Estimado Comité Jaltenco,
Les agradezco sinceramente que se
hayan ocupado críticamente de mi exposición Quodlibet, presentada este año en
el Palacio de Bellas Artes (pocos lo hicieron). Desafortunadamente para mí, que
no estoy inscrito a su blog, no me enteré de la existencia de su reseña sino
hasta ahora. He decidido sin embargo romper con dos reglas no escritas (entre
muchas otras) en el manual de etiqueta del arte, al que, como bien saben
ustedes, soy aficionado: una es que un artista no debe responder a una crítica
de su obra y la otra es que mucho menos debe responder meses después de que
esta haya sido escrita y cuando la exposición ya ha pasado a la amnesia
colectiva.
Decido responder más que nada porque
a eso me invita la naturaleza de su invisibilidad, que rompe ya de entrada con
las convenciones mismas de la crítica, y porque considero que es importante
cuestionar no su poca simpatía por mi obra (lo cual lamento pero acepto) sino
su ortodoxa interpretación de las ideas que subyacen en este proyecto y en las
prácticas artísticas actuales con las que encuentra afinidad. Lo hago porque en
sus argumentos se revelan obstinaciones teóricas caducas que subsisten no sólo
en México sino en Latinoamérica, y esta me parece una oportunidad importante
para confrontarlas de una vez por todas.
Comenzaré por decir que comparto
plenamente con ustedes la desilusión de presenciar una y otra vez la
complicidad del mundo del arte con el aparato neoliberal; coincido en que el
mercado del arte es quizá el peor ámbito para ejecutar la crítica o producir un
cambio social, y en que muchas obras que se autoadjudican el carácter de obras
políticas o de interacción social no tienden a ser sino ejercicios vacíos,
autocomplacientes, que posiblemente satisfacen una cierta culpabilidad burguesa
tanto del artista como del coleccionista. Creo que es importante, desde el ámbito
del quehacer artístico, la curaduría y la crítica, provocar acción, diálogo y
reflexión en torno a estos temas, pero sobre todo trascender estos temas y
proponer nuevos modelos de producción.
Sucede,
sin embargo, que sus ataques enmascarados con invisibilidad y el tipo de retórica
teórica que ustedes enarbolan sufren de tres grandes problemas. El primero es
el de atarse a una serie de valores abstractos (como lo es su Comité) que no
pueden ser satisfechos de ninguna manera. Imaginan en el mundo del arte un público
omnisciente, adentrado en los recovecos del post-estructuralismo, infiltrado en
los debates internos de October y Semiotext(e), produciendo y debatiendo obras
fuera de cualquier vínculo institucional y que ha sido ya eficientemente
iluminado y emancipado.
Este hipotético “público” y el
ambiente socioeconómico y cultural en el que supuestamente vive, siento
decirlo, no existen, ni en México ni en ningún otro lugar. Este es quizá un síndrome
de aquellos que están demasiado —y acríticamente— empapados por la teoría
francesa: que en el momento en que comenzamos a exigir una verdad absoluta a
cada obra, en el momento en que queremos instrumentalizarla para servir a una
serie de metas igualmente abstractas, todo se torna una pila de invocaciones
tanto inalcanzables como inarticulables. En otras palabras, si no somos capaces
de articular lo que es la “verdad” o la “justicia”, lo que tenemos que hacer
entonces es enfocarnos en los casos concretos de lo que consideramos verdadero
o justo y producir conocimiento en base a ello; no tiene mucho sentido perder
el tiempo en definir lo que hasta ahora ha sido indefinible1.
Esta
es una de las razones, creo, por las cuales al Comité se le dificulta tanto
ofrecer ejemplos de artistas trabajando de la manera que les satisface. Es
también, creo, la razón por la cual no pueden desenmascararse. Y es, concuerdo
con Cuauhtémoc Medina en este punto, la razón por la cual la retórica de
Jaltenco, en su extremo racionalismo, comienza asemejarse al estado
totalitario.
