. De
igual manera, intenta insertar la “diversidad cultural” en la dinámica de los
campos político, económico y social, planteando a la cultura como un elemento
de unidad nacional. La relación entre cultura y
política establecido por este modelo de gestión cultural comprende a la cultura
como “derecho humano” para garantizar la armonía democrática por medio de la
diversidad cultural. La “libertad de expresión cultural”, sirve además, para
subrayar las libertades individuales en los regimenes de democracia
participativa, que por principio, se oponen a los regimenes represivos
(totalitarios y fascistas) del siglo XX. Al contrario que en los regimenes
represivos, bajo las democracias, se tiene amplia “libertad cultural” para
poder elegir una identidad propia y expresarse respetando a los demás para
vivir una vida plena. Dentro de este esquema, el antagonismo y la protesta son
evidencia de la libre expresión, lo que confirma que la libertad de expresión
es respetada, y que se puede lograr consenso (unidad nacional) por medio del
diálogo entre individuos y comunidades.
De esta
manera, el arte contemporáneo juega un papel político en México sin tener
injerencia ni roce con los procesos sociales reales, sin siquiera murmurar lo
que está en juego en un momento tan complejo como el que vive México hoy. Hay que
tomar en cuenta también que el incremento de los incentivos culturales ha ido
de la mano con la crisis en la educación pública, ya que mientras más se ha
invertido en cultura, el presupuesto para la educación ha sido reducido
dramáticamente. Este desequilibrio constituye una rama más del aparato
neoliberal de control y de exclusión, impartido por la cultura y propiciada por
la falta de posibilidades de educación respectivamente. Desde este punto de
vista, la afirmación de Medina de que el arte está “políticamente informado” y
que por ello juega un papel político en la sociedad, equivale a la apología que
hace Jorge G. Castañeda de la reciente emergencia en México de una sociedad
mayoritariamente de clase media, fruto de una economía abierta y de la
democracia representativa.[4]
En la misma entrevista
para Art21Blog, Cuauhtémoc Medina descarta al Comité Invisible de
Jaltenco por centrar su crítica al arte y a la cultura en la ideología
neoliberal que les subyace. A riesgo de ensayar el mismo argumento una y otra
vez, sigo la intuición de teóricos como Jonathan Nitzan y Bichler Shimson, Jodi
Dean, Slavoj Zizek, Franco Berardi, para quienes efectivamente, el
neoliberalismo es la ideología del libre mercado la cual afecta todos los
aspectos de nuestras vidas, privadas y colectivas. Argumentamos que la supuesta
relevancia política de la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es
más que el resultado de la política cultural del calderonato, la cual aplica el
esquema neoliberal de cultura recomendado por la UNESCO, dentro del cual la
cultura es un “derecho humano” inalienable sujeto a los intereses del libre
mercado, sitio de antagonismo social y signo de una democracia saludable.
Discutiblemente, el
neoliberalismo implica la muerte de los “intelectuales públicos”. Escritores,
artistas, museos y curadores están hoy en día sujetos a intereses y demandas
del Estado, del mercado y de los patronos. El mejor ejemplo de la colusión de
estas tres entidades y su injerencia en la cultura es ejemplificada por la
constitución de un patronato del MUAC. Sus miembros son miembros de la elite
industrial y corporativa de México y su “invitada especial”, Lulú Creel, es la
representante de la casa de subastas Sortherby’s en México. El papel del
patronato es aportar recursos para suplementar al presupuesto de la Universidad
para realizar exposiciones y adquisiciones. Ellos deciden en qué proyectos que
les proponga el museo participar, aunque supuestamente, las exposiciones las
decida un “comité académico”. De allí que otra de las afirmaciones de Medina en
la entrevista, que los museos son el sitio propicio para crear un espacio de
crítica del arte, es altamente sospechosa.
