Palabras de Malú Huacuja del Toro en la XXVII Feria del Libro de Guadalajara (1ª. de 3 partes), 8 dic. 2013.ENGLISH VERSION
Es una alegría inmensa para mí estar aquí por primera vez invitada a esta feria y yo sé que eso se debe sobre todo al extraordinario y valeroso Fernando Valdés, director de Plaza y Valdés Editores y a un ángel terrenal (que no celestial), un ángel judío llamado Mauricio Achar, fundador de Librerías Gandhi. Es por él que llegué aquí volando sobre un mar de dificultades de orden práctico y político, porque este año está la feria dedicada a la cultura judía en todo su esplendor, que es el del espíritu de las ideas. Esplendor que se preserva tanto más por los apóstatas del judaísmo como Woody Allen, o como Mauricio Achar. Al fundador de la cadena de librerías más próspera de Latinoamérica le debo estar aquí y por ello traigo un mensaje que a Mauricio le habría dado mucho orgullo que yo leyera este día que concluye la Feria del Libro de Guadalajara, y que no me habría perdonado no transmitirles a ustedes, puesto que radico en Nueva York, una ciudad casi predominantemente judía y que casi por ello es también tan plural. Son en gran parte los intelectuales judíos de Nueva York quienes engrandecen la riqueza cultural y democrática de Estados Unidos, si es que eso es posible decir de un país tan poco democrático a pesar de su propaganda. Lo que no entendemos en México es que, así como en Estados Unidos a nosotros se nos reduce a un estereotipo muy alejado de la realidad al presentarnos con un sombrero de mariachi o con unas pistolas de narcotraficantes, nosotros desfiguramos a los judíos al describirlos a todos como un cliché de la colonia Polanco en la ciudad de México, cuando de empresarios se trata, o como a un ultraconservador académico que pregona en las universidades estadounidenses la desigualdad social y la injusticia como única forma de progreso, cuando de intelectuales se trata. Es por ello que, antes que nada, quiero presentarles una parte de Nueva York que no aparece en su versión comercial, y de la cultura judía, a través de las palabras de un destacado intelectual judío contemporáneo, filósofo y abogado, Elliot Sperber:
Queridos vecinos:
Espero que no encuentren impertinente que, aunque nunca nos hayamos visto, me dirija a ustedes como vecinos. Aunque no nos conocemos, el hecho es que —especialmente a luz de las telecomunicaciones instantáneas y con la facilidad de viajar que ha encogido el tamaño del mundo en las últimas décadas— todos en este planeta somos vecinos. Así que quisiera no sólo dirigirme a todos ustedes como vecinos, y pensarlos como vecinos, sino también vivir con ustedes como vecinos.
Es para mí un profundo honor formar parte, aunque sea de modo marginal, de la XXVII Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Cuando Malú me preguntó si escribiría algo (para abordar, en particular, la controversia que rodea al huésped de este año, el Estado de Israel), mi reacción inicial fue: “No. De ninguna manera: no”. Aunque he vivido en Israel y fui a la escuela en Israel, y trabajé por un breve tiempo en Israel en un kibutz —una granja comunal—, y aunque es mucho lo que siento respecto a la injusticia por la continua ocupación de Palestina, entre otros aspectos de la agresividad general del Estado de Israel, mi reacción inicial fue que lo mejor sería guardar silencio. ¿Para qué enredarme en una controversia tan candente y compleja? Además, ciertamente hay gente más calificada que yo para hablar sobre el tema… Como los israelíes, quizás. No, gracias. Además, es una feria de libros: un evento cultural. ¿Para qué arrastrar la política en ello?
Después de una posterior reflexión, se me ocurrió no obstante que, aunque las ferias internacionales de libros prometen erradicar las diferencias nacionales, hacer desaparecer las fronteras y abarcar una importante dimensión de la comunidad del mundo en desarrollo, en la medida en que las ferias internacionales de libros distinguen a grupos de gente con base en su afiliación nacional (a diferencia de contemplarlos meramente como asociaciones culturales o lingüísticas), y como las naciones son en rigor instituciones políticas, una feria internacional de libros es manifiestamente un evento político. Como evento político, es un foro enteramente apropiado para plantear importantes asuntos políticos internacionales. Es en este contexto como me acordé de la legendaria observación del escritor Miguel de Unamuno, de que “a veces, el silencio es la peor mentira”.
