He tenido en varias ocasiones el curioso privilegio de ser objeto de
sus combativos comentarios. Por espíritu deportivo — el gozo de estar entre
posiciones encontradas— no sentí necesidad de responderles.[1]. Su reciente reacción a la entrevista que Mariana
Aguirre me aplicó par ael blog de Art21 [2] la forma sistemáticamente inexacta en
que me citan y traducen no era algo ya tan fácil de pasar por alto. Además está
la ventaja de que sus argumentos son propicios para advertir a colegas y
lectores acerca de las simplificaciones que ocurren si uno se deja impregnar
por la tendencia de soñar con el regreso de un “arte político”. Espero no se
sientan del todo mal empleados.
Con todo, me parecde que ustedes exageran al decir
que yo los “descarto“ por centrar todas sus críticas monótonamente en el
temario de lo neliberal . Ciertamente, es de llamar la atención que su
repertorio argumental siempre arribe a la misma conclusion, no importa qué
objeto, exhibición o idea ustedes comenten. Mi alusión al Comité estaba más
centrada en excitarlos a salir del closet. Sigo pensando que hay algo un tanto
abusivo y fuera de sitio en el uso que ustedes hacen de su “invisibilidad”.
Escondere no aparece para Jaltenco como una necesidad táctica, orientada a
protegerse frente a una amenaza represiva. La invisibilidad es, por el
contrario, en su caso, una estilización y un adorno que traza una
identificación no del todo crítica con el grupo de los Nueve de Tarmac en
Francia. Ustedes atacan, peroran y agitan sin consecuencia. Los demás
arriesgamos, al menos, el nombre y la viabilidad de los proyectos que llevamos
a cabo. Yo prefiero seguir pensando que el uso de la clandestinidad debe
reservarse a los casos que políticamente la ameritan.
1. Traduttore, traditore...
En su último comunicado, ustedes han denunciado como
“problemático” el modo en que discurro sobre el estatuto político de la cultura
y el arte contemporaneo[3]. Les resulta incómodo que alguien escriba o hable
acerca del carácter paradójico de los fenómenos culturales, en lugar de dar
recetas. De hecho, el deseo de que los textos y las obras provean directivas de
pensamiento y acción es algo que se expresa hasta en sus errores de traducción.
En la entrevista de Mariana Aguirre
hay un punto en que sugiero que “el arte contemporáneo tiene este
momento un rol destacado en definir qué puede ser la práctica
cultural políticamente informada”.[4] Es divertido constatar cómo el inconsciente
les gana cuando ustedes traducen la frase transformado lo que tiene de
descripción en prescripción:
...el hecho de que la obra de muchos artistas sea politizada, según
Medina, hace que el arte contemporáneo sea relevante como lugar desde el cual
definir “lo que debe ser la práctica cultural políticamente informada”.
[5]
Ese corrimiento del “puede” al “debe ser” no es cuestión menor.
Pero antes de ocuparnos de sus implicaciones permítanme llamar la atención
sobre otro punto donde su aparato de citas es, por así decirlo, seductóramente
creativo. En la entrevista ya mencionada planteo que hay un giro muy
significativo en la relación entre intelectuales y poder en México. En el
antiguo régimen la clase intelectual era cooptada pues servía como grupo de
presión: ser escuchada y eventualmente reclutada por el aparato de poder, era
prueba de la importancia de su particpación en ese campo de las fuerzas políticas.
En cambio, desde la llamada “transición democrática”, me parece evidente que “el
gobierno y la presidencia se han sacudido de la presión simbólica de los
intelectuales” [6] al punto que sus críticas no tienen efectos
ni siquiera en el curriculum del gabinete: el terrible costo que tuvo para José
Ángeles Córdoba Villalobos, ex-secretario de salud, al recomendar a la clase
política leer El Principito de Maquiavelo fue ser nombrado Secretario de
Educación Pública.
Al citarme, sin embargo, ustedes introducen el
hermoso acto fallido de una denegación, para hacerme decir exactamente lo
contrario: “el PAN: ‘no se deshizo de la presión simbólica de los intelectuales’,
sino que les permite amplia libertad de expresión”.[7] Ese “no” que ustedes añaden a mis palabras es
un hermoso portal por el que entra toda una maraña de distorsiones.