Pero
el peor efecto de esta obsesión con las categorías abstractas es la percepción
que ustedes tienen del público en México. Al hablar del público del Palacio de
Bellas Artes, citan el estudio de Néstor García Canclini de 2004 en que efectivamente
describe el carácter intimidante del recinto, sugiriendo que es un espacio
restringido a las élites. La cita no reconoce, sin embargo, el hecho de que el
Palacio es a la vez el recinto museístico más visitado en México. En el periodo
en que se presentó Quodlibet también estuvo la exposición de Fernando Botero,
la cual rompió récords de asistencia. Las familias que asistieron al Palacio en
esos días obviamente no estaban conformadas por teóricos ni mucho menos iban a
ver Quodlibet sino a las mujeres gordas retratadas por Botero. Sin embargo, quiéranlo
o no, ahí estaba esa muestra y muchos de ellos la vieron. Con ese hecho en
mente, el proyecto incluyó una serie de visitas guiadas tituladas “El palacio
perdido”, con las que se le daba a esos espectadores la oportunidad de visitar
secciones del Palacio que nunca habían permitido el acceso al público (el área
de vestuario, la sala de maquillaje, la parte trasera del escenario). De
acuerdo con la evaluación objetiva que se hizo, las visitas guiadas fueron muy
bien recibidas, cumpliendo una de las metas principales de la exposición,
entender mejor la historia de ese espacio.
El tipo de obra que me acusan de
practicar —obra kitsch, condescendiente y cursi (supongo que ni siquiera puedo
aspirar al kitsch y a la cursilería de Botero)— sugiere que lo que el Comité
exige son obras que se liberen de toda referencia emocional para mejor
vincularse racionalmente con ese público utópico que imaginan. Tampoco es de
sorprenderse, por supuesto, que al Comité le irrite la presencia del retrato en
video de Rafael Galicia, el empleado más antiguo de Bellas Artes, en la
exposición: para el Comité, cualquier concreción visible y humana rompe con su
interpretación del Palacio como símbolo oscuro del Estado opresor —mientras que
por otra parte la opacidad política de la obra Ave Paria y el hecho de que no
haya insultos explícitos a Felipe Calderón en las paredes de la sala denota,
supuestamente, mi directa colaboración con el régimen para que me den un
velorio en Bellas Artes (aunque creo que para ello me tendría que haber muerto
en el sexenio que acaba de terminar: lamento no haberme apresurado).
El segundo problema que
encuentro en su postura es lo que aparenta ser un rechazo categórico a la práctica
simbólica del arte. Para no agotar al lector, mencionaré solo dos de las varias
razones por las cuales esta postura no es viable en el mundo real. La primera
es un argumento ético: en el momento en que uno adopta la idea de que el arte “debe”
de ser esto o aquello y condena las obras que no cumplen con equis exigencia
moral, uno entra en un territorio pantanoso sin límites, pues no hay manera de
trazar una línea definitiva donde supuestamente termina el arte “de verdad”. En
su caso, trazan la frontera ética en lo que ustedes definen como un arte “hecho
políticamente”, como dice Godard, y todo lo que queda fuera no es digno de
considerarse. Tal definición es de nuevo imprecisa y, como cualquier otra
dentro de este territorio, al final resulta inoperante: para el observador, el
hecho es que el arte continúa siendo hecho en el mundo, de todas formas y
estilos. Segundo, para abordar de manera crítica el arte de tipo social, no es
necesario descartar toda actividad que no sea explícitamente de intervención
social tipo Occupy. En textos anteriores2 he argumentado que, en vez de
establecer parámetros externos para validar una obra de interacción social, uno
tiene que enfocarse en las declaraciones explícitas que esta hace. Si la obra
no cumple objetivamente el propósito que se ha impuesto, no se le puede dar el
crédito de tener una acción o agencia real—continúa existiendo en el territorio
de lo simbólico. Pero esto no implica descartar por completo toda obra que
exista en el territorio de lo simbólico —obra que, dicho sea de paso, puede
estar “hecha políticamente”: una sola caricatura de Muhammad puede engendrar
manifestaciones y violencia. (Dicho esto, Quodlibet nunca declaró ser una “crítica”
al muralismo, como ustedes mencionan: su enfoque tiene que ver con el presente
y nuestra relación con los recintos y legados culturales creados por aquella
generación).