Además de sus otras dimensiones, la observación de Unamuno muestra una analogía con el concepto jurídico de omisión criminal, que sustenta que los crímenes no solamente son cometidos por acciones. Además de las acciones, los crímenes también pueden ser cometidos por omisiones: cuando la gente no actúa. Y parece difícil negar que sería un crimen singular de conciencia rendir homenaje al Estado de Israel como huésped sin llamar la atención del hecho (y esto no debe en absoluto desdeñar a los merecidamente celebrados escritores provenientes de Israel) que el Estado de Israel, como entidad política, jamás viaja solo. Donde quiera que Israel viaja, es acompañado por su prisionero: el pueblo palestino. Pues los dos no solamente están encadenados físicamente, territorialmente, sino que también están encadenados moralmente. Y aunque estas cadenas son una tragedia para ambas partes, en su calidad de más poderoso —como el carcelero, no el encarcelado— es Israel quien tiene la llave de la cerradura. Pero también, como el más poderoso exponencialmente, es Israel quien posee la llave para la paz.
Y como llegaron juntos —encadenados juntos—, además de rendir tributo a Israel como huésped, debemos también honrar a los palestinos, pues ellos están aquí también. Y su lucha no puede ser ignorada.
Aunque puede sonar peculiar afirmarlo —a la luz de lo que acabo de decir—, difícilmente podría encontrarse una elección más apropiada para invitado de honor que el Estado de Israel para una feria internacional de libros. Esto, no porque el pueblo judío es conocido como am hasefer: el pueblo del libro.
Aunque las personas judías son ciertamente conocidas por esta definición honorífica, debemos tener cuidado con no combinar la rica herencia cultural del judaísmo con la entidad política que es el Estado de Israel. Aunque están decididamente relacionados, son distintos: tan distintos como cualquier estructura política lo es de una cultural y social. Una persona de la fe judía no es necesariamente un israelí. Y un israelí no es necesariamente judío. En efecto, tal como recientemente asentó el celebrado escritor y activista israelí Uri Avnery, “los israelíes judíos son ya una minoría en el país gobernado por Israel”.
Y aunque muchísimos judíos sean ardientes partidarios de las políticas del Estado de Israel, tanto en Israel como por todo el mundo hay también muchísimos que son críticos feroces.
Aunque la bandera israelí tiene el emblema de la mogen de David, es decir la estrella de David o estrella judía, esto no debe llevar a inferir que las políticas del Estado de Israel representan las del pueblo judío; no más de lo que todas las naciones del mundo que tienen una cruz en su bandera representan las opiniones políticas de los cristianos, ni de lo que las políticas de cualquier estado con una bandera que tenga una luna creciente representan los pensamientos políticos del pueblo musulmán de todo el mundo. Al igual que ocurre con todo grupo humano, las personas judías somos tremendamente heterogéneas. Y aunque todos sabemos esto, cabe repetir que todos nosotros debemos tener el cuidado de resistir el impulso racista gravitacional prevaleciente que nos conduce a pensar en un pueblo, cualquier pueblo, según estereotipos.
Pero, no obstante esta distinción de la diferencia entre el pueblo del libro y el Estado de Israel, se puede sostener que Israel es un huésped singularmente apto para una feria internacional del libro. Puesto que el libro por excelencia —no sólo cualquier libro, vaya, El Libro: la Biblia— fue originado en la antigua tierra de Israel, es más que apropiado celebrar a Israel en un festival que da reconocimiento a los libros. Más aún, porque, además de los libros, una feria internacional de libros necesita naciones, es también apropiado rendir tributo a Israel. Esto es así porque, siendo el lugar de nacimiento de la quintaesencia del libro, el Estado de Israel en muchos sentidos ejemplifica lo que es un Estado-Nación. Puesto que un Estado-Nación es un instrumento de guerra.
El Estado de Israel es solamente singular en el grado en que su agresión no sólo es ampliamente reconocida, sino que es casi mundialmente vilipendiada. Aunque a menudo es vista como excepcional, la violencia de Israel debería en cambio ser reconocida no como una cierta excepción sino como la violencia que caracteriza la regla del Estado en general: la regla general de ser Estado.
