El
pasado 11 de julio, Tania Puente, exempleada del Museo de Arte Moderno, hizo
pública una carta dirigida a la artista visual Lorena Wolffer,
quien expone actualmente en ese recinto una recopilación de varios años de
trabajo titulada: Expuestas: registros
públicos en el Museo de Arte Moderno. El trabajo de Lorena Wolffer, podría
categorizarse como artivismo en el
campo de los derechos de las mujeres, buscando dar visibilidad y hacer
conciencia de la violencia de género; ante la normalidad cultural de la
agresión como fundamento de las relaciones sociales, especialmente las de
género, Wolffer en su trabajo busca darles voz a las mujeres para que cuenten
su historia, superen su estatus de víctimas, y se sientan empoderadas. En su
carta, Puente denuncia su propio caso de agresión sexual por parte de un
trabajador del MAM, y acusa a la administración y a los directivos del museo
por el mal manejo de la situación, quienes nos dice, se limitaron a pedirle al
personal masculino que trataran con más respeto a las mujeres. Puente acusa
también a la administración del MAM de ignorar su petición de levantar un acta
o protocolo para tener un registro de la agresión, y de despedirla por haber
manifestado su inconformidad con la respuesta del Museo ante su situación, bajo
el pretexto de recortes presupuestales.
El pobrísimo manejo del caso de Puente
por parte del MAM – que acabó en injurias sumadas al haberla despedido – ,
evoca al caso de Emma Sulkowickz, una estudiante de la Universidad de Columbia,
en Nueva York, quien fue agredida en su dormitorio estudiantil por un conocido
en 2012, habiendo tenido antes sexo
consensual con él. Las autoridades de la Universidad exoneraron
al agresor y Sulkowickz hizo un performance, “Carry
that Weight”, en el cual llevó el colchón de su dormitorio a cuestas por
todo el campus durante todo un año, con la consigna de cargarlo hasta que:
fuere expulsaran a su agresor, o se graduara de la universidad. Lo último ocurrió,
y la acción de Sulkowickz – quien llegó a la ceremonia de
graduación cargando su colchón – desató
una ola de denuncias por parte de una docena de estudiantes que también
fuero agredidas en el campus de Columbia, y que sintieron que la administración
tampoco respondió de forma adecuada o suficiente a sus casos de agresión
sexual. Tanto el caso de Puente como los de la Universidad de Columbia y en
otros campus en Estados Unidos – agresiones que han cobrado recientemente
visibilidad al contrario de la mayoría de los casos, que permanecen invisibles
– son signo, por un lado, de la aceptación cultural de la impunidad ante este
tipo de crímenes, y de la falta de canales efectivos para darle voz a las
mujeres y castigar a los agresores. En la mayoría de los casos, como en los que
menciono, los agresores han sido incluso protegidos por las instituciones que
le dieron marco a sus ataques. Esto es un signo alarmante de la manera en la
que sigue operando el heteropatriarcado neoliberal: si en los últimos cuarenta
años, el mundo cambió para las mujeres y los homosexuales al haberlos incorporado
al mercado como trabajadores y consumidores, en algunos lugares, incluso con
derechos legales igualitarios, los cambios fueron relativos. Esto se debe a que
la estructura que le subyace a la sociedad permaneció intocable: homofóbica y
misógina, se basa en el control sexual, en la desigualdad social y en el
trabajo invisible y no remunerado de las mujeres. Además, mientras más
independencia logramos las mujeres, más vulnerables nos hacemos ante una forma
social de deseo que prevalece y que le da lugar a una masculinidad tóxica,
violenta, asociada a la dominación, al control, al hambre de poder, al dinero y
al sexo abusivo (los personajes masculinos de películas como Cosmopolis (2012), Le capital (2012) The Wolf of
Wall Street (2013), o Fifty Shades of
Grey (2014), son los nuevos arquetipos en este sentido).