Pensando en el estallido del movimiento estudiantil
en mayo pasado, y la movilización que le siguió, yo arguía que el desprecio del
poder político por la clase intelectual contrastaba con la forma en que
aspectos de orden cultural, como el cuestionamiento del analfabetismo de
Peña Nieto, habían tensado a la sociedad y provocado disenso. De ahí sacaba por
conclusión que los ciudadanos esperan que la cultura tenga en esta república un
papel político más allá de la caducidad del intelectual crítico.[8] Nuevamente, torciendo la lectura, ustedes me hacen
decir que “el público espera (del arte contemporáneo) que la cultura tenga un
papel político importante en la sociedad”. La frase puesta entre paréntesis
no solo no es mía, sino que no encaja en el texto ni gramaticalmente.
Que la sociedad atribuya a la cultura un valor político decisivo no significa
que el arte contemporáneo vendrá a sustiuir a los intelectuales públicos, sino
en cuestiones tan trascendentales como la exigencia de revisar la función de la
televisión en la construcción del poder local y la diferenciación de clase
informática que hoy por hoy divide a los votantes en quienes obtienen su
información de la tele y por otros medios. Esos temas tienen en México un
efecto politizador. Al Comité, sospecho, no le parecen suficientemente “políticos”.
Mientras, si quieren pedestremente, intentaba hacer
un balance sobre los juegos entre cultura, estado y ciudadanos, poniendo el
acento en sugerir desplazamientos, mediaciones, vacíos y
discontinuidades, en la versión del Comité de Jaltenco se me hace aparecer
declarando al arte contemporáneo la plataforma discursiva y política de la nación.
Esos actos de ventriloquismo no son del todo disculpables. Pero lo tendencioso del
análisis del CIJ encierra una cuestión de mucha más trascendencia: implica en
cada momento la noción anacrónica de “arte político” que el supuesto colectivo
pretende defender.
2. En defensa del artefacto
No los acuso, camaradas, de hacer esas tropelías textuales por
perversidad. Así como el lenguaje tiene la expresión por demás graciosa de que
alguién “quiso decir” algo, uno podría decir que en sus interpretaciones hay un
“querer leer” sobrfe un asunto que los hace ya no invisibles sino ciegos.
A saber, la idea de que todos deben entender a la obra de arte, o la cultura,
como proveedora de recetas, herramientas, vehículos de persuación o, en términos
generrales, de toda clase de instrumentos.
En mis declaraciones a Aguirre, hice todo lo posible
por no caer ni por error en la expresión gastada y contraproducente de “arte
político.” Esa, les adelanto, es una categoría que plantea, a mi entender, la
visión reaccionaria que ve en la obra de arte un aparato comunicativo,
que porta (la mayor de las veces muy imperfectamente) alguna clase de
mensaje o contenido. Ustedes me implican en ese dispositivo ajeno, al hacer la
siguiente pregunta retórica:
Con respecto a lo que Medina llama la “práctica cultural políticamente
informada” ¿no está Medina reduciendo a la práctica política en el ámbito
cultural a informar políticamente al espectador, a la transmisión de opinión de
artistas y curadores?[9]
¡Por supuesto que no! Si
aventuré la noción de un arte “informado políticamente” fue para implicar una
elaboración muy distinta que, naturalmente, no elaboré en lo que era sólo una
entrevista periodística. La expresión de un “arte informado políticamente”
asume que es la obra de arte la que puede estar “informada”, de modo que en su
poética, materiales y operación se haga cargo, introduzca y/o atraiga,
tensiones, conflictos, dilemas y posibilidades políticas provenientes de un
lugar y momento concretos.
Conviene aquí desplegar más
a fonodo el concepto. En un momento en que la obra de arte contiene, con una
enorme frecuencia, procedimientos de montaje, apropiación, intervención y
mimetismo con “lo real”, esto debe ser fácilmente interpretado en términos de
concebir que las obras portan material y alegóricamente trozos de “realidad”
por más falsificada o ideologizada que parezca. Como las obras de arte son “creaciones”
de un autor, sino operaciones con signos, imágenes, estructuras sociales,
materiales y formas de pensamiento preexistenets que el artista extrae de la
sociedad, la historia y la política que lo circunda, esos “materiales” (en el
sentido más amplio del término) aparecen introducas a la obra como su “información”.
Son el momento social y colectivo que ingresa a la obra, independientemente de
las condiciones de su factura.