Me parece
particularmente paradójico haber sido colocado, de pronto, dentro del
territorio de los artistas que supuestamente “conspiran” con el Estado para
producir arte que satisfaga su agenda neoliberal, panista, calderonista, priísta
o lo que sea. Los proyectos principales que he realizado en la última década, y
que el Comité convenientemente olvidó, tienen que ver directamente con el
activismo y la formación de iniciativas autosustentables que no están
directamente vinculadas a una institución: entre otros, el Instituto de la
telenovela (2002-04), La Escuela panamericana del desasosiego (2003-2011), El
Club de Protesta (2011), The Dictator Game (2012) y Aelia Media (2011-), este último
una estación de radio en Bologna creada en colaboración con artistas y
activistas locales y que aborda tanto problemáticas locales como el legado del
movimiento estudiantil del 77 en Bologna. Estos proyectos han sido resultado de
una larga reflexión sobre lo institucional, que he tratado de promover en México
desde finales de los 90. En esos años me exasperaba que en México hubiera tan
poco interés en debatir la relación entre las prácticas artísticas locales y
las instituciones, debate que yo creía necesario porque veía exposiciones y
proyectos que empleaban esa retórica de forma acrítica, ingenua o simplemente
mimética. De ahí que organizara una serie de encuentros teóricos en México que
intentaron problematizar esa relación, primordialmente en torno al museo (que a
fin de cuentas, en el arte de esas décadas, era prácticamente sinónimo de
institución). El primero fue Lo ficticio dentro y fuera del museo (1999, Museo
Carrillo Gil); el segundo, El museo como medio (2002, Centro Nacional de las Artes),
al que asistieron Fred Wilson y Andrea Fraser, entre otros. Ya desde ese
momento tratamos el tema de la crisis de la retórica subyacente en la crítica
institucional. En el SITAC que organicé en 2005, y al que asistieron, entre
otros, Hans Haacke y Marina Abramovic, se volvió a tratar esa relación. A lo
largo de esos encuentros surgió la noción de que la retórica vinculada a
aquellos momentos de pleno posmodernismo no podía entender el momento presente
sin adquirir cierta distancia. Hoy, por otra parte, no se puede pretender que
los museos ya no existen y que sólo se debe operar desde fuera de ellos.
Resulta que esa actitud facilita que los Boteros del mundo del arte continúen
ocupando esos recintos.
En el caso de Quodlibet, el medio
para establecer un diálogo sustentable con el público (tanto con los visitantes
como con los muchos empleados del Palacio, que ayudaron activamente a elaborar
esta muestra) el vehículo lógico era del de una exposición y no, como en
proyectos anteriores, una escuela portátil, una estación de radio o una escuela
de música.
Finalmente,
la tercera enfermedad de la que, creo, su Comité ha sido presa, y a la que ya
he aludido, es la parálisis que les ocasiona su lealtad a ideas que, si bien
muchos compartimos en espíritu, no ofrecen vías concretas de operación, ni
dentro ni fuera del arte. Esta fue, en parte, la razón del aparente fracaso del
movimiento Occupy —aunque se puede argumentar que, si bien Zuccotti Park fue
evacuado, varios grupos que emergieron de aquellos debates han adoptado una
estrategia de acción propositiva que está generando nuevos modelos y nuevas
maneras de diálogo. Ese podría ser el caso, creo yo, del blog de ustedes, que
puede tener el mismo potencial y generar diálogos que promuevan nuevas
alternativas. Pero esto solo puede ocurrir si abandonan ese dogmatismo
paralizante, sordo y particularmente nocivo para el medio cultural mexicano,
donde es muy fácil estimular la sospecha, el rencor, el pesimismo y, sobre
todo, las teorías de la conspiración.
Finalmente, creo que si en algo estamos todos de acuerdo es
que lo que falta en México es transparencia —y esta comienza con dar la cara.
Abrazos,
Pablo Helguera
1 Ver Richard Rorty y Pascal Engel, What’s the Use of Truth?
Columbia University Press, 2007.
2 Education for Socially Engaged Art (2011), Jorge Pinto
Books, New York.