sábado, 4 de agosto de 2012

Pablo Helguera: ‘post-post’-crítica institucional: la institución como medio y la ‘cultura’ como fin



"I recognize the power of at least culture and a few other things ... if you could learn anything from the economic history of the world it’s this: Culture makes all the difference."[1]
Mitt Romney, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en julio de 2012 en el Hotel King David en Jerusalén.

Según George Yúdice, la cultura se ha expandido sin precedentes hacia lo político y lo económico y por eso las nociones convencionales de cultura han sido parcialmente vaciadas. Desde hace un par de décadas, la cultura se ha usado como recurso para la mejora sociopolítica y económica y para incrementar la participación de los ciudadanos en una era en la que el compromiso político se desvanece. La cultura se ha convertido también en una frontera más, franqueada para la extracción de plusvalía – lo que Jameson llama capitalismo cultural, que es lo mismo que Bifo llama “Semiocapitalismo”: la explotación de los procesos vitales y culturales por medio de su codificación para hacerlos consumibles. En otras palabras, la predominancia del intercambio de bienes simbólicos en esta etapa del capitalismo, le han dado a la esfera cultural un mayor protagonismo que en otros momentos de la modernidad. Yúdice traza los orígenes del uso de la cultura como recurso al uso de la cultura como medio de la esfera social al siglo XVIII, momento en el que comenzó a usarse políticamente para promover ideologías en particular, resolver problemas sociales o moldear a ciudadanos adecuados; por ejemplo, el apoyo clientelista del estado mexicano al muralismo en los 1920s y 1930s. El comentario decimonónicamente racista de Romney citado arriba, le atribuye a las ‘diferencias culturales’ el hecho de que la economía Palestina sea menos eficiente que la Israelí (no la ocupación ni las políticas restrictivas de movimiento de bienes y personas que Israel les ha impuesto a los palestinos). Este comentario denota la relevancia que ha adquirido la idea de cultura en la política económica al igual que lo vacío del uso del término hoy en día. Además, la instrumentalización de la ‘cultura’ para propiciar el desarrollo, la mejora y la pacificación social ha tenido consecuencias devastadoras en la producción estética, la cual se caracteriza además del exceso de producción, de ser blanda, ambigua, banal y formalmente de poca calidad.

La teoría y arte críticos han sufrido golpes severos en la última década. Especialmente bajo Calderón, la necesidad de afirmar al sistema y su complemento moral disfrazado de cultura se hizo más que evidente. Ha quedado muy poco espacio para la crítica, incluyendo universidades y museos. Tanto a nivel local como global, la cultura del pensamiento crítico se ha esfumado: artistas, curadores y demás funcionarios de la cultura dependen de apoyos corporativos o gubernamentales para operar y por ello reina la autocensura. ¿Qué nos queda? ¿Celebrar o desdeñar la belleza? ¿Transmitir afecto? ¿Esperar la ‘redistribución de lo sensible’? ¿Sentirse revindicados al facilitar ‘participación’ del espectador? ¿Absorber el mal de la violencia transmitido por el arte? ¿Identificarnos con las víctimas de crímenes de la violencia sistémica? ¿Informar y estar informados para transmitir indignación sobre las atrocidades del capitalismo?

De acuerdo con Hal Foster, estamos viviendo la condición post-crítica, que en apariencia, nos ha liberado de camisas de fuerza históricas, teóricas y políticas. Esta condición se basa en renunciar al derecho moral de hacer evaluaciones críticas, es decir, de emitir juicios para decir si una obra de arte es buena o mala. Este tipo de juicios fueron sustituidos por una evaluación para decidir si un objeto, gesto o intervención cumple con los requisitos para ser arte. La condición post-crítica se le debe también a la renuncia de intelectuales y artistas al privilegio político que tenían de hablar en nombre de otros. Esto ha imposibilitado que se pueda adoptar un punto de vista crítico fuera de los esquemas pre-establecidos de ‘arte politizado’, en un momento en que la situación se hace más y más urgente. Por un lado, la post-crítica ha creado arte vacío y relativo, ya que tiene que ver más con el posicionamiento del curador o del artista con respecto a modelos críticos predeterminados, por ejemplo: ‘subalterno’, ‘crítica institucional’, ‘participación’, ‘activismo’, ‘crítica del sujeto’. Por otro lado, si el arte crítico, según Hal Foster, se propone hacer conciencia de los mecanismos de dominación para transformar al espectador en agente consciente de la transformación del mundo, es una conciencia reducida. Reducida a revelar los signos del capital escondidos en objetos y hábitos (ver por ejemplo, la exposición “Fetiches Críticos”), considerando a un espectador pasivo e ignorante que necesita ser iluminado.

