Gilles Deleuze vio cómo en los años 90 las sociedades de control sustituían a las disciplinarias. Describió cómo los incipientes aparatos de control funcionaban modulando – cambiando de forma y contenido de un momento a otro al mismo tiempo que comenzaban a moldear al alma, (que Deleuze comparó a un gas que toma la forma de su contenedor). Foucault describió las formas de control como el poder imperceptible dado a la tarea de conduire les conduits. Así, los dispositivos de control guían los comportamientos, moldean los deseos y valores y coexisten con formas más antiguas de coerción. Los aparatos de control de los que habla Deleuze se encuentran en perpetua meta-estabilidad ya que invariablemente logran salir triunfantes de desafíos, concursos y coloquios: siempre están en crisis desde adentro (como el propio capitalismo), y por eso son constantemente sujetos a reformas, remakes, cambios de look, redecoraciones (como el alma y el cuerpo) y sometidos a la lógica de “regulación de los resultados” (o a la administración de “daños colaterales”).
Anunciando la supuesta libertad de expresión y la libre elección democrática, el capitalismo somete al individuo y a sus conexiones a estilos de vida, modos de elección, y a formas de visibilidad e invisibilidad a su propio beneficio. Si históricamente los mercados estaban alojados en las relaciones sociales, limitados por costumbres y por una ética de responsabilidad social, ahora las relaciones sociales están alojadas en la lógica del sistema económico, haciendo que la subjetividad individual y colectiva se encuentren dominadas por la sutil ideología neoliberal. La servidumbre a la máquina en la era industrial implicaba la sujeción del hombre como parte de un mecanismo circular de engranaje y consciencia constreñidamente técnica, es decir, el hombre en tanto trabajador y productor era una pieza de una máquina y tenía la función de garantizar su buen funcionamiento. La subjetividad estaba definida por el trabajo constituyendo una subjetividad enajenada y disciplinada por las fábricas en las que circulaba el cuerpo: escuela, hospital, prisión, trabajo; esta forma de subjetividad coexistía con la posibilidad de cultivar una subjetividad liberatoria privada. A diferencia de la subjetividad maquínica, la sujeción social en la era actual ya no está centrada en la fábrica sino en el tejido social, abarca tanto lo urbano como lo doméstico, entra indistintamente en lo individual como en lo colectivo. Si antes el hombre estaba sometido por la máquina, ahora sirve a la máquina; ya no es una parte de ella sino que se ha hecho uno con ella, es decir, el obrero ha sido integrado a la máquina y a su vez, la máquina ya es parte del medio ambiente (por ejemplo, en la proliferación de pantallas e interfaces por todas partes). Finalmente, la posibilidad de cultivar una subjetividad liberatoria se volvió un objeto de consumo ya que se observa que consumimos flujos de imagen, información, conocimiento y servicios, lo que precisamente hace que el consumo formatee nuestra subjetividad (la que el filósofo español Franco Berardi (Bifo) llama Semiokapital), involucrando nuestra inteligencia y conocimientos, conductas, gustos, opiniones, sueños y deseos. La industria de la cultura captura al lenguaje y lo sensible con el propósito de extraer plusvalía, y así ha cosificado la vida cotidiana, colonizado el tiempo vital, operando en nuestros afectos y causando una mutación en las formas de vida. El lenguaje se ha mudado a una esfera aislada cesando de revelar, trabando la comunicación, exterminando al sentido común y sustituyéndolo con redundancia, la repetición, la intimidad prefabricada y la comunicación intransitiva. Las consecuencias son una mutación profunda de la subjetividad y la propagación de nuevas formas (consumibles) de sentir, pensar, fantasear vivir propagando la homogeneización, serialización, control extremo, parálisis y enajenación. El consumo de servicios y productos semióticos ha llenado todos los aspectos de la vida, y el sujeto ya no se somete a las reglas sino que invierte en ellas para sacar rendimiento del cuerpo, sexo, comida, tiempo: para que la inversión reditúe con satisfacción y felicidad. Las mutaciones en el alma son causadas por los flujos semióticos que afectan la subjetividad en tanto a que transforman modos de ver, sentir, desear, gozar, pensar, percibir, habitar, vestir, etc. La vida está siendo vampirizada por el capital.