Nada en mi argumentación
permite pensar que esa “información” deba pasar por la cabeza del artista. Es
empíricamente comprobable que el artista incluye en su obra fragmentos o prácticas
que él o ella misma no puede articular verbal o intelectualmente. En última
instancia, eso significa que las obras de arte sean, antes que construcciones
semióticas, artefactos. El “cómo y de qué están hechas” es su contenido, y no
la voluntad o intención del supuesto autor que no se inscribe ni siquiera en la
superficie de ese aparato.
No es ocioso, por
consiguiente, que quienes observamos, criticamos o pensamos esas obras ocupemos
tanto tiempo en reflexionar sobre los ingredientes y los métodos que integran,
por así decirlo, la base de la sopa. Los elementos tomados, desviados,
transformados, e incluidos en la obra de arte son trozos de realidad social;
los procedimientos, formas alegóricas, o transformaciones que esos fragmentos
sufren, son responsables de transformar esa “información” en seres que son ya
en todos los casos agentes sociales.[10] Apunto, por si acaso, que en el proceso de ese “bricolage”
no hay nada estrictamente animista. La producción de un objeto, una situación,
o una acción produce un agente que luego actúa, es el blanco de la reflexión, y
afecta la pobre subjetividad del autor y de su receptor. En esa medida, espero,
es que seguimos viendo a las obras de arte implicadas en la sociedad y la
cultura y sin embargo desbordándola.
En
efecto, que la obra sea la que esté “informada” la estatuye como un aparato, un
agente o una máquina de significado e implicaciones, con la que el público se
ve enfrentado crítica, sensible y culturalmente. Hay aquí planteadas una serie
de mediaciones y modificaciones que, afortunadamente, garantizan que el proceso
no tenga nada que ver con enviar un email, un telegrama o expresar opiniones o
convicciones. Aclaro que lo que aquí despliego no sorprenderá a nadie que
esté involucrado en la producción o reflexión artística. Si una entrevista no
era lugar para sacar a la luz todas esas implicaciones, esta fenomenología
donde la obra puede estar informada debe ser enteramente aproblemático a muchos
de los lectores. Con excepción de aquellos que por motivos muy
concretos quieren seguir viendo las obras como meros vehículos de un mensaje.
3. La ingeniería del espíritu.
Es en este punto que los (o el) amigo(s) del Comité
se enredan en plantearnos una hipótesis tan inverosímil como escandalosa: una
teoría institucional de la conspiración neoliberal.
Según ellos la UNESCO, dominada por una ideología
neoliberal, ha definido a la cultura como un “derecho humano”. Esa directiva
neoliberal se traduce en una cadena de comandos de política cultural que sin pérdida
de información por entropía, malentendido, o interferencias, se aplica en México
como política cultural pública. El comando de la UNESCO es, según Jaltenco, el
motivo por el cual la política cultural del gobierno de Calderón entrega los
museos a los patronatos de los ricos para difundir una ideología de “libre
expresión” individual. Si usted, colega o lector, sumergido en la sucia
práctica, tiene la impresión de que los ordenamientos de UNESCO son letra
muerta, que el gobierno panista dista de tener una política cultural más o
menos coherente, o que los gestores culturales batallan en torno a las
decisiones sobre qué clase de cultura producen, se equivoca. Según Jaltenco la
correa del mecanismo es eficientísima y, en ese sentido, maquinaria torpes y
humeantes como CONACULTA son perfectas. El resultado final, por
insultante que resulta a los agentes culturales de todo tipo, es que según
Jaltenco los programas de las instituciones culturales las deciden los
patronatos, aplicando la política del gobierno, que es a su vez, la política
neoliberal que la UNESCO impone alrededor del mundo. Esto es lo que Jaltenco
opone a mi intento u otros de describir una serie de articulaciones y
diferendos batallando en el seno de una institucionalidad cambiante:
Argumentamos que la supuesta relevancia política de
la cultura en la sociedad defendida por Medina, no es más que el resultado de
la política cultural del calderonato, la cual aplica el esquema neoliberal de cultura
recomendado por la UNESCO, dentro del cual la cultura es un “derecho humano”
inalienable sujeto a los intereses del libre mercado, sitio de antagonismo
social y signo de una democracia saludable.[11]
No hay en ese relato espacio de disidencia o resistencia,
tampoco para la reflexión, ni los tricksters, las fallas o el balbuceo. Las
diferencias de concepción de estas instituciones, las batallas entre diversas
versiones de obra de arte, la disidencia frente a ciertas tácticas culturales,
e incluso la rebatinga por capital simbólico y dinero, todas esas fracturas son
expresiones de la misma libertad vacía que la UNESCO ha dictado centralmente.