En los años 1970s, una de las estratégicas políticas del arte fue desmaterializarse para no ser co-optado por el mercado, es decir, la base de la representación trascendió la materia para convertirse en una lógica, y esta lógica se convirtió en la base de todas las variaciones posibles de expresiones estéticas abiertas a una sustancia física. Esta lógica trascendió la especificidad del medio (por ejemplo, el lienzo pictórico), el arte se convirtió en idea y el medio desapareció. Rosalind Krauss llamó a esta condición del arte ‘post-medio’, y la crítica-teórica propuso como parámetro para el juicio estético, la medida en la que el artista crea un medio para su propio trabajo por medio de agenciamientos o ensamblajes de elementos dispares.

Tomando en cuenta la condición post-medio del arte, vemos actualmente al arte contemporáneo dar por hecha su condición ‘post-medio’ (y dejar de innovar en ese sentido) y bifurcarse en dos tendencias. Por un lado, está el arte que se concretiza en un objeto o en la acción sobre un objeto, en una imagen fija o en movimiento (documentando acciones dentro o fuera del museo) y que son expuestos en el recinto museográfico. Por otro lado, está el arte que se lleva a cabo extramuros fusionado por completo con la realidad, el arte “socialmente comprometido”, cuyos materiales son la calle, las relaciones personales, la esfera pública, la participación, el “tejido social”. La Institución puede albergar o no vestigios documentales, mesas de trabajo, talleres o conferencias de el arte social. Hoy en día, las prácticas sociales pasan por arte crítico ya que liberan a la intervención estética de la efectividad social. Es decir, el arte activista está basado en autonomía estética y sin embargo, insiste en insertarse en la categoría del arte, aunque no tenga nada que ver con asuntos formales ya que está completamente desmaterializado y toma la forma de ‘eventos’, ‘redes’ o ‘relaciones humanas’. Además, esta forma de hacer se ha convertido en herramienta de la agenda neoliberal; como lo dijo Olivier Marchart, lo que el trabajo social artístico hace es sustituir al trabajo político. Es decir, en el arte social-intervencionista la política entra en escena como arte en nombre del ‘interés público’ en términos de una política de ingeniería para ‘administrar’ problemas sociales. De esta manera, el arte público se convierte en la versión privada del estado de bienestar. Tomando en cuenta la condición post-medio de la producción estética, se hace evidente que muy pocos artistas se comprometen a explorar cuestiones de medio y de tradición, ya que la gran mayoría recurre a esquemas pre-hechos, a conceptualismos manieristas que hace que sus gestos, instalaciones e intervenciones sean poco honestas.

Hay que tomar en cuenta también que la recepción de exposiciones y obras de arte no tiene lugar ni en reseñas ni en comentarios sino en una diseminación sin fin de comunicados de prensa, entrevistas con la artista o curador ya sea en videos en la red, revistas especializadas, panfletos de exposición, blogs, etc. En estos medios, la obra se explica, su génesis se mitifica, se cuentan anécdotas de la instalación y del artista. Dicha existencia de una exposición, crea un hueco de recepción crítica y hace aparente que la visibilidad de la obra predomina sobre el diálogo que ésta pudiera crear. El arte existe, se disemina, se discute dentro de la institución sin trascender más allá, ni siquiera en comentarios. Lo que tienen en común las ‘prácticas sociales’ y el arte ‘objetual’ es que ambos toman a la institución como el medio propio del arte cuyo fin se ha convertido la ‘cultura’ en sí.