Las grandes obras de ciencia ficción que imaginaron la enajenación del futuro como Fahrenheit 451 (Bradbury, Truffaut), 1984 (Orwell), Momo (Michael Ende) o Blade Runner (Ridley Scott) fueron visionarias puesto que imaginaron un futuro en el que prevalecían la alienación, la hiper-vigilancia, el encierro y la fragmentación del colectivo junto con la desaparición de las expresiones sensibles. Sin embargo, la ciencia ficción no imaginó la magnitud de la catástrofe provocada por el capitalismo salvaje: despojo, destrucción, guerra, la obsesión por la felicidad y la mejora, la complejidad e imperceptibilidad de las formas de control o el espectro del Apocalipsis en el inconsciente colectivo. Este último puede relacionarse con la popularización del mantra “No Future” de los punk y con el apaciguamiento de la ansiedad mental causada por la imposibilidad de imaginar el futuro con yoga y new age. Puede ser que prevalezcan las pasiones tristes (ansiedad, cinismo) más que la anestesia y automatización sintomáticas la sociedad enajenada representada en estas obras de ciencia ficción.
La imposibilidad de imaginar al futuro está relacionada con la incipiente inestabilidad social e individual, causadas sobre todo por la volatilidad de los mercados. Esta volatilidad se debe en gran medida a la instauración de la doctrina neoliberal, que implica parte del ideal perfecto de orden económico basado en la competitividad y en el mercado libre. Sin embargo, el capital volátil y la desregulación económica imposibilitan el uso de instrumentos políticos, hacen que las industrias tradicionales se vuelvan ineficientes u obsoletas y destruyen trabajos y formas de ganarse la vida causando desempleo estructural, pobreza, desarticulación de las cadenas de solidaridad existentes. La ley neoliberal de la “no-intervención” del Estado implica que éste interviene en otros campos, es decir, el retiro del Estado es falso ya que interviene expropiando, privatizando, descolectivizando, haciendo “limpieza social,” forzando a los campesinos a que registren la tierra, fragmentando sus comunidades con “reformas” o “ayudas” y dándoles “alicientes” para que vendan sus tierras. El Estado por tanto, se ha dado a la tarea de facilitar nuevas formas de acumulación primitiva. Si la tesis central del neoliberalismo es que la apertura del mercado es buena para el crecimiento económico, en realidad ha logrado reforzar el poder de una minoría y deteriorar las condiciones de vida y restringir los derechos de la mayoría, que está más y más integrada como un colectivo de consumidores (y menos de productores) a la máquina de producción semiótica que moldea su subjetividad, sueños y expectativas.
En los noventa, se implementaron con Clinton y Blair las políticas conocidas como de la “tercera vía” para responder a la destrucción y polarización producida por la rápida y excesiva adopción de políticas neoliberales. La “tercera vía” está en el punto medio de la ideología del libre mercado y a la de derecha de la democracia social siendo: “un nuevo camino que se dirige al centro pero que es profundamente radical en cuanto al cambio que promete.” La tercera vía es el “neoliberalismo con rostro humano.” El “rostro humano” del poder tiende a neutralizar la oposición con tolerancia, incluso celebrándola o comercializándola; a veces simplemente la ignora o la persigue por "terrorista." El discurso paternalista de desacreditar a la oposición, o el machista que trata al desacuerdo de emocional, intratable o volátil, no fallan en tanto a que son clichés. También es cliché el desdeñar a la oposición encasillándola en un nicho anarquista o extremista y por lo tanto ignorable. Los valores democráticos (o la “tolerancia”) surgieron cuando las élites en el primer mundo empezaron a sentir la presión desde abajo y le dieron al antagonismo de la democracia la forma de “zona gris,” una zona de tolerancia diplomática que declara que toda oposición real es “fundamentalista.” En los ochenta la zona gris era un “tercer sitio” que se concibió para cuestionar la hegemonía y organizarse de forma alternativa a las alineaciones políticas tradicionales. Este “tercer sitio” o “zona gris” se ha vuelto impermeable como el consenso e invulnerable a la multiplicidad de diferencias que emergen con el nacimiento de cada nuevo consumidor, excluido o endeudado. La “zona gris” es un lujo y recuerda la frase que le dice el padre al personaje de Audrey Hepburn en “Sabrina” (1954). Sabrina (Audrey Hepburn) es la hija del chofer de una familia millonaria cuyo hijo (Humphrey Bogart) le hace la corte; el chofer, dudando de las intenciones de Bogart le dice a su hija: “If he marries you, he will be called ‘democratic’ but you will be called something else.” Aún prevalecen la tercera vía, el tercer sitio, la zona gris como características intrínsecas a la democracia (ver: Lula, Obama) que sin embargo son herramientas ideológicas que sirven para sustentar las políticas neoliberales, perpetuar la explotación del Sur (a la que el Este sigue resistiéndose), e incrementar el número de excluidos. El Nuevo Orden Mundial, supuestamente basado en la autodeterminación y en la democratización permitió a la burguesía del tercer mundo mantener patrones coloniales de explotación, intercambio e inversión. Ideológicamente “liberal,” el Nuevo Orden Mundial predica en el régimen semiótico consumible la transparencia, la libertad de expresión y de elección, la tolerancia al antagonismo, la apertura al “Otro” y al desacuerdo, el secularismo, etc.