Miembros del Patronato del MUAC, septiembre 2012
Dentro de este panorama, la llamada “politización” del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado. El resultado de la “gestión cultural” es que el trabajo intelectual carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
[1] Alfons Martinell, “La gestión cultural en la
universidad” en Práctica artística y políticas culturales: algunas
propuestas desde la universidad,
coordinada por José A. Sánchez y José A. Gómez (Universidad de Murcia,
2003) disponible en red:
http://www.um.es/campusdigital/Libros/textoCompleto/poliCultural/08Martinell.pdf
[2] Carlos Lara González, “Un año de gestión cultural
y perspectivas para el desarrollo de la política cultural del sexenio”
disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf
[3] Un año de gestión cultural y perspectivas para el
desarrollo de la política cultural del sexenio” disponible en red: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc153/c_lara.pdf
domingo, 23 de septiembre de 2012
sábado, 4 de agosto de 2012
Pablo Helguera: ‘post-post’-crítica institucional: la institución como medio y la ‘cultura’ como fin
"I recognize the power of at least
culture and a few other things ... if you could learn anything from the
economic history of the world it’s this: Culture makes all the
difference."[1]
Mitt
Romney, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en julio de
2012 en el Hotel King David en Jerusalén.
Según George Yúdice, la cultura se ha
expandido sin precedentes hacia lo político y lo económico y por eso las
nociones convencionales de cultura han sido parcialmente vaciadas. Desde hace
un par de décadas, la cultura se ha usado como recurso para la mejora sociopolítica
y económica y para incrementar la participación de los ciudadanos en una era en
la que el compromiso político se desvanece. La cultura se ha convertido también
en una frontera más, franqueada para la extracción de plusvalía – lo que
Jameson llama capitalismo cultural, que es lo mismo que Bifo llama
“Semiocapitalismo”: la explotación de los procesos vitales y culturales por
medio de su codificación para hacerlos consumibles. En otras palabras, la
predominancia del intercambio de bienes simbólicos en esta etapa del
capitalismo, le han dado a la esfera cultural un mayor protagonismo que en
otros momentos de la modernidad. Yúdice traza los orígenes del uso de la
cultura como recurso al uso de la cultura como medio de la esfera social al
siglo XVIII, momento en el que comenzó a usarse políticamente para promover
ideologías en particular, resolver problemas sociales o moldear a ciudadanos
adecuados; por ejemplo, el apoyo clientelista del estado mexicano al muralismo
en los 1920s y 1930s. El comentario decimonónicamente racista de Romney citado
arriba, le atribuye a las ‘diferencias culturales’ el hecho de que la economía
Palestina sea menos eficiente que la Israelí (no la ocupación ni las políticas
restrictivas de movimiento de bienes y personas que Israel les ha impuesto a
los palestinos). Este comentario denota la relevancia que ha adquirido la idea
de cultura en la política económica al igual que lo vacío del uso del término
hoy en día. Además, la instrumentalización de la ‘cultura’ para propiciar el
desarrollo, la mejora y la pacificación social ha tenido consecuencias
devastadoras en la producción estética, la cual se caracteriza además del
exceso de producción, de ser blanda, ambigua, banal y formalmente de poca
calidad.
La teoría y arte críticos han sufrido golpes
severos en la última década. Especialmente bajo Calderón, la necesidad de
afirmar al sistema y su complemento moral disfrazado de cultura se hizo más que
evidente. Ha quedado muy poco espacio para la crítica, incluyendo universidades
y museos. Tanto a nivel local como global, la cultura del pensamiento crítico
se ha esfumado: artistas, curadores y demás funcionarios de la cultura dependen
de apoyos corporativos o gubernamentales para operar y por ello reina la
autocensura. ¿Qué nos queda? ¿Celebrar o desdeñar la belleza? ¿Transmitir
afecto? ¿Esperar la ‘redistribución de lo sensible’? ¿Sentirse revindicados al
facilitar ‘participación’ del espectador? ¿Absorber el mal de la violencia
transmitido por el arte? ¿Identificarnos con las víctimas de crímenes de la
violencia sistémica? ¿Informar y estar informados para transmitir indignación
sobre las atrocidades del capitalismo?
De acuerdo con Hal Foster, estamos viviendo
la condición post-crítica, que en apariencia, nos ha liberado de camisas de
fuerza históricas, teóricas y políticas. Esta condición se basa en renunciar al
derecho moral de hacer evaluaciones críticas, es decir, de emitir juicios para
decir si una obra de arte es buena o mala. Este tipo de juicios fueron
sustituidos por una evaluación para decidir si un objeto, gesto o intervención
cumple con los requisitos para ser arte. La condición post-crítica se le debe
también a la renuncia de intelectuales y artistas al privilegio político que
tenían de hablar en nombre de otros. Esto ha imposibilitado que se pueda
adoptar un punto de vista crítico fuera de los esquemas pre-establecidos de
‘arte politizado’, en un momento en que la situación se hace más y más urgente.