Un ejemplo de artista que usa a la institución – considerada como un entramado de relaciones sociales, discursos, un espacio físico –  tanto como medio como tema en su trabajo, es Pablo Helguera. Su obra tiene un aspecto performático ya que el artista tiende a ejecutar varios roles: artista, comentarista, profesor, espectador, curador y en su trabajo el arte y el comentario sobre el arte, realidad y ficción se confunden. Está por ejemplo su blog The Estheticist (2010-11), en el que Helguera da consejos a artistas para que logren ser aceptados por la institución, les explica cuál es la vía para hacerse famosos, el cómo no perder su integridad artística ante las demandas del mercado, si es pertinente o no hacer un MFA, cómo lograr ser representado por una galería, cómo explotar la historia personal en su obra para ser exitosos, etc. Está también su Manual de estilo de arte contemporáneo (2007), en el que explica “el juego” del mundo del arte, quiénes son protagonistas, cuál la manera de socializar y navegar este mundo, la etiqueta para auto-promocionarse, lo que implica el éxito y fracaso en el arte y la ‘etiqueta de la controversia’. En su manual, Helguera reduce al arte crítico a la ‘controversia’, la cual define como un arma de doble filo que debe ser tratada con cuidado ya que tiene límites pre-establecidos por la institución. Además escribe: “El artista debe de tomar ciertas consideraciones si es que el gobierno dictatorial es patrocinador parcial o total de su obra”. En suma, con un tono pedagógico e irónico, The Estheticist y el Manual tratan de cómo navegar la institución a fin de ser canonizado como artista. Debatiblemente, el trabajo de Helguera, en lugar de expandir el medio de arte a la institución, queda atrapado dentro de sus confines. Es por eso que su obra bordea en lo kitsch y es mucho más sospechosa que la canonización post-revolucionaria de los muralistas en el Palacio de Bellas Artes – objeto de ‘crítica’ en su más reciente intervención, Quodlibet (2012).

Para su intervención en el Palacio de Bellas Artes, Helguera usó la estructura del Quodlibet o potpurrí, es decir, la combinación de varias canciones para ‘recuperar’ historias ausentes del Palacio de Bellas Artes. El resultado es la exhibición de un conjunto de objetos y documentos provenientes de los archivos y bodegas de utilería de Bellas Artes: un camello, una reproducción a escala del Ángel de la columna de la Independencia, un par de columnas salomónicas en papel maché, una máquina para hacer efectos especiales sonoros, programas de mano, vestidos, etc. Incluye también reproducciones serigrafiadas montadas a modo de cuadros del poema La suave patria de Ramón López Velarde (1921) y de la música de Sinfonía proletaria de Carlos Chávez (1934) ilustrada por Diego Rivera. Ambos textos fueron intervenidos por el artista al estilo de la literatura restringida de manera que aparecen uno fragmentado y el otro invertido. La exposición incluye también un críptico y espectacular video en el que vemos tomas del artista recitando su versión de La suave patria (Ave paria) en la sala de espectáculos del Palacio intercaladas con tomas de un funeral en el vestíbulo presidido por el camello y el Ángel. A través de esta combinación de elementos, Helguera buscaba recuperar episodios y anécdotas del recinto para reconstruir la ‘Historia oficial’ del Palacio ofreciéndole al espectador una historia ‘menor’ filtrada por su propia subjetividad. Yuxtaponiendo elementos dispares, el artista juega a dislocar el sentido impuesto por el paso de los años que se ha convertido en la historia oficial.