Ya que el trabajo de Wolffer
está del lado de los derechos de las mujeres, Puente esperaba que se
solidarizara con ella en contra del MAM y que denunciara su caso. En su respuesta,
Wolffer, a quien evidentemente no le interesa tomar una postura de
antagonismo contra la institución que alberga su exposición – y quien no tiene
en realidad la obligación moral de hacerlo, ya que hoy, ser politizado no exige
coherencia entre acción y discurso, postura y gesto, como veremos más abajo – le
recomienda a Puente presentar una denuncia, y la invita a donar un objeto y a
dar testimonio para sumar su nombre a las de las mujeres con las que ha
trabajado. En su análisis de la situación, la crítica Aline Hernández, desacredita la invitación
de Wolffer a Puente a sumarse a la exposición al llamarla “pobre” y al declarar
que “Wolffer debió haber tomado una postura más enérgica, hacerla pública e
involucrarse en lo que está ocurriendo”; Hernández acusa a Wolffer de ni
siquiera responderle personalmente a Puente y de “naive” por sugerirle interponer
una demanda (que ya había hecho Puente, a pesar de su obvio escepticismo). En
otras palabras, para Hernández, para que el trabajo de Wolffer pudiera tener
coherencia y credibilidad, y que pudiera ir más allá del “asistencialismo” a
las víctimas de agresión sexual, la artista debió haberse solidarizado con
Puente en contra el MAM. Y sin embargo, la oferta de Wolffer a Puente de sumarse
a su exposición, no hace más que humildemente demarcar los límites de su
práctica artística; además, ¿no hubiera sido provocador y catalizador de
visibilidad que justamente desde el seno del museo se evidenciara su hipocresía
institucional a través del testimonio de Puente de su agresión dentro del MAM? Para
muchos, sin embargo, la actitud de Wolffer ante Puente hizo que su exposición quedara
completamente vaciada de potencial crítico y de efectividad en el campo
socio-político, evidencia de la incoherencia de la artista entre su política y
su discurso.
Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que hoy
en día, gesto simbólico (en el ámbito de la cultura), postura política y
existencia cotidiana están completamente disociadas. Empapadas de la
sensibilidad neoliberal, su disociación permite que se pueda denunciar la
hambruna en África, pero tomar café en Starbucks; solidarizarse con los
palestinos de Gaza, y reunirse a comentar el conflicto comiendo ostras y vinos
importados carísimos; ir a una protesta contra la violencia en el país, pero
explotar a sus empleados domésticos; tomar a los niños de la calle como sujeto
de arte, pero darle la espalda a un mendigo; estar en contra de la esclavitud,
pero comprar ropa manufacturada por esclavos en el Sureste de Asia; estar
preocupado por el calentamiento global y comprar comida en los supermercados; o
pedirle fondos del gobierno o a las corporaciones para hacer proyectos que los
critican, etc. Por eso, en nuestra era post-ideológica y post-política, un
gesto de solidaridad no implica ponerse del lado de lo blanco o de lo negro,
sino operar dentro de la gama de los grises. Es decir, hacer arte politizado no implica que
como persona pública, los artistas tomen necesariamente una postura política
determinada, lo cual, dado el caso, implicaría ejecutar estrategias de
visibilización de acuerdo con las demandas del mercado. Por cierto, no estamos
hablando del gesto de Madonna de solidaridad con las Pussy Riot, ni de la
renuncia de Octavio Paz como embajador de la India en el ‘68.
Independientemente de que se exhiba cierto tipo
arte politizado para cubrir quotas de
género, para evidenciar la corrección política de las instituciones, o para
servir de escaparate de la democracia y de la libertad de expresión, exigirle a
Wolffer coherencia entre su arte y su postura como figura pública en su
relación con el MAM, es no ver tampoco la brecha entre la culturalización de la
política vs. la acción política, o la problemática amalgama neoliberal entre
cultura y política. Es pedirle al arte, un ámbito representativo y simbólico y
por ende autónomo (en ese sentido), que sea efectivo en el campo social (si no,
el arte socialmente comprometido estaría todo del lado de los problemáticos
asistencialismo de Estado y de la responsabilidad social corporativa). Para
Hernández, el gesto de Wolffer hacia Puente socava la lógica discursiva de la
exposición e inclusive la curaduría, abriendo una brecha abismal entre teoría y
práctica, “donde el objeto en cuanto tal se encuentra fuera de mí, es exterior
y la vía para abordarlo es meramente discursiva.” Sin embargo, el compromiso de
Wolffer con las mujeres con las que trabaja no es meramente discursivo; lleva a
cabo una labor simbólica y de empoderamiento, lleva a cabo rituales de sanación
personal en terapias colectivos cuyos vestigios se quedan petrificados como un
archivo interminable dentro del museo. En cierto sentido, la de Wolffer y sus
mujeres es una batalla de visibilidad y el museo no es más que un instrumento
para darle visibilidad y voz a las mujeres violentadas.