Por un lado, la post-crítica ha creado arte vacío y relativo, ya que tiene que
ver más con el posicionamiento del curador o del artista con respecto a modelos
críticos predeterminados, por ejemplo: ‘subalterno’, ‘crítica institucional’,
‘participación’, ‘activismo’, ‘crítica del sujeto’. Por otro lado, si el arte
crítico, según Hal Foster, se propone hacer conciencia de los mecanismos de
dominación para transformar al espectador en agente consciente de la
transformación del mundo, es una conciencia reducida. Reducida a revelar los
signos del capital escondidos en objetos y hábitos (ver por ejemplo, la
exposición “Fetiches Críticos”), considerando a un espectador pasivo e
ignorante que necesita ser iluminado.
En los años 1970s, una de las estratégicas
políticas del arte fue desmaterializarse para no ser co-optado por el mercado,
es decir, la base de la representación trascendió la materia para convertirse
en una lógica, y esta lógica se convirtió en la base de todas las variaciones
posibles de expresiones estéticas abiertas a una sustancia física. Esta lógica
trascendió la especificidad del medio (por ejemplo, el lienzo pictórico), el
arte se convirtió en idea y el medio desapareció. Rosalind Krauss llamó a esta
condición del arte ‘post-medio’, y la crítica-teórica propuso como parámetro
para el juicio estético, la medida en la que el artista crea un medio para su
propio trabajo por medio de agenciamientos o ensamblajes de elementos dispares.
Tomando en cuenta la condición post-medio del
arte, vemos actualmente al arte contemporáneo dar por hecha su condición
‘post-medio’ (y dejar de innovar en ese sentido) y bifurcarse en dos
tendencias. Por un lado, está el arte que se concretiza en un objeto o en la
acción sobre un objeto, en una imagen fija o en movimiento (documentando
acciones dentro o fuera del museo) y que son expuestos en el recinto
museográfico. Por otro lado, está el arte que se lleva a cabo extramuros
fusionado por completo con la realidad, el arte “socialmente comprometido”,
cuyos materiales son la calle, las relaciones personales, la esfera
pública, la participación, el “tejido social”. La Institución puede albergar o
no vestigios documentales, mesas de trabajo, talleres o conferencias de el arte
social. Hoy en día, las prácticas sociales pasan por arte crítico ya que
liberan a la intervención estética de la efectividad social. Es decir, el arte
activista está basado en autonomía estética y sin embargo, insiste en
insertarse en la categoría del arte, aunque no tenga nada que ver con asuntos
formales ya que está completamente desmaterializado y toma la forma de
‘eventos’, ‘redes’ o ‘relaciones humanas’. Además, esta forma de hacer se ha
convertido en herramienta de la agenda neoliberal; como lo dijo Olivier
Marchart, lo que el trabajo social artístico hace es sustituir al trabajo
político. Es decir, en el arte social-intervencionista la política entra en
escena como arte en nombre del ‘interés público’ en términos de una política de
ingeniería para ‘administrar’ problemas sociales. De esta manera, el arte
público se convierte en la versión privada del estado de bienestar. Tomando en
cuenta la condición post-medio de la producción estética, se hace evidente que
muy pocos artistas se comprometen a explorar cuestiones de medio y de
tradición, ya que la gran mayoría recurre a esquemas pre-hechos, a
conceptualismos manieristas que hace que sus gestos, instalaciones e
intervenciones sean poco honestas.
Hay que tomar en cuenta también que la
recepción de exposiciones y obras de arte no tiene lugar ni en reseñas ni en comentarios sino en una diseminación sin fin de comunicados de prensa, entrevistas
con la artista o curador ya sea en videos en la red, revistas especializadas,
panfletos de exposición, blogs, etc. En estos medios, la obra se explica, su
génesis se mitifica, se cuentan anécdotas de la instalación y del artista.
Dicha existencia de una exposición, crea un hueco de recepción crítica y hace
aparente que la visibilidad de la obra predomina sobre el diálogo que ésta
pudiera crear. El arte existe, se disemina, se discute dentro de la institución
sin trascender más allá, ni siquiera en comentarios. Lo que tienen en común las
‘prácticas sociales’ y el arte ‘objetual’ es que ambos toman a la institución
como el
medio propio del arte cuyo fin se ha convertido la ‘cultura’ en sí.