Al utilizar los archivos y las bodegas como material de base para su intervención, Helguera ejecuta la función del historiador-etnógrafo disfrazado de archivista en jefe que estuvo en boga en los años noventa. Según Hal Foster, esta figura de artista emergió para conferirle respetabilidad académica al artista – para lograr más legitimidad como historiador que los historiadores. Sobre estas líneas, en una entrevista reciente Helguera promociona al ‘giro etnográfico’, argumentando que las instituciones deberían considerar abrir sus archivos a los artistas ya que ellos pueden hacer grandes cosas con ellos. El campo de referencia del artista-historiador es la cultura, su ámbito es la contextualidad y para Quodlibet, Helguera utilizó un método análogo al que se convirtió en la marca de Fred Wilson a partir de su intervención en la Maryland Historical Society en Baltimore en 1992: Mining the Museum. En un acercamiento etnográfico, Wilson reinstaló objetos de la colección y bodegas de la Sociedad Histórica para recontextualizarlos, dislocando su sentido para ofrecer una nueva lectura enfocada a la experiencia afro-americana de Baltimore que evidentemente no era parte de la historia oficial. Como Quodlibet de Helguera, Mining the Museum es un proyecto InSitu para reinterpretar aspectos de la arquitectura, historia y colección del edificio para invitar al espectador a reconsiderar el espacio. La diferencia entre ambas intervenciones es que lo que está en juego en términos de política en Wilson, no es comparable con la ‘crítica’ solipsista de Helguera ni con el pacto faustiano que firma con el Palacio de Bellas Artes, como lo veremos más adelante. La intervención de Wilson es una variante de la crítica institucional que trascendió al museo para hacer proyectos bajo un modelo antropológicos basado en el trabajo de campo. Este modelo ha sido aplicado por un amplio número de artistas desde los años 1970. Por ejemplo, Hans Haacke cuestionó las autoridades sociales explorando los orígenes de los fondos de museos, o el destino de obras de arte maestras y sus lazos con el capitalismo corporativo, etc. Está también Lothar Baumgarten, quien se dio la tarea política de hacer visible las culturas indígenas excluidas de los museos de arte. En suma, el arte etnográfico (Andrea Fraser, Mark Lombardi, Fred Wilson, René Green, Mark Dion, etc.) tiene como objetivo poner en evidencia las historias menores reprimidas por la hegemonía. A casi 20 años de su institucionalización, uno de los problemas de este tipo de crítica es que tiende a sustituir un análisis real de la relación entre el recinto en cuestión con lo que ocurre fuera de él.

En los gestos constitutivos de Quodlibet se transparenta el imperativo liberal de ‘desideologizar’ al Palacio junto con los documentos que alberga, y un esfuerzo por ‘deconstruir’ la identidad nacional que supuestamente simboliza el Palacio. Como lo dijo Helguera, con Quodlibet “[persigue] una especie de humanismo social en la historia que ayudara a contrarrestar el oficialismo que se apropia de los edificios y de movimientos artísticos.” Esto implica que los espacios oficiales también son espacios humanos pero esta historia es invisible, y esta historia es la que le interesa visualizar. Para Helguera, el Palacio de Bellas Artes tiene un lugar simbólico en el imaginario nacional en cuanto a que es la sede nacional de las artes y de la cultura y simboliza la ‘revolución institucionalizada’ en cultura y en política, la ‘consagración canónica’ (de artistas e intelectuales), y es ‘símbolo popular’, al igual que escenario de construcción de la identidad nacional cultural. Sin embargo, este ‘imaginario nacional’ se reduce a unos cuantos miembros de la clase privilegiada del país, y la noción de ‘identidad nacional’ simbolizada por el Palacio no es orgánica sino hegemónica, impuesta desde arriba. Esto se hace evidente en una serie de entrevistas realizadas en 2004 lideradas por Néstor García Canclini sobre la recepción del Palacio de Bellas artes se concluyó:

[…] un buen número de entrevistas […] hablaron del carácter “intimidante” del Palacio, que aleja a muchos paseantes de la Alameda vecina o les hace sentir que un lugar tan imponente no es para ellos […] si bien  el palacio “atrapa visualmente”, la magnificencia del edificio, los guardias y los detectores de metales a la entrada son obstáculos para un ingreso más confiado. […] gran número de los que se acercan tienen pocos años de estudio y ven al Palacio como “elitista”. […] algunos visitantes al Palacio antes de conocerlo creían que era un edificio religioso, y “a la hora de entrar se persignan”.