Todo, según Jaltenco, es la aplicación de un marco normativo de libertad
falsificado impuesto ni más ni menos que desde París, la capital cultural del
capitalismo cognitivo del siglo XXI.
Cuando uno está por perder toda esperanza de encontrar alguna clase de
oportunidad para alguna política en un mecanismo de relojería tan perfecto, el
Comité saca de alguna de sus invisibles cuevas en Jaltenco una solución mágica,
si bien un tanto vetusta: la estética del compromiso. Aclaro al lector que las
cursivas son todas mías:
Dentro de este panorama, la llamada “politización”
del arte contemporáneo implica la libertad de expresión individual y la
libertad del espectador de consumir información u opinión. Esta libertades son
abstracciones vacuas si la gente no logra actuar, si no hay lucha colectiva, si
la sociedad sigue siendo incapaz de cuestionarse a si misma, de liberarse de
los estrechos valores del poder corporativo y del fundamentalismo de mercado.
El resultado de la “gestión cultural” es que el trabajo intelectual
carece de claridad visionaria y de interés pedagógico. El lenguaje complejo y
el pensamiento crítico están siendo asediados por las fuerzas democráticas. Los
filisteos están en el poder y aunque subsidien la cultura (Carlos Slim es un un
ejemplo de filántropo filisteo), el arte contemporáneo “politizado” es un
sustituto del compromiso político de la sociedad: como esfera aparte, se ha
convertido en una caricatura de crítica y de los procesos políticos reales.
Como pueden apreciar, la única libertad que Jaltenco
parece valorar es la que provee na directiva “pedagógica” y “visionaria”
que, por medio del artista, debe llevar a la acción colectiva. El enemigo, en
sus propias palabras, son “las fuerzas democráticas” encarnadas ni más ni menos
que por ¡el capital monopolista! Me rindo: debo coincidir con el Comité en
pensar que las obras de arte actuales tienden a ser un tanto cuanto reacias a
tener esa “claridad visionaria” e “interés pedagógico”. Lamento constantar que
los argumentos que el Comité ha venido emitiendo por tres años están presididos
por una visión tan estrecha del campo cultural, donde cualquier significado
cultural, de relaciones sociales, implicaciones económicas o sentido poético,
deben ser subordinados al momento epifánico de la movilización. Tenemos aquí
una visión de militancia y subordinación de la obra de arte al dictado político
de viejo cuño.
Por un lado, prevalece en todo esto una notable
ingenuidad. Si los dictados comunicativos ordinarios en el seno de los partidos
o la moral son incapacies de movilizar a la gente con similar eficacia, pedir a
las pobres obras de arte tamaña persuasión es, por lo menos, una quimera. La
conclusión lógica es abandonar desde ya todo este aparato podrido, y dedicarnos
a producir propaganda. Pero, me temo, los sujetos suelen ser mucho más
complicados que este animal pavloviano que el CIJ proyecta.
No me escapa el que la aparición del patronazgo
privado implica en México, como en otras partes del mundo, una nueva estructura
de poder en torno a la producción cultural, y una serie de medios de control
político en extremo poderosos. Pero no siento que esa transición deba
resolverse en pensar nostálgicamente la subordinación del aparato cultural a la
presidencia. Si pensar políticamente implica buscar opciones. Estamos, en
efecto, ante una situación nueva: la normalización neoliberal del poder
cultural nos enfrenta ahora no con una versión degradada de una polìtica
cultural dictada por los ministerios, sino con un campo de tensiones y
fricciones con el poder económico y la mercantilización de la cultura. Un
aparato donde se conjuga el poder económico y el del deseo de espectáculos de
masas, donde la representación nacional opera ahora como mercancia y medio de
atracción de capitales, puede ser un campo de intervención politizada, donde
uno aspiraría a que en el esquema de economía mixta del aparato cultural
artistas y agentes pudieran hacer intervenir la disidencia y conflicto, incluso
para defender el carácter público y profesional del aparato cultural de la
voluntad tiránica que a veces expresan los “patrones”, como se ha visto
recientemente de modo más que ilustrativo en el caso del Museo Tamayo o de la
colección Blastein.