Después de tres décadas de experimentos neoliberales y de la normalización de la imposición de una forma de regulación económica y social, podría entenderse al régimen neoliberal como un velo ideológico que predica la libertad del mercado al tiempo que da lugar a la prominencia de las finanzas, a la integración internacional de la elite y la subordinación de los pobres. En vez de haber propiciado la acumulación rápida, las políticas neoliberales fortalecieron los mecanismos de poder, mejorando los estándares de vida de la élite y de una parte de la clase media – destruyendo a la mayoría. ¿Cómo? Al operar en áreas como el acceso a la comida, agua, educación, trabajo, tierra, casa, salud, transporte, entretenimiento, relaciones de género, haciendo fluidas o borrando las fronteras entre las instituciones públicas y privadas, las corporaciones y la producción semiótica. Evidentemente el Estado no desaparece porque es necesario para implementar medidas que favorezcan a la economía política; lo que desaparece es la sociedad civil como mediadora entre estado y sociedad. El neoliberalismo debía por tanto comprenderse menos como una privatización que como una marketización que cambió la relación de la gente con sus valores para estimular los valores de mercado y dirigir a las instituciones como si fueran negocios para extraer plusvalía de ellas. El espacio social, desprovisto de instituciones disciplinarias (hospitales, prisiones) es sustituido por formas de control propagadas por la producción semiótica y por técnicas de gobernamentalidad que implican el control o administración de formas de vida (biopoder). Evidentemente, no todas las elites nacionales han tenido éxito en reformatear sus políticas domésticas de acuerdo con el neoliberalismo y se topan con resistencia. Cuando la desigualdad y el privilegio se retan desde abajo, el Estado tiende a responder vigorosamente; cuando se reta por la elite, el Estado reacciona de forma ambigua o débil. La resistencia se ha planteado desde afuera y desde arriba como “fracaso del Estado” (México y Afganistán son dos casos recientes). Una de las soluciones ha sido la inserción de organismos externos que refuerzan a nivel regional valores democráticos como los derechos humanos, o proveen apoyo militar para reforzar la soberanía del Estado (Ver: Plan Merida).
Otro instrumento de poder neoliberal es evidentemente la violencia o la amenaza de violencia de la limpieza social (en zonas urbanas) y del despojo de tierras (en el campo).Con el neoliberalismo el Estado cesó de “intervenir” en la sociedad civil porque la doctrina neoliberal lo considera mal gestor del bien común y por eso propone la alternativa de la privatización. Sin embargo a pesar de una renovada “eficiencia” de los aparatos de las instituciones sociales, las formas operativas de las maquinarias jurídicas, políticas e institucionales del viejo orden permanecen intactas y la burocracia sigue operando como forma de control y de violencia estructural, ya que claramente la mala gestión es una forma de control efectiva. Vista desde esta perspectiva, la burocracia existe para garantizar que una porción significante de actores no lleven a cabo sus tareas como se espera. Un ejemplo claro es el modelo priísta de apoyo a la producción cultural que aún prevalece en México: La libertad de expresión y la subvenciones a proyectos van de la mano con un boicot subrepticio por parte de las instituciones que de pronto se ven “obligadas” a disminuir presupuestos o “imposibilitadas” a proveer apoyo logístico. Los que mantienen al sistema arguyen que el problema no es el sistema en sí, sino la inadecuación de los seres humanos involucrados en el proceso diagnosticando corrupción endémica. Sin embargo, la burocracia no es kafkaesca, sino un mecanismo de administración de las situaciones sociales usando violencia estructural lo que permite que se tomen decisiones arbitrarias, desdeñando al debate, la clarificación y la renegociación: que son gestos y acciones pertinentes a las relaciones sociales de igualdad. En cierta forma, la burocracia es testimonio de la internalización en la sociedad de las estructuras de la desigualdad dándose el derecho a “definir la situación” y de articular el “estado de las cosas” por medio de organismos oficiales de poder y lenguaje burocrático en el pasado y más recientemente por medio de la industria de servicios y de producción semiótica.*Cabe notar aquí la sintomática simbiosis que representa el Museo de Arte Contemporáneo (MUAC, hospedado en la Universidad Autónoma de México) que es un híbrido de institución pública y apoyo privado a las artes por parte de corporaciones, algunas de las cuales están dedicadas a la producción semiótica.
El poder nombra para controlar e invoca lo que le amenaza para alejarlo y domesticarlo. Por ejemplo, los festejos exuberantes del Bicentenario de la Independencia y Revolución mexicanas. Reforzando al nacionalismo oficial construido a partir de una versión folclórica de la memoria y de objetos de "orgullo" de la "gran familia mestiza" de mexicanos, se agrega la conmemoración del bicentenario precisamente para ahuyentar y desacreditar posibles levantamientos y antagonismos que invoquen los valores de la revolución e independencia. Por lo tanto, el simulacro de festejo del bicentenario tiene una función preventiva de deslegitimizar de antemano y de ahuyentar al peligro (como las máscaras de algunas tribus africanas y prehispánicas tienen la función de alejar al mal).