La noción de identidad ya sea nacional o cultural que explora Helguera en Quodlibet, se basa en la premisa post-estructuralista de la construcción social de un sujeto. Influenciado por el post-estructuralismo, predominaron en las teorías del arte y estudios culturales de los ochenta y noventa discusiones sobre la construcción social de un sujeto. Esto se convirtió en el dogma identitario que postula que la subjetividad no es nata sino que se construye a partir de estereotipos culturales provenientes del campo visual, auditivo y textual. Dentro de este esquema, la emancipación implica reconstruir y socavar los estereotipos culturales. Así, la premisa de Quodlibet es una identidad cultural impuesta construida a partir de símbolos que datan del porfirismo, de una tradición modernista con la que ningún artista dialoga hoy en día (por ‘panfletaria’ – además la innovación en términos de lenguaje pictórico de Sequeiros y Orozco no ha sido igualada todavía en México desde entonces) y por lo tanto, con identidades con las que nadie se identifica. Lo que la exposición de Helguera hace evidente es una desconexión absoluta entre el ‘pueblo’ y el arte de hoy en día, ya que en el arte, no se renovó el compromiso que tuvieron los muralistas con el pueblo y por eso ‘el pueblo’ dejó de existir en el arte. El gesto de Helguera de mostrar una fotografía del trabajador más antiguo del Palacio de Bellas Artes retratado delante de El hombre en el cruce de caminos (1934) de Diego Rivera, es condescendiente y cursi. La anécdota es tan encantadora como políticamente correcta, afín a la sensibilidad neoliberal de nuestros tiempos:

El señor Rafael Galicia, último empleado en vida de la era en que se inauguró el palacio de bellas ates, tenía como responsabilidad trabajar como guardia en la sala donde Diego pintaba El hombre en el cruce de caminos. Al finalizar la jornada de trabajo, en la noche, Galicia apagaba las luces mientras que Diego y sus asistentes salían del recinto entonando La internacional.

Otra anécdota que cuenta Helguera es representativa de la restauración simbolizada por el Palacio en los 1930s: luego de la expropiación petrolera, miles de mexicanos acudieron al Palacio convocados por la primera dama, Amalia Solórzano (esposa de Lázaro Cárdenas) a donar bienes para contribuir a saldar la deuda externa. La narrativa hilada por las pequeñas historias contadas por Quodlibet, en lugar de poner bajo la luz las implicaciones políticas del pasado que pudieran actualizarse para darnos una mirada enriquecida o crítica del presente, fetichiza las anécdotas que cuenta. Debatiblemente, Helguera peca del mismo extranjerismo del porfiriato con discusiones además caducas sobre arte etnográfico o basado en archivos y de autosolipsismo autocomplaciente. La insistencia de Helguera en ‘la historia’ del Palacio de Bellas Artes, nos recuerda al positivismo decimonónico, no para crear, justificar o elucidar la identidad nacional sino para supuestamente deconstruirla (el resultado de esta ‘deconstrucción’ es bastante opaco).

Parte de la empresa ‘crítica’ de Quodlibet es supuestamente poner bajo sospecha el poder canonizador del Palacio de Bellas Artes, sobre todo, el hecho que entronizó al arte politizado durante el periodo post-revolucionario (y reaccionario) de los años 1930s. Esto nos lleva a la caricatura que pinta Quodlibet de los valores morales plasmados por los muralistas (con la fotografía de Dn. Rafael), Sinfonía proletaria y La suave patria, y al punto ciego de la exposición: el tema de las relaciones entre el poder y los intelectuales.
La posición de Helguera respecto a la cultura oficial del estado resulta extremadamente ambigua, sobre todo tomando en cuenta lo que  Helguera predica tanto en The Estheticist como en el Manual de estilo de arte contemporáneo, ya que Quodlibet falla en plantear la interrogación clave que le correspondería al proyecto de archivo que supuestamente abandera: ¿Cuáles son los mecanismos de poder que perpetúan y mantienen hermética la identidad cultural para validarse históricamente por medio de la producción cultural? Abordar de manera realmente crítica al tema de los intelectuales y artistas bajo la ‘dictadura perfecta’ y de la compra de conciencias del gobierno con probadas de poder y de dinero para validar moralmente al sistema político, excedería los límites de la tolerancia a la ‘controversia’ del mundo del arte, sobre todo en tan cargado recinto.