Aun así, la forma en que el Comité ha decidido hacer
pública su nostalgia por un “arte comprometido” que señale a la gente la
dirección de la lucha con un valor “pedagógico,” es un giro argumental
que, honestamente, me ha descolocado. Según Jaltenco, sus crítica al
neoliberalismo hace eco de las teorizaciones de autores como Franco Berardi o
Slavoj Zizek. Esos autores, suelen tener versiones de la operatividad de la
ideología y la hegemonía que no dependen de que la estructura social sea una
cadena de comandos conscientes y serviles. Un elemento que comparten los
argumentos sobre la hegemonía es saber que carácter central de la cultura
estriba en definir el sentido común que, luego, funda el consenso, lo que
abarca no sólo los temarios “políticos”, sino el conjunto de las creencias e
ideas, y los modos de relación entre sujetos. En ese contexto, la visión de una
obra de arte como vehículo de pedagogía agitacional no tiene mucho sentido.
Ingenuamente yo creí que era juzgado por una fracción de los operarios
italianos que, cuando salía de su invisibilidad, se planteaba tácticas
neo-espinozistas de orden afectivista en relación a la fuga política de la
multitud. Me he dado de bruces con una reedición no del todo puesta al día de
las prédicas realistas-socialistas.
La exigencia de Jaltenco de producir
obras-directivas basadas en una transmisión pedagógica del compromiso político,
tiene más que ver con las diatribas de Zhdanov y Stalin en el sentido de
concebir a los escritores como “ingenieros de almas” a quienes tocaba la
responsabilidad de la educación del pueblo y la juventud.[12] Como alguna vez exclamó el escritor Arturo Azuela,
entonces director de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando un filósofo se
le puso un tanto cavernícola: “¡Tanto Foucault para esto!”
Permítanme dejar de lado la ironía para expresar del
modo más llano posible mi sensación de que no es sólo el Comité Invisible de
Jaltenco el que al apelar a la idea de una obra instrumental, eficaz, pedagógica
y ligada con las luchas anticapitalistas se despeña hacia la regresión estético-política.
Cada vez con mayor frecuencia escucho argumentos, a veces entre jóvenes
artistas, que esperan dar con la hechicería que les permita producir una obra
de arte eficaz. La confusión no es sólo local: una multitud de frentes, en
seminarios y debates remotos o presenciales, lo mismo que en las pseudoclínicas
tropicales de Kassel, o la búsqueda de un “arte útil” en la última Bienal de
Berlín, la hipótesis de un arte-herramienta ha venido apareciendo como una
tendencia incontenible. Una norma de esas excitativas es la desmemoria sobre la
historia de las teorizaciones previas sobre arte y política, lo que abre paso a
redescubrir no el mediterráneo, pero sí a Siberia. Lo característico es que
esas demandas formales ya no se articulam con una supuesta o real movilización,
o con un régimen que pretende erigirse como el representante de la revolución
mundial.
Este reflujo de la “estética del compromiso” es un
reclamo que no puede ejemplificar en ninguna obra concreta su modelo de “arte
político”, sino que se expresa en el rechazo universal de toda obra de arte que
encuentra a su paso. Tampoco puede explicitar la forma en que esas obras se
articulan con un movimiento social particular: se plantea, siempre, en el
horizonte de una revolución final contra el estado, la mercancía y el
capitalismo en su conjunto. Este “arte comprometido”, exiliado y desempleado,
característicamente abstracto, aparece más como producto de un campo discursivo
hecho de la demagogia de asertos que, ciertamente, acompañan una gran cantidad
de obras contemporáneas, y la desesperación que acomete a quienes desde la
llamada izquierda, quisieramos imaginar alternativas a una hegemonía social
aparentemente dificil de desestabilizar.
Es muy distinto examinar el modo en que una práctica
u otra alojan o prometen una cierta posibilidad de emancipación o crítica, que
establecer (o resucitar) un modelo definitivo de arte político en ausencia de
todos los factores que, en otro momento, aunque sea de modo finalmente cómplice
y errado, hacían ese aserto política o estéticamente plausible. Hay un elemento
melancólico en ver un impulso tan generalizado por encontrar obras militantes y
afiliadas, prácticas y útiles, cuando no hay causa o proyecto al que sujetar
ese reclutamiento. Tenemos, pues, una proliferación de revueltas invisibles,
comités hipotéticos, compromisos fantasmagóricos, utopías sin imaginación,
luchas ficción y críticos anónimos, en lugar de operaciones que tiene su curso
abiertamente en la escena pública, con efectos y riesgos para los participantes.