Mientras que el “yo” del individuo está incansablemente sometido a remakes y mejoras moldeándose en base al deseo propio, afuera se recrudecen los aparatos de represión, vigilando infaliblemente la posición (física, política, teórica, estética, moral) de todos los entes en todo momento (por eso el CIJ es invisible). La perfecta coincidencia del régimen de modulación del yo mediante el consumo con la militarización del espacio público encajan perfectamente en México con la herencia de la “dictablanda” priísta, un tipo de caciquismo auto-reflexivo que popularizó la impunidad en absolutamente todos los escalones y niveles de la jerarquía: cada quién se auto-proclama ser la excepción a la regla (como el Yo modulado por la miríada de opciones ofertadas por la producción semiótica)y es respaldado por un clan (real o imaginario; basado en el linaje o en las relaciones personales, conexiones de negocios o políticas). Indudablemente el estado de excepción implica el estado de privilegio para algunos (aquí evocamos la imagen de los paulistas ricos trasladándose en el helicóptero por la ciudad por cuestiones de seguridad).
Esfuerzos por descifrar el estado de las cosas, trazar conexiones que iluminen la complicidad entre neoliberalismo, violencia e industria de la cultura y buscar nuevas formas de lo político, han sido sustituidas por el consuelo evanescente de las pasiones tristes que proporciona la filosofía continental ahora instrumentalizada como ideología: desde el IDF (Israeli Defense Forces), hasta la academia, al mundo del arte, los think tanks, la mercadotecnia y Hollywood. El autoproclamado "general intellect" local, está basado en una gravísima confusión entre la distinción entre labor manual y labor intelectual y la figura del “intelectual” como categoría social y como funcionario de la ideología. Es decir, la división del trabajo entre manual y cognitivo (o intelectual) refleja la división entre la clase trabajadora y clase media; la clase media se dedica a la producción de bienes inmateriales (que tienen consecuencias materiales reales) por medio de actividades como la contaduría, banqueo, marketing, publicidad, seguros, sector comercial, servidores civiles, trabajadores en oficinas, etc. Esta clase constituye el “general intellect,” y no aquella clase preocupada por recuperar y descifrar metáforas hoy obsoletas sobre la enajenación industrial, por despolitizar el pensamiento de Deleuze y Guattari y por apoyar y celebrar al capital global. En una etapa histórico-económica en la que predominan los procesos de desagrarización, “monsantización” y urbanización del campo, ¿será que oiremos incansablemente hablar de Darwin cuando nos toque la parte fea de la incipiente guerra librada en nombre de la seguridad alimentaria (food security)?
[La supervivencia del más fuerte, sin embargo es una metáfora comúnmente mal entendida. Muchos han querido usarla como justificación de sus privilegios o de su desprecio a quienes están debajo en las tantas escaleras ficticias que los suben hacia la nada. El más fuerte dentro de un ambiente determinado, puede de un momento a otro volverse víctima de una repentina extinción. La fuerza es una ventaja transitoria. La aleatoriedad genética iguala a la variabilidad ambiental. Así un cambio despreciable en la temperatura, por citar un ejemplo de moda, puede convertir a los depredadores en depredados, o peor aún, en cadáveres que ya nadie comerá. La supervivencia es en esencia un impulso inmutable, pero el más fuerte nunca es el mismo. De esta manera, la guerra que nos vienen prometiendo desde nuestro primer recuerdo, la guerra que acabará con el mundo y con nosotros, su consciencia torturada; esa guerra en permanente postergación, es la que muy en el fondo estimula nuestro impulso más resistente y primitivo. Que ya no serán las bombas atómicas, bueno aún están las bombas demográficas, las sequías y terremotos, los asteroides que nos persiguen ciegamente. Necesitamos un escape, un cambio que nos venga desde afuera y nos obligue a recobrar verdaderamente el hambre y el sueño. Secretamente ansiamos el apocalipsis como un borrón de nuestra época, de sus restricciones y su estrechez cianótica, un regreso por demás imposible a la desnudez. Odiamos el cambio pero amamos sobrevivir. Seamos sinceros, de todas maneras el único fin del mundo que reconocemos es aquel en donde los otros sufren y mueren, menos nosotros. Hemos crecido para ser excelentes espectadores. Y queremos tener la ilusión de ser el fuerte antes de desplomarnos por la escalera helicoidal o narrativa que nos lleva a nuestra última negación.]