El Estado es un instrumento de guerra, y no solamente contra sus estados rivales. Cada Estado es también un instrumento de guerra contra su propia gente. Aquellos que atestiguaron la reciente represión del Estado mexicano contra la protesta magisterial en la ciudad de México, o quienes presenciaron la represión contra el movimiento Occupy en Estados Unidos, o quienes atestiguaron la violencia que recibe cualquier otro movimiento de protesta popular de su respectivo Estado no pueden negar esta simple verdad: eso es lo que constituye un Estado. El Estado es un instrumento de guerra.
Y en la medida en que tal sea el caso, los palestinos son solamente la parte más visible de las víctimas del Estado de Israel. Además del pueblo palestino, que valientemente ha resistido la agresión israelí durante décadas, la gente pobre de Israel, las clases obreras de Israel, los inmigrantes de Israel, entre otros —como por ejemplo los cientos de miles de israelíes involucrados en continuas demandas de justicia social—, son también víctimas de la guerra.
Porque no olvidemos que de esto es de lo que hablamos cuando hablamos de Estado. El Estado no solamente es una institución conformada por cuerpos militares y definida por fronteras bien resguardadas. También está conformado por un gobierno, por leyes y tribunales y administradores. Y estas leyes y tribunales y cuerpos administrativos no funcionan para crear las condiciones de justicia y paz. Si lo hacen eso es incidental respecto a su propósito principal, que es mantener el Orden. Esto es, mantienen un tipo de Orden en particular, el Orden que está en este preciso instante, canibalizando el mundo. El pueblo, la gente, nosotros todos, somos vistos como una población, como un recurso natural que debe ser manejado conforme los intereses del Estado. Cuando se hace justicia —si es que la hay— siempre llega como excepción y ruptura de ese Orden.
En este punto se puede observar que mis comentarios quizás no constituyan una forma enteramente respetuosa de tratar o de rendir tributo a un huésped. Pero no olvidemos que no me estoy dirigiendo al Estado de Israel —ni a nadie aquí en todo caso— como un huésped. Tal como antes mencioné, me estoy dirigiendo a todos nosotros como vecinos: como vecinos del planeta que todos compartimos. O más bien, como vecinos del planeta que no todos compartimos: vecinos del planeta que algunos de nosotros poseemos y sobre el que tomamos decisiones, y que gobernamos, y que minamos, y que bombardeamos vía varios estados: todos los estados representados aquí, bajo todas estas banderas, contrariamente a cualquier proclamación democrática que de vez en vez éstas apoyen.
Y henos aquí. Estamos aquí, simultáneamente determinados por esos estados y, al mismo tiempo, con las llaves de nuestra propia liberación. Pues precisamente en la medida en que hacemos abstracciones y leyes que el Estado encarna mediante nuestra cooperación y participación, también tenemos el potencial para hacer desaparecer al Estado mediante la no participación: eliminar al Estado, lo mismo que muchos estados han hecho con tantos de nosotros.
Mezclados en este mundo de estados —este mundo de fuerza, por supuesto— no olvidemos que estamos rodeados de este otro mundo: el mundo de las ideas; el mundo de los libros. Es la razón por la que realmente estamos todos aquí. Eso es lo que verdaderamente nos une: hacer un reconocimiento a los libros, al lenguaje, a las historias y las ideas. Por supuesto, no debemos incurrir en el simplístico error de que todos los libros son buenos. Los libros pueden tener muchos usos. Como los ladrillos, los libros pueden justificar monstruosidades. Trágicamente, la historia está repleta de esos libros.
Del mismo modo, las ideas en los libros nos pueden llevar más allá de nuestras barbaridades nacionales particulares. Entre otros lugares, los libros nos pueden conducir al reconocimiento y al respeto de la verdad de nuestra patente interdependencia humana al enigma universal que todos compartimos.
Más allá de nuestras diferencias nacionales, culturales, religiosas y de clase, los libros nos pueden conducir al reconocimiento del hecho de que, aunque quizás seamos extraños, todos somos también vecinos. Y que, como tales, como vecinos, estamos todos sujetos al deber del vecino: ayudarse unos a otros; el deber de cuidar unos de otros como vecinos. Ésta es la obligación del vecino. Y como todos somos vecinos, este deber a su vez inexorablemente nos conduce al deber de desmantelar nuestros estados, todos nuestros estados, y de desmantelar nuestros ejércitos todo; no sólo desmantelar nuestras fronteras, sino compartir y respetar la gran riqueza de este planeta, como vecinos, y en paz.
Gracias.
Elliot Sperber.
(Continuará.)