Un ejemplo de artista que usa a la
institución – considerada como un entramado de relaciones sociales, discursos,
un espacio físico – tanto como
medio como tema en su trabajo, es Pablo Helguera. Su obra tiene un aspecto
performático ya que el artista tiende a ejecutar varios roles: artista,
comentarista, profesor, espectador, curador y en su trabajo el arte y el comentario
sobre el arte, realidad y ficción se confunden. Está por ejemplo su blog The
Estheticist
(2010-11), en el que Helguera da consejos a artistas para que logren ser
aceptados por la institución, les explica cuál es la vía para hacerse famosos,
el cómo no perder su integridad artística ante las demandas del mercado, si es
pertinente o no hacer un MFA, cómo lograr ser representado por una galería,
cómo explotar la historia personal en su obra para ser exitosos, etc. Está
también su Manual de estilo de arte contemporáneo (2007), en el que explica “el
juego” del mundo del arte, quiénes son protagonistas, cuál la manera de
socializar y navegar este mundo, la etiqueta para auto-promocionarse, lo que
implica el éxito y fracaso en el arte y la ‘etiqueta de la controversia’. En su
manual, Helguera reduce al arte crítico a la ‘controversia’, la cual define
como un arma de doble filo que debe ser tratada con cuidado ya que tiene
límites pre-establecidos por la institución. Además escribe: “El artista debe
de tomar ciertas consideraciones si es que el gobierno dictatorial es
patrocinador parcial o total de su obra”. En suma, con un tono pedagógico e
irónico, The Estheticist y el Manual tratan de cómo navegar la institución a fin de ser canonizado como
artista. Debatiblemente, el trabajo de Helguera, en lugar de expandir el medio
de arte a la institución, queda atrapado dentro de sus confines. Es por eso que
su obra bordea en lo kitsch y es mucho más sospechosa que la canonización
post-revolucionaria de los muralistas en el Palacio de Bellas Artes – objeto de
‘crítica’ en su más reciente intervención, Quodlibet (2012).
Para su intervención en el Palacio de Bellas
Artes, Helguera usó la estructura del Quodlibet o potpurrí, es decir, la
combinación de varias canciones para ‘recuperar’ historias ausentes del Palacio
de Bellas Artes. El resultado es la exhibición de un conjunto de objetos y
documentos provenientes de los archivos y bodegas de utilería de Bellas Artes:
un camello, una reproducción a escala del Ángel de la columna de la
Independencia, un par de columnas salomónicas en papel maché, una máquina para
hacer efectos especiales sonoros, programas de mano, vestidos, etc. Incluye
también reproducciones serigrafiadas montadas a modo de cuadros del poema La
suave patria de
Ramón López Velarde (1921) y de la música de Sinfonía proletaria de Carlos Chávez (1934)
ilustrada por Diego Rivera. Ambos textos fueron intervenidos por el artista al
estilo de la literatura restringida de manera que aparecen uno fragmentado y el
otro invertido. La exposición incluye también un críptico y espectacular video
en el que vemos tomas del artista recitando su versión de La suave patria (Ave paria) en la sala de espectáculos del
Palacio intercaladas con tomas de un funeral en el vestíbulo presidido por el
camello y el Ángel. A través de esta combinación de elementos, Helguera buscaba
recuperar episodios y anécdotas del recinto para reconstruir la ‘Historia
oficial’ del Palacio ofreciéndole al espectador una historia ‘menor’ filtrada
por su propia subjetividad. Yuxtaponiendo elementos dispares, el artista juega
a dislocar el sentido impuesto por el paso de los años que se ha convertido en
la historia oficial.