En México existe la tradición intelectual de respaldar al régimen por medio del silencio a-político o asumiendo directamente puestos gubernamentales o ‘independientes’. Una vez que los intelectuales se hacen los muertos, se garantizan la posibilidad de ser homenajeados con un funeral de estado en el Palacio de Bellas Artes. Esta costumbre nacional única en el mundo consiste en hacer funerales de intelectuales oficiales de cuerpo presente. A ellos sólo tienen acceso políticos, intelectuales y otros VIP. El féretro se coloca normalmente al centro del vestíbulo y se le cubre con la bandera nacional (en el funeral de Frida Kahlo hubo una controversia cuando Diego Rivera sustituyó la bandera nacional con la soviética). Durante estos rituales, los colegas del difunto leen discursos para enaltecerlo, y a veces se deja entrar a la gente común al recinto para  que reclamen a los intelectuales como del pueblo, después de hacer largas filas afuera del Palacio. De esta manera, el Palacio simboliza la ‘cultura oficial’ en tanto a que es un mausoleo hierático sin cultura viva, ya que lo que entra allí no va a morir para ser canonizado, sino que entra ya muerto. Como lo dijo el mismo Helguera: “[El Palacio es] lo más cercano que tenemos a la posteridad artística, este espacio que consagra y coloca al artista en el nicho más alto posible y que va más allá de lo terrenal.” Como ya vimos, el video de Quodlibet muestra tomas del artista recitando Ave paria (la versión alterada del poema La suave patria) en el escenario principal del Palacio intercaladas con tomas de un funeral presidido por el camello y el Ángel de la Independencia que Helguera sacó de las bodegas de danza del palacio. Debatiblemente, el video es la materialización de la fantasía de posteridad artística del artista, quien pone en escena su propio funeral. Como lo dijo: “Los artistas de hoy somos Salomé, queriendo besar esa eternidad aparentemente inalcanzable convirtiéndonos en Edipo para ser tocados por Midas.” Sin embargo, matar al padre para auto-canonizarse dentro de los límites de la controversia no es matar al padre, sino darle cuchilladitas con mala puntería y firmar un pacto faustiano para que lo sigan invitando a hacer exposiciones, dar conferencias, hacer catálogos...

Fuentes

  • Aurelio Asiain, “Quodlibet: Toda frase es ya otra” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes, 2012)

  • Yves-Alain Bois, et. al. Art Since 1900 (Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2005)

  • Hal Foster, “The Artist as Ethnographer” The Return of the Real (Canbridge, Mass.: The MIT Press, 1996)

  • Hal Foster, “Post-Critical” October 139 (Winter 2012)

  • Néstor García Canclini, “Modos de mirar los murales”, Quimera de los murales del Palacio de Bellas Artes (Concaulta-INBA, México 2004)


  • Pablo Helguera, Manual de estilo de arte contemporáneo (Nueva York: Jorge Pinto Books, 2007)

  • Rosalind Krauss, Under Blue Cup (Cambridge, Mass.: The MIT Press, 2012)

  • Olivier Marchart, “Art, Space and the Public Sphere(s)” disponible en red: http://eipcp.net/transversal/0102/marchart/en/

  • Carlos Monsiváis, Los rituales del caos (México DF: Era, 1995)

  • Quodlibet Guía infantil (Palacio de Bellas Artes, 2012)

  • Paula Santoscoy, “Pablo Helguera: Arte como acontecimiento” Guía de Quodlibet (Palacio de Bellas Artes, 2012)


  • George Yúdice, The Expediency of Culture (Durham: Duke University Press, 2003)


[1] “Reconozco el poder por lo menos de la cultura y de otras cosas… si pudiéramos aprender algo de la historia de la economía del mundo sería lo siguiente: la cultura hace toda la diferencia”.

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