A pesar de ello, no dejo de compartir la
frustración de Hernández con que el arte y los artistas que trabajan con temas
políticos se queden cortos como acciones políticas. El drama y la emoción que
surgen al darle voz a las víctimas, la catarsis que deriva de la acción
simbólica, puede producir experiencias personales transcendentales y curativas
al igual que imágenes e instalaciones emotivas que le dan voz a las víctimas; a
lo mucho, algo de pedagogía para paliar la misoginia. Sin embargo, más allá de
la espectacularización sensible de la violencia y la victimización, ¿podemos
realmente pedirle, exigirle al arte que sea eficaz en el campo político? El
arte realizado en el campo social, es parte de la economía político-cultural,
un producto de consumo para las élites que se despolitiza – al cambiar de
naturaleza – en el momento en el que ingresa en las instituciones culturales
como objeto de exhibición. Si bien Hernández tiene razón al notar que el arte
politizado, dentro de un museo, es un discurso reductivo e ineficaz, no toma en
cuenta que el arte politizado existe en una esfera distinta a la de la acción
política, que transforma las posturas políticas en gestos simbólicos. Lo que
debemos cuestionar aquí es justamente la conformidad de muchos con los gestos
simbólicos sin exigir tomas de postura. Los gestos simbólicos politizados que
prevalecen sobre el arte hecho políticamente.
Algo que es revelador aquí, es que la
desigualdad de género y social son claves para entender las relaciones de poder
en el heteropatriarcado neoliberal en las que está imbricada Tania Puente. En su
carta se entrelee un gran chantaje; hablando desde un lugar de
invisibilización, anulación y vulnerabilidad, Puente le reclama a Wolffer:
“preferiste escuchar la voz de otros a pesar de que yo te llamé directamente
para poder platicar y pedir consejo y asesoría”, al tiempo que le exige que le
de visiblidad:
“¿Por qué fue así de irrelevante lo que me sucedió? ¿Bajo qué norma o criterio
el valor de mi persona no tuvo el peso suficiente para que se hiciera algo al
respecto?” Su reclamo, al que le hace eco la blanda y reconciliante reflexión
de Alejandro Gómez Escorcia y Alejandra Franco, quienes se mantienen al margen de juzgar la
decisión tanto de la artista como del MAM de lavarse las manos ante la
situación, revelan la cuestión de la jerarquías y valorización de las personas
en nuestra sociedad de castas: “¿Cuál habría sido la reacción de esta misma
comunidad si la víctima del acoso sexual en el MAM hubiera sido la propia
directora o la artista en cuestión?” En esta sociedad, la justicia y
visibilidad se logran de acuerdo con el estatus y la posición social. El hecho
de que el agresor esté sindicalizado, y Puente no, es un factor más en este
juego perverso de jerarquías y de poder que opera en las instituciones
mexicanas.
Otro tema urgentes en este contexto, es que la
declaración de la segunda ola de feminismo que lo personal es político ha sido
socavada por el hecho de que la política de las mujeres se ha reducido a lo
meramente personal: quien quiera que seamos, nuestra noción de género, lucha
política y noción de feminismo estarán determinados no sólo por nuestras
experiencias en el amor y sexo (positivas o negativas), sino también por
nuestros privilegios sociales y de clase. La pregunta que surge es, ¿cómo inspirar
solidaridad con las víctimas de la violencia de género por parte de los
no-victimizados más allá de la lástima y del sensacionalismo? Y la pregunta
archi-feminista: ¿se puede articular una lucha de las mujeres que pueda
trascender diferencias de clase y de experiencias de género? Le hago eco al
llamado de Laurie Penny a amotinarse en contra de las reificadas y normalizadas
divisiones de clase, de género, de sexo; también contra la construcción
hollywoodense del amor heterosexual como pilar de la familia nuclear (y de la economía neoliberal), y hago un
llamado a boicotear a todo ente o institución que florezcan irreflexivamente en
la incoherencia conformista canalizada por la maldita amalgama, y por lo tanto, la confusión entre política culturalizada y acción política.