Al utilizar los archivos y las bodegas como
material de base para su intervención, Helguera ejecuta la función del
historiador-etnógrafo disfrazado de archivista en jefe que estuvo en boga en
los años noventa. Según Hal Foster, esta figura de artista emergió para
conferirle respetabilidad académica al artista – para lograr más legitimidad
como historiador que los historiadores. Sobre estas líneas, en una entrevista
reciente Helguera promociona al ‘giro etnográfico’, argumentando que las
instituciones deberían considerar abrir sus archivos a los artistas ya que
ellos pueden hacer grandes cosas con ellos. El campo de referencia del
artista-historiador es la cultura, su ámbito es la contextualidad y para Quodlibet, Helguera utilizó un método
análogo al que se convirtió en la marca de Fred Wilson a partir de su
intervención en la Maryland Historical Society en Baltimore en 1992: Mining
the Museum. En
un acercamiento etnográfico, Wilson reinstaló objetos de la colección y bodegas
de la Sociedad Histórica para recontextualizarlos, dislocando su sentido para
ofrecer una nueva lectura enfocada a la experiencia afro-americana de Baltimore
que evidentemente no era parte de la historia oficial. Como Quodlibet de Helguera, Mining the
Museum es un
proyecto InSitu para reinterpretar aspectos de la arquitectura, historia y
colección del edificio para invitar al espectador a reconsiderar el espacio. La
diferencia entre ambas intervenciones es que lo que está en juego en términos
de política en Wilson, no es comparable con la ‘crítica’ solipsista de Helguera
ni con el pacto faustiano que firma con el Palacio de Bellas Artes, como lo
veremos más adelante. La intervención de Wilson es una variante de la crítica
institucional que trascendió al museo para hacer proyectos bajo un modelo
antropológicos basado en el trabajo de campo. Este modelo ha sido aplicado por
un amplio número de artistas desde los años 1970. Por ejemplo, Hans Haacke
cuestionó las autoridades sociales explorando los orígenes de los fondos de
museos, o el destino de obras de arte maestras y sus lazos con el capitalismo
corporativo, etc. Está también Lothar Baumgarten, quien se dio la tarea
política de hacer visible las culturas indígenas excluidas de los museos de
arte. En suma, el arte etnográfico (Andrea
Fraser, Mark Lombardi, Fred Wilson, René Green, Mark Dion, etc.) tiene como objetivo poner en evidencia las
historias menores reprimidas por la hegemonía. A casi 20 años de su
institucionalización, uno de los problemas de este tipo de crítica es que
tiende a sustituir un análisis real de la relación entre el recinto en cuestión
con lo que ocurre fuera de él.
En los gestos constitutivos de Quodlibet se transparenta el imperativo
liberal de ‘desideologizar’ al Palacio junto con los documentos que alberga, y
un esfuerzo por ‘deconstruir’ la identidad nacional que supuestamente simboliza
el Palacio. Como lo dijo Helguera, con Quodlibet “[persigue] una especie de
humanismo social en la historia que ayudara a contrarrestar el oficialismo que
se apropia de los edificios y de movimientos artísticos.” Esto implica que los
espacios oficiales también son espacios humanos pero esta historia es
invisible, y esta historia es la que le interesa visualizar. Para Helguera, el
Palacio de Bellas Artes tiene un lugar simbólico en el imaginario nacional en
cuanto a que es la sede nacional de las artes y de la cultura y simboliza la
‘revolución institucionalizada’ en cultura y en política, la ‘consagración
canónica’ (de artistas e intelectuales), y es ‘símbolo popular’, al igual que
escenario de construcción de la identidad nacional cultural. Sin embargo, este
‘imaginario nacional’ se reduce a unos cuantos miembros de la clase
privilegiada del país, y la noción de ‘identidad nacional’ simbolizada por el
Palacio no es orgánica sino hegemónica, impuesta desde arriba. Esto se hace
evidente en una serie de entrevistas realizadas en 2004 lideradas por Néstor
García Canclini sobre la recepción del Palacio de Bellas artes se concluyó:
[…] un buen número de entrevistas […]
hablaron del carácter “intimidante” del Palacio, que aleja a muchos paseantes
de la Alameda vecina o les hace sentir que un lugar tan imponente no es para
ellos […] si bien el palacio
“atrapa visualmente”, la magnificencia del edificio, los guardias y los
detectores de metales a la entrada son obstáculos para un ingreso más confiado.
[…] gran número de los que se acercan tienen pocos años de estudio y ven al
Palacio como “elitista”. […] algunos visitantes al Palacio antes de conocerlo
creían que era un edificio religioso, y “a la hora de entrar se persignan”.