Lo único sólido en estas operetas vaporosas es el discurso de quienes
siguen empecinados en verse como exteriores, opuestos, antagónicos a una
estructura de poder que, a falta de alguna práctica concreta para modificarla,
compulsarla o desafiarla, aparece cada vez más fantasiosa y omnipotente. Este
es el estatuto de una rebelión que regula la práctica cultural desde demandas
que nada tienen que ver con la obra de arte disponible, ni con las
confrontaciones históricas, sino que se imagina sitiada frente a castillos de
arena.
Por cierto, tengo entendido que la etimología de
Jaltenco es, precisamente, “Lugar en la orilla de la Arena”. Creo que va
siendo hora de salir de la trinchera y sacudir un poco los anteojos.
Abrazos de aire
Cuauhtémoc Medina
[1] Me contuve, por ejemplo, en diciembre de 2010,
cuando un tanto magisterialmente ustedes pretendieron reprocharme usar el
concepto de “subalternos” porque, según ustedes afirmaron, "la 'subalternidad' es un término específico a los
estudios post-coloniales.” (Comité Invisible Jaltenco, “Liberalismo Apocalíptico
y Arte después del poetismo neo-con”, 14 de diciembre del 2010, en: http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2010_12_01_archive.html)
En un medio donde todo mundo se siente al día en teoría porque consume
importaciones de la marca Semiotext(e), parece que remontarse en la
historia del pensamiento más allá de 2001 se ha vuelto una hazaña. Espero me
perdonen si aprovecho esta ocasión para recordarles que “grupos sociales
subalternos” es un concepto acuñado desde la cárcel en los años 30 del siglo
pasado por Antonio Gramsci para referir a los dominados en general, cuya
historia fragmentada e inarticulada planteaba un muy difícil rescate. (Ver: Antonio
Gramsci,Cuadernos de la cárcel. Tomo 6, Ed. Crítica del Instituto Gramsci a
cargo de Valentino Gerratana, México, Ediciones ERA, 2000, p. 173 ss.) El uso
que la subalternidad tiene en los estudios postcoloniales tiene su origen,
claro, en un dialogo con ese texto.
[2] Mariana
Aguirre, “Interview with critic, curator and art historian Cuauhtémoc Medina”,
Agosto 3, 2012, en Art21 blog. Primera parte; http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/; Segunda
parte: http://blog.art21.org/2012/08/07/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-2/
[3] Comité Invisible Jaltenco, “El papel cultural y
politico del arte contemporáneo en México según Cuauhtémoc Medina”, Octubre 11
2012. http://comiteinvisiblejaltenco.blogspot.mx/2012/10/el-papel-cultural-y-politico-del-arte.html
[4] En el original, el
texto en inglés dice: “... contemporary art has for the moment a major role in
defining what a politically informed cultural practice can be” Mariana
Aguirre, “Interview with…, Parte 1. http://blog.art21.org/2012/08/03/interview-with-critic-curator-and-art-historian-cuauhtemoc-medina-part-1/ En la
traducción que aquí pongo las cursivas son mías (CM)
[5] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citado.
Las cursivas son mías, CM.
[6] La cita original dice a
la letra: “the government and the presidency got rid of the symbolic pressure
of intellectuals. They have effectively dismissed the role of the intelligentsia,
they don’t try to co-opt dissidents.”
[7] Las cursivas son mías, CM
[8] “(...) the field of
culture in Mexico is no longer as immediately enmeshed in questioning the
political structure as it used to be, but people expect culture to have an
important political role in society.”
[9] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citado.
[10] Sin entrar en lo que sería, finalmente, una cuestión
muy técnica, debo confesar que esto pudiera formularse como una reescritura de
la argumentación de Theodor Adorno que, tomando el concepto de Leibiniz, ve a
la obra como “mónada sin ventanas” pero en una fase artística donde los
materiales ya no están “espiritualizados”. Cfr: Theodor W. Adorno, Teoria Estética,
trad. Jorge Navarro Pérez, Madrid, Akal, 2004, p. 65.
[11] CIJ, “El papel cultural y politico…”, citada.
[12] Andrei Zhdanov, “El papel del partido en el dominio
de la literatura”, en: Adolfo Sánchez Vázquez, Estética y marxismo, México,
Ediciones ERA, 1970, p. 398.