La noción de identidad ya sea nacional o
cultural que explora Helguera en Quodlibet, se basa en la premisa post-estructuralista
de la construcción social de un sujeto. Influenciado por el post-estructuralismo,
predominaron en las teorías del arte y estudios culturales de los ochenta y
noventa discusiones sobre la construcción social de un sujeto. Esto se
convirtió en el dogma identitario que postula que la subjetividad no es nata
sino que se construye a partir de estereotipos culturales provenientes del
campo visual, auditivo y textual. Dentro de este esquema, la emancipación
implica reconstruir y socavar los estereotipos culturales. Así, la premisa de Quodlibet es una identidad cultural
impuesta construida a partir de símbolos que datan del porfirismo, de una
tradición modernista con la que ningún artista dialoga hoy en día (por
‘panfletaria’ – además la innovación en términos de lenguaje pictórico de
Sequeiros y Orozco no ha sido igualada todavía en México desde entonces) y por
lo tanto, con identidades con las que nadie se identifica. Lo que la exposición
de Helguera hace evidente es una desconexión absoluta entre el ‘pueblo’ y el
arte de hoy en día, ya que en el arte, no se renovó el compromiso que tuvieron
los muralistas con el pueblo y por eso ‘el pueblo’ dejó de existir en el arte.
El gesto de Helguera de mostrar una fotografía del trabajador más antiguo del
Palacio de Bellas Artes retratado delante de El hombre en el cruce de
caminos (1934)
de Diego Rivera, es condescendiente y cursi. La anécdota es tan encantadora
como políticamente correcta, afín a la sensibilidad neoliberal de nuestros
tiempos:
El señor Rafael Galicia, último empleado en
vida de la era en que se inauguró el palacio de bellas ates, tenía como
responsabilidad trabajar como guardia en la sala donde Diego pintaba El
hombre en el cruce de caminos. Al finalizar la jornada de trabajo, en la noche, Galicia apagaba las
luces mientras que Diego y sus asistentes salían del recinto entonando La
internacional.
Otra anécdota que cuenta Helguera es
representativa de la restauración simbolizada por el Palacio en los 1930s:
luego de la expropiación petrolera, miles de mexicanos acudieron al Palacio
convocados por la primera dama, Amalia Solórzano (esposa de Lázaro Cárdenas) a
donar bienes para contribuir a saldar la deuda externa. La narrativa hilada
por las pequeñas historias contadas por Quodlibet, en lugar de poner bajo la luz
las implicaciones políticas del pasado que pudieran actualizarse para darnos
una mirada enriquecida o crítica del presente, fetichiza las anécdotas que
cuenta. Debatiblemente, Helguera peca del mismo extranjerismo del porfiriato
con discusiones además caducas sobre arte etnográfico o basado en archivos y de
autosolipsismo autocomplaciente. La insistencia de Helguera en ‘la historia’
del Palacio de Bellas Artes, nos recuerda al positivismo decimonónico, no para
crear, justificar o elucidar la identidad nacional sino para supuestamente
deconstruirla (el resultado de esta ‘deconstrucción’ es bastante opaco).
Parte de la empresa ‘crítica’ de Quodlibet es supuestamente poner bajo
sospecha el poder canonizador del Palacio de Bellas Artes, sobre todo, el hecho
que entronizó al arte politizado durante el periodo post-revolucionario (y
reaccionario) de los años 1930s. Esto nos lleva a la caricatura que pinta Quodlibet de los valores morales
plasmados por los muralistas (con la fotografía de Dn. Rafael), Sinfonía
proletaria y La
suave patria, y
al punto ciego de la exposición: el tema de las relaciones entre el poder y los
intelectuales.
La posición de Helguera respecto a la cultura
oficial del estado resulta extremadamente ambigua, sobre todo tomando en cuenta
lo que Helguera predica tanto en The
Estheticist
como en el Manual de estilo de arte contemporáneo, ya que Quodlibet falla en plantear la
interrogación clave que le correspondería al proyecto de archivo que
supuestamente abandera: ¿Cuáles son los mecanismos de poder que perpetúan y
mantienen hermética la identidad cultural para validarse históricamente por
medio de la producción cultural? Abordar de manera realmente crítica al tema de
los intelectuales y artistas bajo la ‘dictadura perfecta’ y de la compra de
conciencias del gobierno con probadas de poder y de dinero para validar
moralmente al sistema político, excedería los límites de la tolerancia a la
‘controversia’ del mundo del arte, sobre todo en tan cargado recinto.
En México existe la tradición intelectual de
respaldar al régimen por medio del silencio a-político o asumiendo directamente
puestos gubernamentales o ‘independientes’. Una vez que los intelectuales se
hacen los muertos, se garantizan la posibilidad de ser homenajeados con un
funeral de estado en el Palacio de Bellas Artes. Esta costumbre nacional única
en el mundo consiste en hacer funerales de intelectuales oficiales de cuerpo
presente. A ellos sólo tienen acceso políticos, intelectuales y otros VIP. El
féretro se coloca normalmente al centro del vestíbulo y se le cubre con la
bandera nacional (en el funeral de Frida Kahlo hubo una controversia cuando
Diego Rivera sustituyó la bandera nacional con la soviética). Durante estos
rituales, los colegas del difunto leen discursos para enaltecerlo, y a veces se
deja entrar a la gente común al recinto para que reclamen a los intelectuales como del pueblo, después de
hacer largas filas afuera del Palacio. De esta manera, el Palacio simboliza la ‘cultura
oficial’ en tanto a que es un mausoleo hierático sin cultura viva, ya que lo
que entra allí no va a morir para ser canonizado, sino que entra ya muerto.
Como lo dijo el mismo Helguera: “[El Palacio es] lo más cercano que tenemos a
la posteridad artística, este espacio que consagra y coloca al artista en el
nicho más alto posible y que va más allá de lo terrenal.” Como ya vimos, el
video de Quodlibet muestra tomas del artista recitando Ave paria (la versión alterada del poema La
suave patria)
en el escenario principal del Palacio intercaladas con tomas de un funeral
presidido por el camello y el Ángel de la Independencia que Helguera sacó de
las bodegas de danza del palacio. Debatiblemente, el video es la
materialización de la fantasía de posteridad artística del artista, quien pone
en escena su propio funeral. Como lo dijo: “Los artistas de hoy somos Salomé,
queriendo besar esa eternidad aparentemente inalcanzable convirtiéndonos en
Edipo para ser tocados por Midas.” Sin embargo, matar al padre para
auto-canonizarse dentro de los límites de la controversia no es matar al padre,
sino darle cuchilladitas con mala puntería y firmar un pacto faustiano para que
lo sigan invitando a hacer exposiciones, dar conferencias, hacer catálogos...
Fuentes
- Aurelio Asiain, “Quodlibet:
Toda frase es ya otra” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes, 2012)
- Yves-Alain Bois, et. al. Art
Since 1900
(Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2005)
- Hal Foster, “The Artist as
Ethnographer” The Return of the Real (Canbridge, Mass.: The MIT Press, 1996)
- Hal Foster, “Post-Critical”
October
139 (Winter 2012)
- Néstor García Canclini,
“Modos de mirar los murales”, Quimera de los murales del Palacio de
Bellas Artes
(Concaulta-INBA, México 2004)
- Pablo Helguera, Entrevista
con Código 060, disponible en red: http://www.revistacodigo.com/entrevistas/articulos/824-quodlibet-en-el-palacio-de-bellas-artes-entrevista-a-pablo-helguera
- Pablo Helguera, Manual
de estilo de arte contemporáneo (Nueva York: Jorge Pinto Books, 2007)
- Rosalind Krauss, Under
Blue Cup
(Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2012)
- Olivier Marchart, “Art,
Space and the Public Sphere(s)” disponible en red:
http://eipcp.net/transversal/0102/marchart/en/
- Carlos Monsiváis, Los
rituales del caos (México DF: Era, 1995)
- Quodlibet Guía infantil (Palacio de
Bellas Artes, 2012)
- Paula Santoscoy, “Pablo
Helguera: Arte como acontecimiento” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes,
2012)
- “Los intelectuales y el
regreso del PRI”, suplemento cultural Laberinto Milenio (28 de
abril 2012) disponible en red: http://archivohache.blogspot.mx/2012/07/los-intelectuales-y-el-regreso-del-pri.html.
- George Yúdice, The
Expediency of Culture (Durham: Duke University Press, 2003)
[1]
“Reconozco el poder por lo
menos de la cultura y de otras cosas… si pudiéramos aprender algo de la
historia de la economía del mundo sería lo siguiente: la cultura hace toda la
diferencia”.
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